domingo, 29 de junio de 2008





Bien, amigos. He acertado en el blog de Fauve de chamba, como se dice en mi tierra, y ahora me toca poner texto para seguir jugando.

Os recuerdo rápidamente los requisitos:

Hay que acertar el nombre del autor; no hace falta adivinar a qué obra pertenece el texto.

Debe ser un autor medianamente conocido.

Las personas que jueguen deben tener un blog, para, en caso de acierto, poder colocar en el suyo el siguiente texto que haya que acertar.

Debe ser un párrafo que no esté en internet, porque si no el juego pierde toda su gracia.

Se pueden preguntar todas las pistas que uno desee.



Y, una vez dicho esto, aquí van mi texto y mis pistas:

Esta parte de la historia se escribe por lealtad a un fantasma. No hay pruebas de que sea cierta y todo lo que podemos pensar indica que es improbable. Pero Kunz aseguró haber visto y oído. La sirvienta sólo admitió, muchos meses después, que "la señorita estaba un poco desarreglada". Kunz volvió a su mesa de trabajo después de cerrar la puerta de la Gerencia General, dejando a la muchacha encerrada con Larsen. Guiñó un ojo a Gálvez que estaba apoyado con los codos en dos o tres libracos de contabilidad que había acarreado desde el mueble metálico hasta el escritorio, sin abrirlos, y miraba por algún agujero el cielo azul. Kunz se sentó y se puso a examinar su álbum de estampillas.

(Creo que no está en internet, he mirado durante un buen rato).

Mi pista es que pertenece a un señor ya fallecido, que escribía en español, cuyo nombre de pila era compuesto. ¡Seguro que la acertáis corriendo!





Brujuleo por tu cuerpo,
mil esquinas hallando,
y me gusta lo que encuentro,
calle a calle, barrio a barrio.
El hueco, rotundo y pleno,
de tu regazo acogedor.
Las calles de tus dos brazos,
y sonrisa de candor.
Tus axilas son mis selvas,
tus manos, dos turmalinas.
Y qué ojos: un piélago negro
de ternura infinita.
Sigo la ruta y me detengo
poco a poco en tus rodillas.
Ese tren llamado tú:
tus piernas y aquéllas, las vías.
Y me guardo para mí
la vara ardiente que clama,
el detalle de tu sexo,
tu regalo en mi cama.

sábado, 28 de junio de 2008

Los pactos derogados




Han transcurrido sólo cuatro días desde nuestro último encuentro y me parece que ya ha pasado un mes. Echo de menos sus manos calientes, que, curiosas, habían revoloteado por todo mi cuerpo como descaradas libélulas.

Pienso en aquella tarde en que se me acercó por detrás mientras yo preparaba la ensalada. Le había invitado a comer sin ninguna pretensión como no fuera la de pasar un agradable rato de charla tras algún tiempo de no vernos. Me gustaba mucho su conversación, y tenía ganas de compartir críticas de cine, libros y música. Y por supuesto, sumergirme en el aceite profundo de sus ojos de oliva. Naturalmente, eso no estaba dispuesta a contárselo. Ni entonces, ni nunca.


I.-

Mientras hablaba con él por teléfono preguntándole sus preferencias para la comida, y contestándome un previsible y aburrido: “Me gusta todo; lo que tú elijas estará bien”, rebuscaba con la mirada en la frutería, tratando de acertar con la lechuga más fresca y con un melón que estuviera realmente dulce, cosa harto complicada a no ser que lo calara. Pensé que con olerlo me bastaría, así que, en cuanto me despedí de él hasta un rato después, acerqué mi nariz a aquel fruto ovoide y me embriagué con su olor fragante y delicioso de caramelo. Estaba en su punto.

La lechuga de hoja de roble, los tomatitos cherry, el aguacate, la zanahoria para rallarla en juliana… Todo formaría una ensalada formidable que sería el anticipo, junto con el melón con jamón, de un plato en el que la carne sería la protagonista. Una mouse de chocolate blanco sería el colofón perfecto a una comida que tenía que salir bien a la fuerza.


II.-

Me esmeré en la preparación del plato principal. Había pensado en un simple solomillo a las tres pimientas. Nada demasiado pesado ni elaborado; no quería ni salsas, ni nata, sino algo muy ligero y que pudiera dejar sitio al postre que habría de venir a continuación. Mientras fileteaba la pieza de solomillo, me complacía en pensar qué historias podrían surgir tras aquella comida de sábado, cuando en plena sobremesa estuviésemos degustando algún licor y de fondo oyéramos a Billie Holiday, nuestra favorita. Rápidamente me di una colleja mental pues no podía esperar más de aquel amigo que sólo sería eso, un amigo, fiel y en quien confiar, pero que nunca, por un pacto nunca hablado pero siempre respetado entre nosotros, traspasaría la frontera de la amistad y el amor… o el sexo.

Seguí añadiéndole amor a la carne mientras caía sobre ella la pimienta recién machacada en el molinillo. Al menos, el solomillo llevaría sobre sí la esencia de la pasión. Yo me imaginé como un trasunto de Tita de la Garza, la inolvidable protagonista de “Como agua para chocolate”. Yo, en aquellos momentos, era Tita.


