jueves, 28 de junio de 2007

María



Para mi Dead, porque con este relato me dijo que le devolví el gusto por la lectura. Y me enorgullezco de ello.
Para Daniel, el chico que pone ojos de soñar con libros, porque me inspiré en él para el Daniel de mi historia.



Cada día, al salir del trabajo, María se apostaba detrás del tronco. No de uno cualquiera, no. Siempre detrás del mismo, poderoso y fuerte. Y tenía sus motivos para la rutinaria elección. La anchura del tronco trufado de verdín, y, sobre todo su bendita posición, cercana a aquel banco azul, le permitía pasar tarde a tarde completamente desapercibida.


La recompensa a largos y exasperantes minutos de espera, tomaba los rasgos de un chico joven, moreno, de aire distraído y ojos de soñar con libros. Sobre las seis y cuarto, Julián tomaba asiento en su trono particular, construido de madera sencilla y metal coloreado, pero para él, un valioso reducto para abrazar historias. Todas las tardes, en vez de recrearse en los escotes de las chicas que pasaban, Julián prefería pasear sus ojos por las faldas de la reina Ginevra o por las manos níveas de Marguerite Gautier, entre las de otras muchas heroínas.


María salía a las seis de la fábrica donde, cada día, alimentaba su cartera y aburría su vida con un fastidioso trabajo en cadena. Colocaba cada jornada unos tornillos idénticos en unas piezas también idénticas, en un proceso alienante y aburrido que le amargaba la vida. Su única ilusión, cada tarde, desde que descubriera a aquel chico por vez primera en su trono de fantasía, era esperar, con el corazón alborotado saliéndosele por la boca, que sonara la maldita sirena, anunciadora de algún que otro suspiro aliviado y de apresuradas salidas.


Cada tarde, se escondía detrás del tronco y, simultáneamente, en una sincronización perfecta que a María maravillaba, Julián se le aparecía como el bálsamo reparador que curaba su monotonía diaria. Le gustaba observarlo, intentando imaginar qué sería aquello que captaba el interés desmedido de Julián por sus libros.


Y es que a María no le gustaba leer, y no entendía qué placer escondían aquellas negras sobre blanco, y esas ilustraciones que atrapaban al muchacho. Lo poco que había leído en su vida vino dado por obligaciones escolares, pero en cuanto el destino le obsequió demasiado pronto con un precioso bebé y un malnacido que se desatendió de todo, dejó cuadernos y lápices por biberones y un trabajo gris.


Una tarde de otoño, mientras el cielo amarilleaba empezando a dar coletazos en su claridad para dar paso a la negrura de la noche, María, con su aguzada vista y gracias a su privilegiada atalaya del parque, observó como Julián apuraba las últimas hojas del libro que tenía entre las manos y lo cerró. Una sutil lágrima se le escapaba al chico de uno de sus profundos ojos azules.


María, conmovida, decidió en ese momento que ya era hora de ser mera espectadora de sentimientos y abanderada de la ignorancia. Se prometió que a partir del día siguiente también compartiría momentos con héroes y trasgos, damas y bestias extraordinarias. Había que pasar a la acción y conquistar aquel mundo de redondas y dibujos, por mucho esfuerzo que le costara.


Quizá Daniel nunca supo que sirvió de catapulta a las ansias de María por beberse esas historias, desde aquella esclarecedora tarde de otoño. La muchacha jamás se lo diría.

0 mordiscos a esta cereza:

Template by:
Free Blog Templates