viernes, 31 de agosto de 2007



"No es esencial que los oyentes detecten con precisión todos los procedimientos rítmicos de la música que oyen, como no necesitan detectar todos los acordes de la música clásica. Eso queda para los profesores de armonía y los compositores profesionales. ¡En el momento que reciben una sorpresa, se dan cuenta de que es hermoso, que la música les conmueve, el objetivo se logra!" (Olivier Messiaen, 1908-1992)








Anoche asistí con Laura al último concierto dentro del ciclo que ha organizado en este verano el Casino Gaditano. Bajo el marco de una arquitectura preciosa, de estilo mozárabe, y un público en respetuoso silencio entre movimiento y movimiento, sin toses inoportunas ni aplausos fuera de lugar, asistí a un brillante concierto a dúo de los músicos Arnol W. Collado (piano) y Miguel Domínguez (clarinete).


Desconocía el programa cuando me senté allí, en un patio cubierto por una montera acristalada de colores vivos, que pronto se llenaría, quedando incluso muchas personas de pie. Y es que en Cádiz hay hambre de buenos momentos culturales. Es una lástima que, aun habiendo propuestas, algunas sean bastante mediocres, como la programación para este otoño en el Gran Teatro Falla. Al menos, comparándola con la de otros años, me parece realmente menos brillante.


Decía que no sabía qué programa era el que nos iban a ofrecer estos dos músicos cuando acudí al concierto. Y cuando lo vi, reconozco que desconocía uno de los nombres. Eran obras de Schumann, Saint-Saëns, Pierné, Messiaen y Malcom Arnold. De los cuatro primeros, sobre todo de Schumann, sí que había disfrutado obras, no así del último. Y me sumergí , junto a mi hija -atenta a los músicos, a los instrumentos, a la música, a las partituras en su atril, a todo- en hora y media de un recital francamente bueno y que agradó muchísimo a los allí presentes.


En un momento dado, el clarinetista ofreció el Tercer movimiento para clarinete solo del Cuarteto para el fin de los tiempos. Antes, nos ofreció un esbozo del porqué de esa pieza y cuáles fueron las terribles circunstancias en las que fue escrita. Además, nos adelantó detalles musicales que íbamos a escuchar, para que así lo percibiéramos en toda su intensidad. Sin duda, una valiosa explicación académica. No en vano, Domínguez es profesor del Conservatorio en Sanlúcar la Mayor (Sevilla).


Olivier Messiaen, músico y ornitólogo, la escribió en un campo de concentración, donde conoció a otros músicos (un clarinetista, un chelista y un violinista). Los cuatro, en condiciones nefastas como lógicamente correspondían a un campo de este tipo (los instrumentos deteriorados, especialmente el piano que tocaba Messiaen, de tipo vertical y con falta de algunas teclas, nula calidad en cuanto a acústica, un frío espantoso en ese enero de 1941, etc.), ofrecieron la obra tras un tiempo de ensayo. Y aquella, en medio del horror, de la desesperanza y de la angustia, encantó tanto a prisioneros, como a vigilantes, como a soldados. Por unos minutos, el horror se vistió de música y logró aunar espíritus enfrentados. Anoche en Cádiz, mientras oía la triste pieza, pensé que la fuerza de la música tiene el inmenso poder de, a menudo, arrasar incluso con la desgracia, el miedo, la desdicha. Y en este caso concreto se trató del triunfo de la belleza sobre el horror.

miércoles, 29 de agosto de 2007


Para C. y su sonrisa. (Espero verte pronto...)




La chica se estremeció ante el anuncio de lo que habría de llegar. Rellenita, le gustaba imaginarse, en su soledad, esos dedos curiosos e inquisidores concediendo calidez y dibujando vericuetos en su cuerpo tibio. Le encantó verse abandonada, abierta y desnuda, casi desvalida ante el torbellino de deseo arrobador que habría de arrastrarla, como si fuera un tsunami. Una ola enorme que la envolvería, recorriéndola con su espuma y salitre y dejando, solícita, que se extraviara en ella. La mujer lo agradecería siempre, porque le encantaba estar a merced de las lúbricas situaciones a las que él la llevaba. Él era en sí ese tsunami, aunque ni lo sospechara.