III.-

Mientras, para ir abriendo boca antes de que él llegara, sonaba en el aire la voz desgarradora de la dama más triste del blues, comencé a cortar aquel melón fresco que embriagó el aire con sus notas dulces. Parecía, al soltar sus jugos, que lloraba mientras oía el estremecedor “Strange fruit”. Envolví cada porción con un poco de jamón, y dispuse aquellos trocitos tramposos en una fuente de diseño. Tramposos porque querían ser afrodisíacos. Tramposos porque luego, finalmente, lo fueron.


IV.-

La mouse montó definitivamente bien aunque en un primer momento tuve mis dudas, pues las claras al principio parecían reticentes a hacerlo. La fusión con el chocolate blanco fue mágica, y junto a los demás ingredientes se unieron en un baile que anticipaba derroche y lujo. Metí el dedo índice en la mezcla y lo chupé de forma voluptuosa. Imaginé traviesos lametones en sitios casi inaccesibles y encendí el ventilador. Me estaba empezando a entrar calor. Espolvoreé un poco de canela sobre la mouse y dispuse un par de palitos también de canela para que pusieran la guinda final. Dejé que la suave mezcla se fuera enfriando en la nevera mientras empecé a preparar la ensalada, que, deliberadamente, había dejado para el final.


V.-

Él ya había llegado y estaba tomándose una copa de vino mientras yo me peleaba con el rallador y una lustrosa zanahoria. Fue justo cuando empezaba a disponer las hojas de roble en una fuente de diseño. Noté sus manos sobre mi cintura y, aunque el “¿Te ayudo?” fue dicho sin maldad, a mí me sonó a cañonazo de inicio de la batalla, a trompetas y clarines de ángeles y a todo lo que quería que yo sonara. Me hacían falta unas manos como aquellas en mi cintura, sobre todo si eran las de él, pero tenía miedo a traspasar la frontera pactada. Aunque ardiera en hacerlo.

Me volví y rechacé con una sonrisa su solicitud de auxilio a la hora de montar el plato. Prefería que me montara a mí, si me permiten el chiste fácil, así que le mandé para el salón y que me esperara, que no iba a tardar más de un minuto. Las piernas me temblaban pero no quería que se me notara. Ya mi sonrisa era demasiado evidente. Me dio la impresión, en aquel instante, de que la ensalada se quedaría a medio preparar.


VI.-

Cuando han pasado cuatro días desde aquel encuentro, aún sonrío cuando recuerdo el desorden de ropas y zapatos diseminados por todo el apartamento. Las fronteras habían sido violadas, y los pactos, abolidos. Pero, sobre todo, me acuerdo de la comida que quedó sin ser degustada sobre la mesa perfectamente puesta tras tanto esfuerzo, y de aquellos dos palitos de canela que, como dulces banderillas, esperaron infructuosamente que las desclaváramos de la espumosa montaña de chocolate y claras. Sólo el melón, cubierto por las sábanas saladas del jamón, logró cumplir su objetivo y ser degustado de forma lúbrica entre risas de pactos derogados.







Compré a mitades de mayo "Espejos. Una historia casi universal" del uruguayo Eduardo Galeano. Tengo muchas ganas de leerlo, aunque antes tengo que terminar con el que estoy ahora mismo, que ya lo estoy acabando, por cierto.

Entresaco este texto, "Las edades de Iqbal", del libro de Galeano:


En Pakistán, como en otros países, la esclavitud sobrevive.

Los niños pobres son objetos descartables.

Cuando Iqbal Maiz tenía cuatro años, sus padres lo vendieron por quince dólares.

Lo compró un fabricante de alfombras. Encadenado al telar, trabajaba catorce horas por día. A los diez años, Iqbal tenía espalda de jorobado y pulmones de viejo.

Entonces huyó y viajó y se convirtió en el portavoz de los niños esclavos de Pakistán.

En 1995, cuando tenía doce años, un balazo lo volteó de la bicicleta.



Amigos, es increíble que la infancia de un niño, aquella que paradójicamente nunca vivió, pueda valer quince asquerosos dólares... o incluso menos, o nada. No me gustaría que sonara a demagogia, pero, decididamente, nunca me compraré una alfombra paquistaní.



jueves, 26 de junio de 2008






Especialmente para todos los gaditanos que visitan esta cajita de cerezas... y para aquellos que no siendo de aquí aman tanto mi tierra.



Dejándome envolver por tus luces,
tu mar, tu sol que ya duerme,
tu caliente calima,
tu olor a salitre y olas,
tus colores perfectos,
tu maravillosa quietud,
tu silencio sobrecogedor,
sólo roto por las olas que besan las rocas...
Dejándome acariciar por ti,
Cádiz,siempre mi refugio,
me abandono y te siento...

Buenas noches, Cádiz.
Buenas noches, amigos.

miércoles, 25 de junio de 2008

Asalto a tu castillo




Guarnecida de mis armas poderosas,
aquí me tienes,
preparada en mi asalto a tu castillo.
Treparé por las almenas de tus hombros,
te atacaré con las bombas de olor de mi perfume,
hurgaré en tus lejanos calabozos,
abriré tus cerraduras con herrumbre.
Pasearé por los pasillos de tus brazos,
los patios de tu vientre me darán la bienvenida,
jugaré con los pececitos de tu foso,
los dedos de tus pies haciéndome cosquillas.

