jueves, 28 de junio de 2007

Ya no sé tejer historias


Escribí María hace un par de meses. Arreciaba el mes de marzo, la primavera estaba a punto de estallar pero aún aguardaba, agazapada, como esperando dar una sorpresa de cumpleaños, quizá regodeándose en saberse regaladora de próximos cielos claros y flores reventando colores. No sé. El caso es que aún tardaría unos días por llegar la primavera en su plenitud. Recuerdo que cuando escribí María -y los otros relatos- aún hacía frío, pero no importaba, porque estaba embriagada de amor, de un sentimiento tan puro, tan pleno, que yo me asustaba, porque no quería ni creerme cuánto quería, cuánta cantidad de amor era capaz de atesorar y regalar. Estaba absolutamente borracha de amor. Y no me importaba el frío, pues era tanto el amor que sentía, que notaba en mi piel su aliento cálido y sus abrazos ardientes a pesar de la distancia.



Fue esa, la época de septiembre a abril, la más fructífera de mi vida en cuanto a inspiración, excepción hecha de aquellas tardes de agosto de 2001, recién separada, con una herida abierta en lo más profundo de mi alma pero con la ilusión de tener alguien a quien poder contarle mis cuentos eróticos, como una moderna Sherezade, a pesar de que sabía que lo nuestro no pasaría de una bonita amistad. Y en realidad, era lo que quería. Ni más, ni menos.



Esta ocasión, fue diferente. Porque estaba enamorada, muy enamorada, exacerbadamente enamorada; porque las Musas bajaban cada día, cada tarde, cada noche y cada madrugada, y me rondaban las entrañas, y el cerebro, y el corazón, y el alma, y me taladraban sin piedad, obligándome a escribir hermosas historias y delicados textos de amor. Arañaban mis entresijos, mis interioridades, hacían que esos jirones salieran a la luz en forma de prosa poética, de poesía sin rima, de ardientes relatos eróticos, de delicadas historias sobre la vida y la muerte. Pero daba igual, esos arañazos no me dolían: me daban la vida. Los textos, mis escritos, rezumaban amor por todas las letras que componían el cuerpo de los mismos, ya que poros no poseían.



Y me sentía orgullosa, plena, feliz, satisfecha, porque un día y otro, apenas agotada mi capacidad de asombro, veía complacida como las Musas me regalaban con su presencia. Una visita, la más deseada para alguien, como yo, que gusta de juntar letras. Me daba miedo despertar, porque sabía que, cuando así lo hiciera, mis Musas me dejarían, abandonada a mi suerte, lamentándome como una pobre tontita porque no me acordaría de escribir, de plasmar sentimientos, de contar historias. Si es que algún día supe hacerlo. Si es que algún día tuve esa maravillosa capacidad de saber escribir y de saber contar historias.



Creo que no, que nunca la tuve. Que fue el amor, el que sentí un día, tan grande, tan implacable, tan absorbente, tan esplendoroso, tan irreal, tan cercano y tan lejano, sí, aquel que sentí un día por él, el que se ató entre mis dedos y obligó a que yo, escribiendo, contando historias, lo fuera desenredando poco a poco y lo liberara de mi ser.



Ahora, mis dedos, mi ser, completamente libres de ese amor, -muy a su pesar-, no saben tejer historias. Mis Musas, tan amantes y espléndidas en otros tiempos, son ahora rácanas y aparecen yermas. Mis dedos, muertos de amor, se han quedado quietos y mudos. Tan mudos como él se ha quedado.


Definitivamente, ya no sé tejer historias.

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