Se veía cautiva de su mano, caminando por el pasillo hacia el dormitorio, medio desnuda, con unas braguitas negras que a duras penas abarcaba aquel trasero redondo, rotundo, pleno de carnes turgentes y embriagadoras. Algo pasada de kilos, la chica de pelo rojo adoraba esos abrazos que intentaban abarcar lo inabarcable: su cuerpo divino de curvas y montes, de carreteras por atravesar y senderos que adivinar.

Le encantaba observarle mientras él, abandonado al deseo y desdeñando la inquietud de ella por su cuerpo excesivo, cerraba los ojos y se sumergía, solícito, entre aquellos muslos de arropía y miel que sostenían una cueva de maravillosa sal. El acíbar de unos besos furtivos se transformaba en dulce ambrosía como por arte de magia. Los tirones de pelo, amagando fiereza, se hacían entonces dulces zalemas. El pretendido desdén dentro del juego en la cama, escondía en realidad tremendo agasajo. Las tornas cambiaban cuando ambos, se tenían, por fin, uno frente al otro. Por fin.

Puerta al cielo


Sólo 22 años, un futuro brillantísimo, un rostro hermoso, creador de un gol calificado de "Puertazo" -entre otras muchísimas filigranas nacidas de sus botas-, y que fue el que clasificó a su equipo para la final de la Copa de la UEFA en 2006, un amor exacerbado por el club que le vio nacer como deportista, una novia-niña que se deshace de pena, un bebé que está por nacer y que nunca le alargará sus bracitos, unos padres destrozados, una afición consternada, unos compañeros que le lloran...

Me ha impresionado mucho la muerte de Antonio J. Puerta, tan joven, tan guapo, tan sonriente, tan solícito con esos niños que le pedían autógrafos, tan buena persona según comentan, tan...

Me ha dado mucha, mucha pena, sinceramente. Descanse en paz.

lunes, 27 de agosto de 2007

Hasta siempre, Emma


Hermana de una de mis actrices favoritas -Terele Pávez- y de la también actriz Elisa Montes, se nos ha ido a los 76 años la gran Emma Penella. Grande por volumen, grande por, según las que la conocían, buena persona, y grande, desde mi modesto punto de vista, por ser excelente actriz, que además recogió, en 1997, la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes.

A mí siempre me había llamado la atención, desde que siendo muy pequeña empecé a amar el cine, aquella actriz que veía en películas españolas en blanco y negro, rellena, -"grande de huesos" como se dice eufemísticamente para designar a alguien sobrado de kilos-, y, sobre todo, con una voz bastante peculiar. Una voz cascada, muy característica, como ha ocurrido y sigue pasando con grandes actores -Pepe Isbert, José Luis López Vázquez, Fernando Fernán Gómez, María Galiana...-. Uno cierra los ojos, escucha esas voces, e inmediatamente las asocia con su actor correspondiente. Pues exactamente igual sucedía con la gran Emma.

De sonrisa franca y ojos grandes, Emma era, antes de engordar, una escultural mujer que demostró lo bien que sabía hacerlo en películas como Cómicos, La busca, y, sobre todo, en El verdugo, una de mis favoritas. Junto a los excelentes Pepe Isbert y Nino Manfredi, formaba un equipo brillante dentro de ese magnífico alegato en contra de la pena capital. No importa las veces que la haya visto, porque, al igual que me pasa con otras películas, no me canso. Y me encanta verla a ella, mientras plancha la ropa a su padre o sueña un futuro mejor junto a su marido y su niño, anhelando un piso nuevo y moderno.