Con tu catapulta no me lances piedras,
mejor tírame besos que serán bien recibidos,
salúdame como a la más valiente damisela
que haya nunca profanado tu castillo.

martes, 24 de junio de 2008

Destapando tus sentidos





Ven y destapa tus sentidos,

no te ocultes tras las sombras

y manifiéstate como el diablo que escondes.


Huéleme,

y detente en los pliegues de mi piel,

que tu nariz cate mis más íntimos fluidos.

Paladéame;

sé que mi piel sabe a olas,

por favor, no te contengas y

bébeme como a un buen rioja.

Tócame,

con la pericia que te dan los años,

con los dedos tibios de mí,

como si buscaras en el baúl de antaño.

Óyeme,

siente la lírica de mis versos…

O mejor aún, de esos gemidos

que anuncian la llegada de algo bueno.

Mírame,

detente complacido en mis montes,

en el hoyo que mi vientre corona,

en mi sexo que es la orilla de tu noche.


lunes, 23 de junio de 2008






El aleteo suave, casi imperceptible,
de mil mariposas que me acompañan esta noche
me guía con su murmullo
y su música sustituye a mis palabras.
Cierro los ojos,
dejo que ellas hablen
y les deseen las buenas noches.

Hasta mañana,
que volverán a rodearme de su mágica danza.
Me encantaría volverles a ver.
A ustedes, y a ellas.

domingo, 22 de junio de 2008



Desde que empezó a escribir, años atrás, David intuía que algo extraordinario le iba a ocurrir. Algo por supuesto relacionado con sus anhelos y ganas por juntar letras. Desde que era pequeño le habían dicho que escribía bastante bien. Si al principio fueron las redacciones en el colegio las que se llevaban los piropos de maestros y algunos compañeros -los menos envidiosos-, luego las cartas y poemas envenenados de torbellinos de amor fueron las protagonistas. David se convirtió en el chico más popular del instituto porque todos sabían que le era imposible negarse, y que siempre se podría contar con él para disponer de una poesía encendida o de un texto arrebatador. El hecho de que prácticamente todos los alumnos imaginaran que, con un noventa y cinco por ciento de probabilidades, aquello tan hermoso lo habría escrito David y no realmente la persona de la que provenían los versos, no le restaba méritos, y seguían siendo unos textos irremediablemente hermosos y que cumplían la función para la que fueron creados: enamorar.

Una vez que empezó la lucha en la jungla del mercado laboral, David se desentendió de sus ganas de escribir y dejó que las palabras bellas y las imágenes oníricas durmieran en un cajón del escritorio. De vez en cuando se sentía culpable por no retomar aquellos versos, que, incompletos como un cojo, lloraban su pena sin el consuelo de las manos de aquel artista. Entonces se ponía a escribir, pero el arrebato creador no le duraba mucho y al cabo de un par de días se desentendía de todo.

Una tarde de compras apresuradas se encontró por la calle con su amigo Alberto. Hacía mucho tiempo que no se veían y que no compartían inquietudes literarias, ya que a Alberto tampoco se le daba nada mal escribir y ambos habían dedicado más de una tarde a compartir textos, siendo uno el mejor y feroz crítico del otro. Al padre de Alberto lo trasladaron de ciudad por motivos laborales, y el resultado fue la separación de los amigos. Comenzaron carteándose, pero poco a poco la realidad de la rutina fue imponiéndose y al cabo del tiempo apenas sabían el uno del otro.

Unos años después, Alberto era un hombre maduro e independiente que había decidido volver a su ciudad para trabajar en ella. La casualidad hizo que se topara con David, y ambos pasaron una tarde deliciosa compartiendo unos cafés y refrescándose mutuamente la memoria sobre todo aquello que parecía que se había quedado anclado en el tiempo, incluso las pocas ganas de David de volver a escribir.

-Pues eso sí que es una pena, chico. Escribías que daba gusto, no deberías haberlo dejado…

-Bah, no sé si mis escritos eran tan buenos. En realidad eran poemillas y cartas de adolescente. No pienso que tuvieran gran calidad.

La tarde transcurrió entre recuerdos de anécdotas pasadas y proyectos venideros, y se rubricó con un sentido abrazo y el ineludible intercambio de números de teléfono.

-Que me llames, ¿eh?

-Que sí, no te preocupes, nos vemos…

Al llegar a casa, lo primero que hizo David fue mirar hacia el cajón donde lloraban su soledad aquellos versos que dejó inacabados, aquellas historias que quedaron por tejer, y presumiblemente aquellas frases que aún estaban por nacer. No se atrevía a abrirlo: sabía que escribir es un ejercicio diario y que, al igual que el físico, si no se ejercitaba, todo se atrofiaba. Se preguntaba si sería capaz de retomar aquel vigor, aquella energía que se le posaba en los dedos y le hacía teclear frenéticamente, mientras las ideas le surgían a borbotones. Ahora se veía incapaz de atravesar el desierto por el que voluntariamente estaba pasando, y decidió pasar de largo y no responder a los cantos de sirena de sus historias y versos.

