lunes, 11 de junio de 2007

Valentina





Para todas aquellas Valentinas que han aprendido a ser valientes


- Cuenta del diez al uno muy lentamente... Ánimo, cariño...


La mujer notó la blanda cúpula de silicona sobre nariz y boca. Inspiró con fuerza para poder quedarse dormida lo antes posible. Paradójicamente, aquel estado en el que estaba a punto de sumirse, muy parecido al de una muerte dulce, iba a devolverle la vida.


Era imposible que percibiera realmente aquello que le pasaba por la cabeza cuando quedó enredada en el sopor de la anestesia, pero le pareció recordar que, en sueños, retrocedía al día en que nació Iván. Aquel ser diminuto, caliente y rosado, buscaba ávidamente con su boquita el pezón materno, preciosa fuente de vida y ahora oscura por el embarazo. Podía sentir la succión poderosa, la ventosa húmeda de aquella boca que atrapaba inmisericorde el pezón, extrayéndole una jugosa sinfonía de dulce calostro que más tarde habría de convertirse en leche.


Recordó cómo lo incorporaba, y, apoyada la cabecita en su hombro, el bebé recibía las palmadas delicadas en su espaldita. Admiró la satisfacción que en aquellos momentos invadía a su marido, orgulloso de su mujer, aunque lamentablemente éste nunca acertara a decírselo.


Valentina fue más allá, más lejos aún. Buceando en su memoria, se vio vestida de blanco inmaculado, adornado su escote con un ramito de azahar que, decía su madre, era el símbolo de lo más preciado que la joven podía llevar al altar. En aquella noche de torpezas, inquietudes y desafíos por descubrir, Valentina comenzó a aprender a ser mujer. Hasta entonces sus senos, virginales y puros, no habían adquirido los conocimientos necesarios para mostrarse descarados, traviesos, espléndidos en su turgencia.Hasta entonces, sus pechos habían pasado desapercibidos hasta para ella misma. Su marido, Fermín, los despertó. La mujer rememoró los dedos osados, la boca atrevida, los pezones tomando vida, el sonrojo en el rostro, la vergüenza sin vergüenza.


Valentina quiso retroceder más aún, y en el sopor imposible de la anestesia, quiso verse con quince años, cuando su primo Alberto el de la ciudad, anticipándose a Fermín, intentó despertar los tesoros de alabastro de la muchacha. Pechos duros, pequeños y blancos como quesos de pueblo. Pechos que no habían sido visitados por manos de hombre y pechos que tardarían aún en conocerlas. Porque para desgracia de Alberto, aquel miserable de cuarenta y dos años, Valentina salió huyendo sin mirar atrás recomponiendo a tiempo combinación de nylon y vestido de flores.


Sumergiéndose más allá de lo imaginable, la mujer se vio púber, con dos botoncitos duros que pugnaban por estallar y proclamar al mundo que allí estaba naciendo una mujer. Recordó noches cálidas de descubrimiento de su propio cuerpo, de caricias sin maldad, casi académicas, sólo para hallar lo que nadie, por pudor, le explicaba. Los cambios notables que estaba experimentando quería constatarlos con su mano inocente de niña que asistía al nacimiento de curvas allá donde antes sólo había planicies.


Se recreó en la añoranza tibia de sus dedos atrapando minúsculos pezones, acariciando dos botones duros como piedras que apuntaban ser, en un futuro, la cima de dos magníficos cálices, níveos y tersos.


- No, no me toques. Me da vergüenza.


Un halo de tristeza se había apoderado hacía tiempo de los ojos de Valentina. Desde la operación había sido incapaz de que Fermín la tocara, ni siquiera de que la viera desnuda.


Allá donde el pecho había lucido erguido, magnífico, desafiante, ahora sólo se hallaba un cráter de cicatrices amargas, donde los buenos recuerdos se habían diluido por la lava del cáncer.


Aquella mañana, Fermín se levantó dispuesto a demostrarle cuánto la quería. Que no era menos mujer por no tener un pecho donde cobijarse; para eso ya le sobraba su regazo. Que no era menos hermosa porque el bisturí había cumplido su función purificadora, cercenando la enmarañada trama de ganglios lastimados por el tumor. Que no era menos Valentina por haber sido valiente y enfrentarse con animosidad a aquel torbellino de desesperación y pruebas, médicas y de las otras. Las de la vida.


Sí, aquella mañana Fermín tomó con dulzura exquisita la blusa de su mujer y la bajó lentamente, acariciando el lino los hombros de aquella compañera y amiga. Con el dedo índice, sutilmente, con la delicadeza con la que se adorna el pastel con el merengue, recorrió las cicatrices aún frescas y rosadas. Allá donde hubo vida, leche, pasión, ahora se hallaba un sendero no de baldosas amarillas de magia y enanitos, sino de césped verde esperanza, de futuro pleno de complicidad y, sobre todo, de admiración.


Para Fermín, Valentina era, con su pecho mutilado, pobre bailarina rota, la más bella entre las bellas.


Una lágrima rodó entonces desde el rostro de la mujer hasta aquel cráter que, en el fondo, era bueno, porque le había devuelto la vida. Con esa gota dulcísima de sal dio mil gracias a Fermín.

2 mordiscos a esta cereza:

Anónimo dijo...

Muy aburrido mi dia... Estaba buscando cosas en Google para matar ese aburrimiento y de pronto me tope con mi nombre! Belen Peralta... Me llamo mucho al atencion y entre a dar una vueltita... Muy bello todo! Muchas cosas q llenan el alma... Asi q a partir de hoy sere visitadora del blog! Saludos!!

Belén Peralta dijo...

Belus, sé bienvenida, tocaya. Me alegro mucho de que hayas descubierto la cajita de cerezas por casualidad y sabes que eres bienvenida. Gracias.

B.

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