Debo ser de los pocos españoles que jamás ha visto un capítulo de Aquí no hay quien viva -creo que ahora se llama Lo que se avecina-. Sé que Emma salía en ambas series y, si hay algo de lo que me arrepienta de no haberme enganchado a una de ellas, o a las dos, es de no haberla visto en acción, con lo que esta actriz me gusta.

Y hablo naturalmente en presente, porque, aún habiéndonos dejado, Emma y su recuerdo, junto a sus ojos oscuros, su cuerpo grande y su voz cascada, seguirá acompañándonos para siempre, afortunadamente. Descanse en paz.

Luna llena


Luna llena. Hoy hay luna llena. Una luna muy redonda, grande y blanca como un queso, dibujando un haz de plata sobre el mar oscuro y calmo de mi Cádiz.


No me canso de mirar la luna, y menos cuando se refleja su luz en el mar. En estas últimas condiciones siempre ha significado en mi vida un momento hipnótico, donde he encontrado un verdadero remanso de paz, donde he logrado desvincularme del ruido ocasional de coches y motos y me he zambullido en mi silencio interior, haciéndome decenas de preguntas bañándome de luna.


Luna llena, grande, bonita, luna que iluminas hoy mi mar como un enorme queso. Luna maravillosa que tanto me gusta mirarte... Hoy te dedico, luna, esta letra de carnaval del maestro Paco Alba, de su comparsa Los Fígaros (1964).


No es que la luna

tenga luz de plata,

como nos dicen

algunos poetas.

Es que de noche

se baña en las aguas

de nuestra típica y bella Caleta,

y los reflejos de su verde lata

mojan y empapan su gran pandereta.

Y con la luz

que a Cádiz le arrebata,

luego ilumina

el resto del planeta.

Que no nos digan

pues esos rapsodas

que de la luna la plata salió,

porque de plata son

todas las cosas

que mi caracola

tiene alrededor.

Ay...

Póngase usted,

ya la verá,

una noche a contemplar

esos millones de estrellas

que se cuelan en el mar

y comprobará

la claridad y hermosura,

que han venido a desmentir

y que no es literatura,

que es plata pura,

que hasta el sol viene

a morir...

domingo, 26 de agosto de 2007


Acaríciame. Te ofrezco mi pelo, mi cara, mi cuello, mis pechos, mis brazos, mi abdomen, mi vientre, mi sexo, mi espalda, mis piernas. Toda yo soy para ti, para convertirme en un trocito más de tu vida, aunque sólo sea por esos instantes que esta noche significará en toda tu vida; aunque ya nunca más nos volvamos a ver, a encontrar, a tenernos.

Preciso de tus ojos en mis ojos la mirada. Quiero rastrearte, sumergirme en ti, adivinarte y tenerte, poseerte mientras tú lo haces, mientras el calor nos agobia y se derraman dulcemente tus caricias sobre mi piel morena. Necesito que me hables y que calles, que me protejas con tus brazos y me azotes con tus ojos, que esos dedos que inquieren y buscan, encuentren. Te daré calor a cambio de tu fuego, te regalaré vida si me das ternura. Mordisquitos y risas serán la recompensa a tus ansias por explorarme; dulzura y descaro los premios por conseguir.

Mil besos serán tuyos si esta noche consigues hacerme feliz.

viernes, 24 de agosto de 2007

Un año más mayores



Para ti, amigo mío.



Una noche azotada por el levante te ha traído hasta mí. Una agradable cena, una conversación interesante, muchas vivencias por contar y por escuchar...


Siempre, siempre, un placer volver a verte, amigo mío. Me encanta que seamos un año más mayores.

miércoles, 22 de agosto de 2007

No llores, princesa


Naturalmente, para Lorena.



No llores, princesa, sultana de los ojos oscuros, grandes y bonitos. La de la sonrisa enorme que ilumina a todos aquellos que tienen la dicha de rodearte y de tenerte. La que siempre anima, la que nunca se cansa de dar un consejo, la que todo lo ve con ojos de vida, la que tiene un futuro precioso por delante, y miles de momentos deliciosos por compartir.