A medianoche, David se encontró sentado en el suelo, revolviendo aquellas hojas y releyendo todo lo que había escrito. La mayoría le pareció sencillamente nefasto, y sintió el impulso de arrugar los folios y tirarlos directamente a la basura, pero como era un nostálgico irreductible, sabía que se arrepentiría al día siguiente, y decidió conservarlo todo. De todas formas, supo encontrar el brillo de la calidad en algunos textos y comenzó a trabajar en ellos. Así, noche tras noche. Tras la rutina de la ducha y la cena, se embarcaba en sus historias y, entre columnas de humo y tragos de ron miel, lograba darles forma.

Se asombró de la facilidad con la que se reencontró con las Musas a la madurez. Bien es cierto que aunque no había vuelto a escribir, excepción hecha de algunos versos esporádicos, no había dejado el formidable hábito de la lectura diaria, y supuso que esto le sirvió de mucha ayuda para volver a hacerse amigo del folio en blanco.

Pero David no retomó sólo la costumbre de escribir. Lo de quedar con Alberto no se había quedado simplemente en una intención, sino que a partir de aquel encuentro, lo hicieron con cierta regularidad. Una de aquellas tardes, Alberto le propuso que fuera a su casa al día siguiente, ya que daba una especie de fiesta, que más que fiesta era un encuentro literario de amigos a los que les gustaba escribir y leer sus textos en voz alta. David primero se opuso, ya que no le gustaba hablar en público, pero sobre todo porque consideraba que sus escritos no tenían la calidad suficiente como para formar parte de una tertulia literaria, aunque fuera a nivel de amigos. Y además, él no conocía a nadie, sólo a Alberto.

A la tarde siguiente, influido por el portentoso poder de convicción de aquel amigo perdido y reencontrado, David se vio leyendo en voz alta sus versos ante un público que le escuchaba en un respetuoso silencio. Numerosos aplausos rubricaron su intervención y él se sintió avergonzado, pero orgulloso. Jamás imaginó que tras un período tan largo sin escribir, iba a estar leyendo sus escritos ante un público desconocido, que en principio y aunque sólo fuera por educación, iban a aplaudirle cortésmente, aunque luego averiguó, por los comentarios y las caras de satisfacción, que habían sido aplausos sinceros.

Entre los amigos de Alberto, David se fijó en Sara. Menuda, morena, de intensos ojos claros ideales para navegar en ellos, al chico le había gustado desde que entró en la casa de Alberto y la vio sentada en el sofá, con las piernas cruzadas como un faquir hindú, y comiendo pipas esperando al resto de invitados. Le sorprendió su naturalidad, su frescura, e interpretó esa familiaridad de estar comiendo pipas como que la muchacha ya conocía de sobra al resto de contertulios. Sara, a lo largo de la tarde, leyó unos versos suyos que obtuvieron la aprobación general. David no los había entendido muy bien, pero se emocionó con aquellas palabras que no habían sido lanzadas al aire de forma aleatoria, sino con una gran intensidad, y aplaudió con admiración.

Años después, David y Sara se entretenían revolviendo en la caja de las fotos y se veían como jóvenes contertulios en reuniones de poetas: las piernas cruzadas sobre el sofá, los abrazos fraternales, los protagonistas con sus bocas abiertas declamando al aire. La poesía los había unido y fue entonces cuando David se dio cuenta de lo afortunado que había sido aquel encuentro fortuito con Alberto, que le devolvió de nuevo las ganas de escribir. Había recuperado a sus Musas y había descubierto a una musa mucho más terrena, más cercana, y con unos ojos claros ideales para navegar en ellos.




Soledad,
no me arañes más el corazón.
Guárdate tus conjuros
y no me aceches con tu inquina.
Déjame en paz,
no revolotees más a mi alrededor;
ya ves que no te necesito.

Soledad,
cuando quiera estar sola,
no temas,
que invocaré tu nombre.
Y entonces,
sólo entonces,
me cogerás las manos,
charlaremos de libros,
te contaré mis desvelos,
y, juntas, tomaremos café.
El café que precisamente toman
aquellos que no quieren estar solos.

sábado, 21 de junio de 2008

Oír el aire




Cálida, suave,
baja tu mano por mi espalda.
Deslizándose húmeda,
ayudada por la espuma.
El murmullo del agua cesó,
sólo se oye
el aire.
Porque ambos lo podemos oír.

El agua caliente
trufada de pompas
bautiza mi cuerpo.
Mis ojos cerrados,
tu mano bajando,
mi sexo esperando.
Palpita mi corazón,
pero no lo escuchamos,
sólo se oye
el aire.
Porque ambos lo podemos oír.

Un baño inocente
virado en cascada
de deseo.
Gime mi garganta;
no quiero que lo haga.
No la escuchamos;
sólo se oye
el aire.
Porque ambos lo queremos oír.

viernes, 20 de junio de 2008




¿Dónde me encontrarás, amor,
si nunca me dejo ver?
Si cuando intentas tocarme
me diluyo en las sombras,
y en mis muslos,
aunque quieras,
no te puedes guarecer .

