viernes, 22 de junio de 2007

La Cuentacuentos




Allí estaba ella, sentada sobre un cojín marroquí de penetrante olor a cuero y labrado con letras diminutas y perfectas formas geométricas. La pelirroja no tendría más de veintitrés años. Pelo rizado, estatura media, complexión delgada. Nada fuera de lo normal. Ni curvas de vértigo ni cuello de alabastro. Pero su sonrisa… Y sus ojos, tan soñadores…


Pablo continuaba absorto, escuchándola en la tetería que solía frecuentar, mientras la muchacha se dedicaba a deleitar los oídos de un puñado de gente. De vez en cuando él se escapaba del hilo de la historia y se dedicaba a contarle las pecas de la nariz. La pelirroja sabía narrar a la perfección su cuento y se detenía en el instante justo, en el momento apropiado, manteniendo un enconado pulso entre las ganas de acabar pronto porque esa noche no se encontraba demasiado bien, y el orgullo de saber que podía atraer a la gente con su voz y su palabra como el flautista atrajo a las ratas.


Una de las veces, se quedó mirando a Pablo y se sintió desnuda, como si el chico estuviera diseccionando uno a uno todos sus gestos, como si no le quisiera dar la bienvenida por ser una nueva cuentacuentos, sustituta del chaval que solía ir por aquellos lares, sino analizándola como el científico a la rana en el laboratorio. Se sintió mal, y le clavó con cierta furia su mirada. Porque aquel chico no la observaba como el resto. Al fin y al cabo estaba acostumbrada a ser el blanco de varios pares de ojos; era su trabajo, le gustaba y lo apreciaba. Pero lo que ya no le hacía tanta gracia es que este idiota la machacara con su mirada absorta, que provocaba que incluso algún escalofrío recorriera su piel pecosa. Estaba cansada y de mal humor, aunque a la hora de lanzar el cuento al aire no se le advirtiera.


Eva terminó de contar su historia y recibió agradecida los aplausos que le brindaron. Poco a poco, el público comenzó a acomodarse unos, a levantarse para irse otros, a darse besos tres o cuatro que estaban, por lo visto, muy enamorados. Pablo se levantó del suelo, donde había estado sentado como un viejo profeta, con las piernas cruzadas, y le espetó:


-Tú te llamas Blanca, estoy seguro.


Eva torció el gesto ante lo que le parecía un truco demasiado viejo y vulgar para ligar. No estaba dispuesta a decirle su nombre, eso lo tenía claro.


-No, no me llamo Blanca y estoy cansada. Tengo ganas de irme ya. ¿Te ha gustado el cuento?


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Le acarició el pelo de color zanahoria con delicadeza, mientras atrapaba uno de sus rizos y se lo acercaba a la nariz, extasiado. La chica olía realmente bien a un perfume indefinido pero que no le recordaba al de ninguna novia anterior, lo cual le gustó mucho. Le cogió las manos y le besó las palmas, galante, volviéndolas del revés para también hacerlo con el dorso de ambas. Hacía un par de meses que no hacía el amor y esta chiquilla delgada y de pelo de fuego le atraía mucho, sobre todo esperando romper esa época de sequía que tanto le disgustaba.


Eva se dejó hacer. Martilleó los oídos de Pablo con un "oye, pero si tú estás muy bien", que denotaba sorpresa, y que le sonó a música, poco acostumbrado el chico a piropos y menos aún en esas circunstancias. La chica comenzó a besarle, primero con toques suaves como si sus labios quisieran atrapar pompas de jabón sin quebrarlas, y ya luego con alevosía, como si temiera que la boca de aquel chico se le fuera a escapar sin decir adiós.


Pablo siguió besándola con delectación, y mientras la tomaba por la cintura, comenzó a bajar por el cuello de la chica. Eva se estremecía con cada besito, con cada pequeña dentellada que, fugazmente, mostraba las señales que atestiguaban la pasión que Pablo sentía en esos momentos. El chico desabrochó despacio la blusa y bajó las mangas, despojando de la camisa a su propietaria. Dos magníficos pechos, algo más grandes de lo que él había calculado, se dejaron ver bajo un sujetador de encaje orlado de florecitas. Pablo pasó el dedo por debajo del tirante izquierdo, luego del derecho, y a la vez que bajaba a ambos por los níveos brazos de la chica, bajó su cabeza para besar lentamente el pecoso escote. Cientos de puntitos de color naranja le saludaban. Diminutas lentejas dispuestas a ser devoradas.


Pablo cogió los pechos de la chica mientras el sujetador se alojaba en la cintura de Eva. Los broches seguían en su sitio, y esta circunstancia provocó que la prenda atenazara el talle de la pecosa pelirroja como una boa aprieta a su presa. Pablo empezó a besar con arrebato los pechos firmes y casi perfectos de la mujer, que, cerrados los ojos, comenzaba a estremecerse. Los pezones rosados se volvieron granito entre los dientes del chico, que, encantando, los lamía como quien chupa un polo de limón. Sostuvo uno de ellos con su índice y su pulgar y los movió un poquito, igual que si manejara el botón del dial de una radio antigua. Sin duda, buscaba la melodía de unos suspiros de placer. Algo que no tardó en encontrar.


Pablo era muy delicado en sus movimientos, y Eva lo agradecía. Le tomó la mano derecha y se la colocó entre sus piernas, que ahora destilaban deseo en forma de una ambrosía transparente. Los dedos fueron hábilmente precisos, y lograron arrancar en poco tiempo otra melodía, en este caso de la garganta de la pelirroja. Eva lo tiró sobre un pequeño sofá moruno que había en la tetería, y le desabrochó el pantalón al chico. Aquel bulto que pugnaba por salir, prometía y no defraudó. Tomó el sexo del chico y empezó a darle besitos chiquitines, hasta que el mismo ritmo de las caderas de Pablo guió a la chica cómo debía lamer y chupar para proporcionar el placer máximo.


Las velas sobre el mostrador terminaron por consumirse, y Eva y Pablo seguían haciendo el amor. Hacía tiempo que la música devino en silencio, y Eva y Pablo continuaban devorándose. La gente -público y empleados- se había marchado, y Eva y Pablo eran los únicos testigos de sus propios actos. El tiempo no quería detenerse y así seguir su curso natural, y Eva y Pablo no estaban conformes con ello. Eva seguía cabalgando cadenciosamente encima de Pablo, jadeando casi sin hacer ruido, apoyadas las palmas de sus manos sobre el torso del chico, clavando sus uñitas pero sin hacer daño alguno. Y Pablo cerraba los ojos de puro placer…


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-Que digo que si te ha gustado el cuento… y que no me llamo Blanca, pesadito…


La argéntea voz de Eva le devolvió a la realidad. La gente continuaba sentada, degustando entre risas pastelitos de miel y bebiendo té a la hierbabuena. Eva le miraba con desgana, tomando su bolso de bandolera y dispuesta a deshacerse cuanto antes de aquel pesado.


-Ciao. Me largo. Pásate otro día por aquí, que tengo más cuentos que contar. Mira… -Eva bajó, avergonzada, sus ojos verdes de traviesa pelirroja-. Siento si he sido borde, es que estoy algo cansada…


-No, no te preocupes. Sí, vendré más veces. Me gusta cómo has narrado el cuento. Y seguro que tienes muchos más por descubrir…


Pablo le dedicó la mejor de sus sonrisas mientras la volvió a imaginar con el sujetador rodeando su cintura blanca, y las lentejas de su escote prestas a ser devoradas por él. Las prefería mil veces a los pastelitos de miel.

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