No llores, mi niña. No llores porque me siento triste al verte así, yo que nunca te vi llorar, yo que siempre me sentí agradecida por ser tu amiga, yo que tantos abrazos me quedan por darte en agradecimiento por estar pendiente de mí.


No llores, mi cielo, mi Lore, mi niña guapa.


No llores. No llores.

martes, 21 de agosto de 2007

Alma en penumbra





Alma dijo hace unos meses: "Hace un par de años un forero de otro lugar me invitó a encontrarnos en un hotel.

Él puso una condición: No encenderíamos más luces que las del minibar al abrirse.



Yo puse otra: Él no me tocaría.



El hotel elegido fue el Real de Santander".







Con el permiso de Alma, naturalmente. Alma de luz frente al alma en penumbra.






- Cuando nos veamos, ¿cómo habré de saludarte? ¿Qué haremos? ¿Me darás un beso, un abrazo, simplemente te quedarás mirándome sin hablar?


- No. Ya lo hemos hablado. Si seguimos las reglas, no vamos a vernos; sólo nos adivinaremos.


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El sol entraba a raudales por la ventana. Alma adoraba el sol y por ello se había asegurado de que la tela de sus nuevas cortinas sería lo suficientemente tupida como para que ningún desconocido escarbara en la intimidad de su dormitorio, y lo bastante ligera como para que los rayos la acariciaran tan pronto fueran saliendo de su escondite, al otro lado del horizonte. La mujer se sentía viva con cada reflejo que rebotaba en cristales y aluminios, con cada sensación de tibieza que le iba llegando más y más nítidamente conforme pasaban los minutos. Aún en la cama, se desperezó bostezando, sin necesidad de tapar la boca por educación, ya que no tenía a su lado ningún espectador, y se quedó por un momento descolocada, sin saber qué día era.


Miró el despertador y sonrió con nerviosismo. Había llegado el día. Su ropa, cuidadosamente escogida, dormía aún sobre el galán de noche. Una ducha caliente, reconfortadora y milagrosa, la esperaba, mientras el café hirviente recién servido esperaba turno para ser bebido por la mujer. Alma sintió el jabón, la espuma, las burbujas, recorriendo descarados su cuerpo, un cuerpo que en un par de horas sería acariciado por unas manos desconocidas, nuevas, también descaradas.


Tragó saliva después de haberse bebido el café. Tenía muchos deseos de quedar, pero, a la vez, el miedo ante ese abismo de lo desconocido le estaba provocando un verdadero quebradero de cabeza. ¿Y si él no le gustaba? ¿Y si físicamente no se atraían? ¿Y si no hacía lo correcto? Pero… ¿qué era en realidad lo correcto? ¿Y por qué habría de hacerlo, en todo caso? ¿Por qué no abandonarse al deseo, a ese deseo creciente día a día que iba minando temores y miedos, que adornaba cada día con sus lazos el paquete del regalo transformado en lujuria y que estaba por venir?


Habría de regalárselo aquel con el que compartía confidencias y secretos, risas y tristezas cada día, cada noche, mediante escogidas palabras y dulces frases, cada vez más íntimas. Aquel con el que, finalmente, desechando miedos y aprehendiendo valentía, decidió quedar en el Hotel Real de Santander.


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- Pero… ¿cómo es eso de que vamos a adivinarnos? A veces me hablas de una forma tan críptica, que no entiendo nada.


- Te repito que ya hemos hablado de las reglas. No encenderemos las luces, todo estará a oscuras y sólo nos iluminará la luz del minibar las veces que haga falta que lo abramos… y tú no dejarás que yo te toque. Aunque esto, sinceramente, me va a ser difícil hacerlo.


- De acuerdo. Sí, no nos veremos; mejor... nos adivinaremos.