Antes refugio, ahora recuerdo;
antes fortín, ahora campo abierto.

¿Acaso desfalleces, amor?
Sigue en tu busca loca,
acorrálame sin pausas
en este juego cruel y maldito,
y aunque, altiva, te ofrezca
mi peor cara por no dejarme vencer,
que yo en las noches de luna
añore tu dulce acoso
en la trabazón de mis sueños,
en mi cama desnuda de ti,
desafío de todo mi ser.

jueves, 19 de junio de 2008



Hundí mi cara en tu pecho hasta no sentir mi propia respiración. No me importó. Con la tuya me bastaba.

Me prometí con decisión que sería la última vez. Que mis ojos no volverían a mirarte con arrobo, que mis labios dejarían de pronunciar tu nombre, que mis manos cesarían pronto en su danza infame buscando las tuyas. Imaginé por un momento que no era yo la que te estaba acariciando, que era mentira lo de mis susurros a tu oído, que los besos fugaces no estaban sucediendo de verdad. No estábamos a punto de hacer el amor, eran falsos mis abrazos, no estaba pasando aquello, porque precisamente yo no quería que ocurriera...

No pude –no puedo- creer que fuera -que sea- tan asquerosamente débil.

miércoles, 18 de junio de 2008





Amigos, os propongo un juego. Un juego que empezó medio en broma en el blog de mi querido Fermín Gámez, "Contrapoeticam" -altamente recomendable, todo sea dicho-, y donde se expuso hace unos días lo siguiente (con tu permiso, Fermín):



Pues parece que ha surgido así la cosa, por casualidad o quizás por todo lo contrario. En la entrada de los marcapáginas, tanto Guinda de Plata como Dr. Krapp, han apuntado la posibilidad de un juego en el que lo básico sea adivinar el autor de un texto, un texto del tamaño aproximado de un párrafo, no más. Puede ser difícil, pero no imposible. Se me ocurre que podríamos hacerlo de la siguiente manera: deberíamos jugarlo personas que llevásemos blogs, ¿por qué digo "que llevásemos blogs"? Por la sencilla razón de que a aquel que acertara el texto, le tocaría a su vez poner en su blog otro texto diferente, con lo cual el juego sería un juego "entre blogs". Un juego que no sería terreno o tema de un único blog, sino de blogs que irían rotando, a medida que los propietarios de dichos blogs acertaran el texto anterior.
Los textos, opino yo, deberían ser de autores lo suficientemente conocidos, aunque cuidándonos de que los párrafos elegidos no estuvieran ya en internet y de esa manera se los pudiese localizar fácilmente a través de un buscador, que es justo lo que creo que no debe ser el juego, para evitar lo fácil. Valdría -eso sí- dar todas las pistas que hicieran falta, por iniciativa propia o por medio de preguntas que se hicieran en los comentarios en cada entrada correspondiente, con lo cual creo que la experiencia sería enriquecedora para todos, porque nos podría hacer pensar a la vez que apasionarnos por una "investigación" literaria. No sé si deberíamos ponerle, si la cosa cuaja, un nombre al juego. A ver qué se nos ocurre. Por lo pronto, si resulta que sí, y hay alguien que quiera empezar, que empiece. Si no hay ningún voluntario, yo mismo. Puede participar todo el que quiera, lo que sí creo que debería ser un requisito es el hecho de que el que acierte lleve algún blog, para así posibilitar la "rotación" de los textos en un nuevo blog cada vez.


Pues bien, yo acerté el autor del primer texto que se puso (era Ray Bradbury), y por eso me toca poner ahora un párrafo misterioso. ¿Quién quiere jugar? :-))


En la mañana del 13 de mayo, Samuel y Ricardo comenzaron a explorar la parte de ribera que ocupaban. Era una especie de lengua de tierra firme, en el centro de un vasto pantano. Alrededor de aquel trozo de terreno y en todo lo que alcanzaba la vista crecían cañaverales, tan altos como árboles europeos.


Lo único que os pido es un poco de paciencia porque quizá preguntéis o pongáis pistas y me estéis esperando para confirmarlas, y tardaré algo más de lo deseable. Pero intentaré estar pendiente y contestar lo antes posible (teniendo en cuenta que por las mañanas me es completamente imposible meterme en el blog). El que lo acierte, o al menos su autor, como hice yo, tiene el derecho a seguir el juego en su blog. ¡Animaos a participar!

En fin, creo que está fácil. Como primera pista, su autor ya no vive.

martes, 17 de junio de 2008





Nadie me dijo que amar era tan difícil.
Al principio creí que todo era cuestión de calma,
de sonrisas tontas y miradas estudiadas,
de encuentros fortuitos y frases calladas.
Pronto me di cuenta de que no,
de que no era así.
De que las cosas son mucho más complicadas
de lo que primero creemos.
Que lo que pareció una sonrisa,
era una mueca a otra.
Que esa galante poesía
no era para mi persona.
Que esa caricia leve
lo fue sin querer haber nacido.
Nadie me dijo que amar era tan difícil.
Nadie, nadie, amor, me lo dijo.

lunes, 16 de junio de 2008

Programa doble




Con todo mi cariño y admiración a dos personas que aman el cine tanto como yo. Para el Dr. Krapp y Fermín Gámez.