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Alma esperaba, a oscuras, en la habitación del Hotel Real. Una bellísima construcción de 1917 que había acogido suspiros de amantes y miradas arrebatadoras entre participantes de encuentros de trabajo y viajeros que se habían enamorado de la ciudad.


La mujer echó de menos, de repente, dentro de su nerviosismo, la claridad extrema de su habitación, sus visillos nuevos que dejaban pasar más luz de la que otra persona quizá permitiría. Renegar de esa luz en estas circunstancias tenía su por qué, ya que así lo habían decidido ambos jugadores, pero ello no evitó que la echara de menos. Cerró los ojos, a pesar de lo innecesario de la acción, puesto que no se veía nada. Era de día y fuera la vida no se había detenido: los coches inundaban las calles, las tiendas bullían de gente y los paseos y parques, de viejecitos sentados al sol. Dentro, oscuridad: no precisaba realizar aquel gesto. Pero Alma necesitó por unos instantes de ese repliegue interior. Al cerrar los ojos, se zambullía en sí misma, en lo que estaba a punto de hacer y, sobre todo, en la incertidumbre de lo que se aproximaba por momentos. Su pecho comenzó a latir deprisa y, recordando unas frases subidas de tono que a él le gustaba repetirle cada noche, sintió el deseo arder entre sus muslos. Se desabrochó un botón de la blusa. Le estaba entrando mucho calor. Eso y el nerviosismo, hizo que imperceptibles gotitas perlaran su frente. No podía permitir que él la viera así. Con un pañuelo de papel se las secó cuando cayó en la cuenta de la tontería que acababa de venirle a la cabeza. Como si él pudiera ver esas gotas. Él no vería nada. Nada. Ni ese sudor limpio, ni esos ojos expectantes, ni esas manos temblando ante el abismo, ni ese pecho latiendo desaforado.


Alma notó como la puerta se abría lentamente. La había dejado encajada a la hora convenida, para que el dador de regalo convertido en lujuria no tuviera el más mínimo obstáculo a la hora de entrar, para que ella no tuviera que abrirle con la luz encendida y así romper las reglas ya dispuestas.


Advirtió como entraba un desconocido del que conocía mucho más que bastante más gente que él tenía a su alrededor. Un desconocido al cual nunca había olido pero al que estaba dispuesto a mimar, besar, lamer y acariciar como si fuera lo último que hiciera en su vida.


- Eres tú, ¿verdad? Estoy nerviosa. Tenía muchas ganas de conocerte.


- Sí, soy yo. Yo también lo estoy, no te creas. ¿Estás sentada en la cama? Voy a tientas, espero no tropezar…


Las palabras salían de ambas bocas con la torpeza de un virgen ante una ramera y con la excitación de un naúfrago ante la vista de un barco salvador.


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- Te esperaré sentada en la cama. Habré bajado las persianas, corrido las cortinas, dejaré la puerta entreabierta para que puedas pasar. Sólo tienes que entrar, sin pedir permiso.


- Cuando ya pueda tocarte, será entonces cuando te lo pida, no te preocupes.


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Alma sintió el sonido de una silla arrastrándose y colocándose frente a ella, sentada al borde de la cama. Todo estaba oscuro, pero acechaba un horizonte de deseo y lujuria capaz de eclipsar la luz del sol que tanto amaba la mujer.


El hombre estaba tan cerca que percibía su respiración. Le llegó un agradabilísimo olor. Un perfume masculino preñado de salvia, nerolí, madera de cedro y bergamota, entre otras esencias. A Alma le entraron ganas de comerse a bocados aquella mandarina que intuía dentro de la sinfonía de olores de ese embriagador perfume, pero decidió seguir explorando en la oscuridad. Sus sentidos estaban más agudizados por la insólita negrura a pleno día, cortinas echadas y persianas bajadas. Oía la respiración del hombre, desacompasada probablemente por los nervios de la espera y del deseo envolvente.


Sus manos, largas, cuidadas y finas, desabrochaban lentamente la botonadura de la camisa masculina. Habían hablado de condiciones: él no podría tocarla a ella, pero sí al revés. Comenzó a hacerse dueña de la situación, y tras los dedos apartando ambos flancos de la camisa, siguieron unas manos llenas de premura, acariciando pecho y vellos y rozando pezones de hombre, que se engrosaban a la vez que se destacaban más y más de entre ese adorable monte de vello tibio.


- Espera un segundo, Alma. Espera.


Alma advirtió como su acompañante desconocido hasta hace unos minutos pero que ya empezaba a hacérsele familiar, se levantaba y buscaba a tientas el minibar. Una lucecita de poca potencia pero cegadora en esas inhabituales circunstancias, le bautizó los ojos y logró que, de una vez, pudieran verse. La sorpresa inicial dio paso a la alegría en pocos segundos. El hombre se volvió a sentar.


Hacía un rato que Alma había hundido su cara en el pecho del hombre, envolviéndose de ese olor que la empapaba y arrebataba, y lamía cuello, hombros, torso y abdomen, incluido ombligo, sin ningún orden ni concierto. Sus manos, descaradas y juguetonas, pugnaban por meterse entre la ropa interior del chico y un pubis caliente y vivo. Alma se arrodilló, continuando él sentado en la silla, y tomando el sexo del hombre con su mano, se lo introdujo en la boca para seguir dándole vida. Él estaba loco por poder tocarla, acariciar ese pelo sedoso mientras ella le comía con delectación, tocar su cabeza para cerciorarse, entre tanta negrura, de que Alma existía, de que Alma no era sólo un alma en penumbra.


No pudo más. Le pidió permiso, como un niño pequeño que desea ese pastel de fresa antes del almuerzo e intuye que se lo negarán; permiso para tocarla, permiso para adivinarla con sus dedos, permiso para explorar su orografía de montes escarpados y ríos deliciosos y salinos entre muslos de azúcar. Permiso para poseer un alma encarnada en el cuerpo de una mujer que poco antes era una desconocida y que ahora se había convertido en una cómplice de deseos y suspiros.


Alma, deliciosa alma de cuerpo en penumbra, iluminados ambos amantes con la luz mortecina del mueble bar, naturalmente, se lo concedió. El juego de las reglas, afortunadamente para los dos, había concluido. Pero las luces continuaron apagadas, alimentando ese juego cómplice que había comenzado en la oscuridad y debía concluir indefectiblemente con la tenue luz del minibar iluminando sus cuerpos sudorosos.

lunes, 20 de agosto de 2007

Olor de hermana mayor



Dos hermanas de 97 y 111 años de edad se reúnen tras más de seis décadas sin verse (El País digital, 19-08-2007)





Almería, 1939. La guerra civil acababa de terminar y las circunstancias de la vida habían hecho que Pepa, la mayor, de mirada limpia y clara, y Antonia, la menor aunque de mayor envergadura, y mirada transparente y prístina, se separaran. La guerra había traído, aparte de muertos y destrucción, este tipo de sinsabores: familias fragmentadas, maquis en los montes, niños que iban a un país grande y frío mientras sus padres ocultaban el rostro bañado en lágrimas, hombres y mujeres exiliados, cientos de presos soportando torturas, cárceles y fusilamientos sólo por defender su ideología.

Ahora, en 1939, esta familia, como tantas otras en España, se desmembraba de mala manera y se veía abocada a vivir con la sombra del recuerdo de Pepa, a la que creían muerta. Años y años y más años con Pepa en la memoria. Ella no estaba, pero no olvidarían jamás su mirada limpia y clara.