No se supo guapa hasta que se miró al espejo. La imagen le devolvió una cascada de belleza y juventud que había creído perdida hasta entonces. O quizá es que nunca se había molestado en buscarla. El caso es que se sintió satisfecha de lo que vio, se dio un nuevo repaso con el pintalabios y decidió salir a la calle, dispuesta a regalarse un rato de felicidad.

Siempre le había encantado ir al cine. Coleccionaba programas antiguos, de cuando salía con una pandilla de amigas, todas cogidas del brazo, vistiendo largas faldas de capa a media pantorrilla y zapatos con una plataforma que les hacía parecer mayor. Las dos más jóvenes del grupo aún lucían unos inmaculados calcetines blancos, y sus zapatos planos de merceditas evidenciaban que aún les quedaba un trecho por recorrer hasta hacerse mujeres. Entre confidencias y risas, el grupo de siete marchaba calle abajo, componiendo una estampa fresca y divertida, todo lo fresca y divertida que se podía ser en esa época y en tales circunstancias. A dos de ellas les habían matado a sus hermanos en la guerra, y la mayoría estaba algo escuálida por las carencias en la alimentación. Pero aún así lograban reunir unas pesetillas para ir al cine. Era un maravilloso logro que conseguían una vez al mes, cuando ya tenían el dinero preciso y cuando los astros se confabulaban para que la película que proyectaban el día elegido estuviese tolerada para las muchachas de su edad.

Algunas abuelas se escandalizaban pero las madres admitían que tenía que existir algo que entretuviera a aquellas jóvenes de alguna manera y lograra difuminar las miserias que habían tenido que soportar a tan tempranas edades. Una de esas madres era la de Carmen, una de las más entregadas a la hora de sumergirse en aquel mundo de fantasía y folletines.

Carmen guardaba con mimo aquellos programas de mano en una cajita de madera que le había tallado su abuelo poco antes de fallecer. Con escrupuloso cuidado, guardaba junto a aquellos papeles impregnados de cine, unos palitos de canela que renovaba en cuanto notaba que se les iba el olor. Además, unas viejas cartas, unas fotografías y un par de retales de tela de los vestidos de unas muñecas, constituían el grueso de los tesoros de aquella caja.

Habían pasado muchos años pero no había decrecido su amor por el cine. Todo se había convertido en un fascinante rito. El vestirse y arreglarse para la ocasión, sin olvidar su agua de colonia y su laca para el pelo, el elegir concienzudamente la película, el paseo hasta la sala de cine, los escaparates donde se paraba mientras hacía el trayecto, la compra furtiva de algún pastel que comía con glotonería… y las caricias mientras él vivió.

Ahora que no le tenía a su lado, la visita al cine se antojaba más obligatoria que nunca. Compartía sus risas y sus lágrimas con actores de nueva hornada, se seguía emocionando con el olor a cine, aunque éste no conservara el encanto de las viejas salas, continuaba molestándose con el ruidoso estrépito de las palomitas estallando en las bocas de aquellos adolescentes de los que podría ser su abuela… Eran tantas sensaciones que todas les habían hecho olvidar el mal rato que pasó la primera vez que acudió sola al cine, a un programa doble, de aquellos que ya no existen. Diluídas sus seis amigas en el recuerdo, sin una pareja que ya emprendió un viaje sin retorno, la soledad era la única compañera a la hora de sacar la entrada. Y lo pasó mal pues las parejas y grupos de amigos no cesaban de mirarla, como si fuera un bicho raro.

Lamentó profundamente el día en que ya no se emitió un programa doble. Lástima. Tendría que abandonar antes de lo deseado aquel salón maravilloso, caja oscura de los tesoros llamada cine, que se había convertido, con el paso de los años, en una hermosa prolongación de sí misma y de su vida.

domingo, 15 de junio de 2008



Encuentras el punto exacto. Sabes dónde acariciarme y cuándo pulsar. La cadencia de mi voz no sólo te envuelve a ti, sino a otros que nos observan. Pienso que es algo impúdico el compartir esta comunión que tenemos tú y yo. Pero también pienso que es ineludible y hermoso a la vez. Tendría sentido que fuera un acto íntimo, pero más lo tiene si otros nos miran, y mientras, disfrutan.

Me sigues acariciando y arrancando de mí notas majestuosas. Mi voz continúa envolviendo el aire y cierras los ojos de puro placer, viéndote arrastrado por ella. No dejas de acariciarme y me gusta... hasta que todo acaba.

Finalmente, mientras me guardas en mi funda, pienso en lo afortunado que soy al tener una dueña de dedos exquisitos. Con ella, soy mejor violonchelo aún.



(Hoy he asistido a un concierto magistral de la Orquesta Barroca de Sevilla, con obras de Haydn y Mozart, y quería dedicar esta entrada a la magnífica violonchelista y componente de dicha orquesta Mercedes Ruiz, a la que merece tanto la pena escuchar como observar mientras ejecuta sus piezas.)

viernes, 13 de junio de 2008





Colecciono razones para quererte:
Tu sonrisa de las mañanas,
que me hace olvidar que es lunes
y que me levante con ganas.
Ese café bien cargado,
con la dosis justa de azúcar:
el resto lo pondrán tus besos
antes de que nos despidamos.
La notita inesperada
que encontré en mi bolso malva,
de promesas renovadas
aunque a mí no me hagan falta.
El baño de espuma tibio
que no te pedí pero ansiaba,
la taza de caldo caliente
si la tormenta arreciaba.
La toalla perfumada
con olor a abuela y casa,
las galletas, en el horno,
y la cama, destapada.
Son mis razones para quererte
y son bien pocas, lo sé...
pero sí, son las mías.
Sólo espero que no te rindas.

Firmado: Tu coleccionista.




miércoles, 11 de junio de 2008





El diez de junio de 2007 mi cajita de cerezas y guindas se abrió a todos vosotros. Gracias a que aceptasteis mi invitación, y porque sé que estáis ahí, he seguido escribiendo, aunque tuve como todos sabéis un bache de inspiración muy grande y estuve un tiempo sin aparecer por aquí.

Ahora parece que las Musas no están peleadas conmigo, y, al menos de momento, parece que habrá guindas para rato. Parece, claro.

Un beso a todos y gracias por acompañarme cada día. Os quiero y, en el fondo, no me hagáis mucho caso. Ya sabéis como puñeteramente soy. (Estoy algo enfadada conmigo misma, perdón por el exabrupto).

B.

Retrato de mis ángeles



Primero fue el ángel de la guarda,
el que daba besos de pupitas en las rodillas,
y el que me libraba de coscorrones y morados.

Luego fue el ángel del arrobo,
el de los versos tontorrones
al niño más guapo de la clase,
y el que hacía que ese pintalabios
me supiera más a fresa que nunca
cuando me lo ponía para que él me viera...
aunque al final nunca se fijase en mí.

Después vino el ángel del amor,
ángel ciego y muy apasionado,
con ademanes de cupido
pero de flechas con el tiempo envenenadas.

Y ahora es el ángel solitario
el que pasa las hojas de mis libros,
el que me dice que estoy guapa
cuando ensayo un peinado,
el que me frota los pies cuando llego,
y el que se viste de musa
y me obliga a escribir aun cuando,
como esta misma noche,
no tengo fuerzas para ello.

lunes, 9 de junio de 2008

Memoria de ti



Especialmente para aquellos que, en el fin de sus vidas, ven marchar a sus parejas sin el don de la memoria, tan apreciada por todos nosotros y por ellos mismos.




En la memoria de mis dedos
guardo, oculta,
la esencia de ti.
Pasearon por tus surcos
hechos al sol y al viento,
recorrieron los caminos
de tu cuerpo,
ágil y fuerte primero,
ajado y corvo después.

En la memoria de mis ojos
escondo un tesoro
que no he de compartir con nadie.
Mi primer hombre desnudo,
tus manos descaradas,
y, al nacer tu hijo,
feliz sonrisa en tu cara.

En la memoria de mi cuerpo
aún quedan las huellas de ti:
un colgante, alguna perla,
y mil arrugas profundas
que no llegaste a vivir.

Marchaste y quedé sola,
para siempre te fuiste
sin la memoria que yo sí tengo,
por eso sirva la mía
para embriagarme en tu recuerdo.

domingo, 8 de junio de 2008

Navegando en ti, mi río





Déjame navegar en tu río,
tu cuerpo fluyendo vigoroso,
y hallar meandros donde refugiarme
como si niña fuera otra vez.
También tengo en él los afluentes,
tus brazos en los que nadar es fácil,
y los troncos de tus piernas
donde yo pueda agarrarme
y no perecer en el intento absurdo
de hundirme para siempre.

Tú no lo permitirías;
no querrías que fuera
como la amada Alfonsina,
cargándome de piedrecitas
los bolsillos de mi abrigo
para dormir junto a las sirenas,
que con peines de corales
y lacitos de medusas
en el fondo del mar
enredaron sus melenas con la suya.

Prefieres que navegue en ti,
y sumergida en tu regazo,
investigue en tus recodos
y salga después a flote
ofreciendo mi rostro empapado.

sábado, 7 de junio de 2008




"Ahora soy dichoso cada hora del día".
(Joseph C. Merrick, El Hombre Elefante, en la última etapa de su vida)



Una de las escenas que más me han impresionado de los nuevos clásicos dentro del cine, es aquella en la que el maravilloso actor británico John Hurt, en su papel como Joseph Merrick, El Hombre Elefante, grita, desesperado: "¡No soy un animal, soy un hombre!"

Confieso que en ese momento unas lágrimas de impotencia corrieron por mi rostro. La película fue estrenada en 1980 y yo la vi poco tiempo después, en plena adolescencia. Me impactaban muchas cosas, y, entre ellas, lo hizo conocer a través de la emotiva película de David Lynch la triste historia de este hombre singular. Una película que recomiendo ver a aquellos que, por la circunstancia que sea, no hayan podido aún degustarla. Además intervienen, junto a John Hurt, tres de mis actores favoritos: Sir Anthony Hopkins, Anne Bancroft y John Gielguld.

Hace escasamente una semana, ha salido a la venta la reedición de "La verdadera historia del Hombre Elefante" (Turner, colección Noema), libro aparecido en 1980 con la autoría de Michael Howell y Peter Ford.

En el Londres del siglo XIX, y cuando era habitual que personas deformes, siameses, y mujeres barbudas se mostraran en barracas de feria (barracas, por su sentido y existencia, más monstruosas que los seres que el público veía), Joseph Merrick, repudiado por todos por su monstruosa fealdad, no vio más salida que pedir que le contrataran en una. Pero empiezo por el principio.

Joseph Carey Merrick nació en 1862. Cuando tenía pocos años de vida, su cuerpecillo empezó a deformarse por, probablemente, una de las más graves enfermedades que pueda padecer una persona, tanto por sus secuelas físicas como por las psicológicas que trae consigo: el síndrome de Proteus, que consiste en el desmesurado crecimiento de determinados huesos del cuerpo, especialmente del cráneo, por una serie de tumores, y de una coloración grisácea en la piel, que a su vez también crece de forma desproporcionada.

Desde muy pequeño, fallecida su madre y vuelto a casar el padre -que no lo quería mucho, según parece-, sufrió el rechazo de su nueva familia y sufría las constantes humillaciones y bromas crueles de su madrastra y hermanastros.

Entró a trabajar en una fábrica de cigarrillos, pero su mano derecha había crecido de forma desmesurada y no podía manejarlos. Así que probó suerte como vendedor ambulante para poder ganarse la vida, pero sólo consiguió que le miraran con repulsión y que nadie le comprara su mercancía.

Desesperado al perder su licencia, decidió escribir a un empresario de la zona para que lo contratara en su feria, donde mostraba a seres deformes a la curiosidad y morbo del público. Naturalmente, una vez que se presentó ante el feriante, éste supo que Merrick supondría grandes beneficios para él y para su freak show.

La gente lo miraba con asco, pero era una humillación que el propio Joseph había consentido para poder sobrevivir, lo cual mueve -a mí, al menos-, a la compasión más absoluta.

Frederick Treves era un catedrático de anatomía del Hospital de Londres que se interesó por El Hombre Elefante y al principio sintió el mismo asco que los demás, llegando a decir de él: "Es el espécimen más desagradable de la humanidad entera". Una somera visión de alguien a quien fue descubriendo poco a poco como un hombre muy bueno, educadísimo y honesto, dotado además de una gran inteligencia. Demostró tener además un gran vocabulario y mucha cultura.

Lo que puso más triste al Dr. Treves fue que Joseph no pudo sonreír jamás, pues los nervios y músculos de la cara que favorecen esa función estaban severamente dañados. Por el contrario, sí podía llorar y -aquí viene algo realmente enternecedor-, Joseph Merrick lo hizo cuando una mujer le dio la mano. Era la primera vez en su vida que alguien le ofrecía su mano con cariño. Y Joseph rompió a llorar, huérfano de afecto, amor, y de caricias.

Merrick siguió ganándose la vida dentro del mundillo de la farándula y las variedades, pero la presión de los grupos que estaban en contra de este tipo de humillaciones públicas de los freak shows, hizo que éstos terminaran. Durante una gira por Europa, la feria hubo de cerrar y Joseph fue abandonado en Bélgica. Con parte del dinero que tenía, pudo comprar un pasaje que le llevara de vuelta a Inglaterra, pero fue duramente abucheado por las multitudes. Justo es esa parte de su vida la que yo recordaba al principio, plasmada fantásticamente en la película de Lynch.

Joseph Merrick, enfrentado de nuevo a las críticas inmisericordes de todos, quiso entrar en un asilo para personas ciegas. Así podría vivir de una manera tranquila ante personas que jamás le juzgarían por su apariencia. Su amigo el dr. Treves, el único que le podía proporcionar un poco de afecto, pidió ayuda económica a través de una reseña en la prensa, y finalmente logró que Merrick consiguiera una habitación en el Hospital de Londres.

Pero, una vez que alcanzó una relativa felicidad, logrando incluso que la Princesa Alexandra de Gales se interesara por su caso, Joseph Carey Merrick falleció en 1890, desnucado por el desmesurado peso de su cabeza deforme.

Tenía tan sólo 27 años. Era aún muy joven, vivió muy poco, pero al menos su corazón pudo llorar de emoción una vez al sentir sobre la suya, deforme, la mano suave de una mujer. Yo creo que esa única vez pudo compensar el hecho de que jamás lograra sonreír.

Termino ya con un hermoso poema, el único que escribió Joseph Merrick. Conmovedor.

Es cierto que mi forma es muy extraña,
pero culparme por ello es culpar a Dios;
si yo pudiese crearme a mí mismo de nuevo
me haría de modo que te gustase a ti.
Si yo fuera tan alto
que pudiese alcanzar el polo
o abarcar el océano con mis brazos,
pediría que se me midiese por mi alma,
porque la verdadera medida del hombre es su mente.

Qué lástima que siendo al parecer una persona tan dulce, educada e inteligente, no consiguiera el afecto y cariño de los demás por su aspecto monstruoso. Joseph debió llorar mucho a solas.

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