Antonia la echaba de menos. No en vano había desaparecido su referente, su punto de apoyo, la hermana que le remendaba las faldas y zurcía calcetines, la hermana que ayudaba a la madre a limpiar lentejas de piedras y bichos -eso si había lentejas, claro-, o la hermana que le lavaba el pelo, mientras el agua caliente con espuma chorreaba de su cabeza al barreño de cinc. Estaba segura de que jamás iba a acostumbrarse a su ausencia, como sabía que nunca olvidaría aquel olor, ese olor de hermana mayor que era un olor especial, único, que nunca había advertido en nadie, ni tan siquiera en su madre, porque las madres tienen un olor tan característico e inconfundible que es único y perfecto en cada una de ellas. El olor de su Pepa era otro, era... fragancia de lavanda y damajuana, de jabón verde escamondando la ropa en la pileta, de patatas cocidas impregnándose en la piel, de unas gotitas de "Joya" de Myrurgia los domingos y días de guardar. Era, en definitiva, olor de hermana mayor.

Años y años sin verse, sin saber la una de la otra, sin rozarse la piel ni contarse secretos, sin acudir a sus bodas respectivas, sin poder revelarse el dulce anuncio de un primer y mutuo embarazo, sin confidencias que sólo las hermanas se hacen. Fueron años de pérdidas, de ausencias, de esbozos de caricias y abrazos que nunca se dieron y siempre debieron regalarse. Años y años que de alguna forma u otra, si Pepa hubiera estado viva, se hubieran aprovechado y vivido en toda su plenitud. Si Pepa viviera...

En agosto de 2007, la familia de la abuela Antonia, de 97 años, se quedó literalmente de piedra cuando supo de la existencia de la abuela Pepa, de 111 años, que no había fallecido como ellos creían y era noticia en la prensa local por su avanzada edad. Se diría que ambas mujeres habían resistido todos los envites de la vida hasta llegar a esos años inauditos sólo con el fin de poder encontrarse, aun a sabiendas de que Pepa estaba muerta. Porque de ello estaban convencidos.

El encuentro de ambas acaba de producirse. Con indisimulado orgullo, rodeadas de hijos, nietos, bisnietos y tataranietos, han hablado sobre todo de éstos, de sus dos enormes familias que han facilitado esta unión mágica, esta comunión de pieles arrugadas, caras ajadas y cuerpos gastados, pero almas llenas de alegría porque no hay nada más bonito que el olor de una hermana mayor. Y si no, que se lo pregunten a la abuela Antonia.



domingo, 19 de agosto de 2007

Esperando



Me quedé ahí, quieta, esperando, vestida con mi insultantemente sutil desnudez y el paño blanco de tus lágrimas de hombre, aquellas que nunca quisiste mostrarme, pero que aprendí a escudriñar en tus ojos azules, inmensos, tristes.

Esta noche, en mi cama, navegaré en el mar de tus ojos.

sábado, 18 de agosto de 2007




De rojo sangre, de rojo se tiñó el cielo -y el suelo- de Cádiz hoy día 18 de agosto hace justamente 60 años. Sesenta años desde que sobrevino el horror, desde que unas malditas minas almacenadas en un polvorín militar explotaron y arrasaron con gran parte de Cádiz. Los magníficos brazos de piedra ostionera de las Puertas de Tierra frenaron la onda expansiva e impidieron que el daño fuera mucho mayor, ya que no llegó al casco antiguo.

Las cifras hablan de unos 150 muertos oficiales, pero las gentes de Cádiz, aquellos que sacaban cadáveres y más cadáveres de carros teñidos de rojo sangre, aquellos que veían cuerpos y más cuerpos mutilados adocenados en el cementerio de San José, aquellos que, sin tiempo para sentir asco, veían brazos y piernas, despojos teñidos también de rojo sangre entre hierros y cascotes, aseguran que los muertos fueron muchísimos más. La censura de la época obligó a callar y recortó fatales cifras de fallecidos, entre ellos, numerosos chiquillos, bebés y niños muy pequeños de la Casa Cuna, que voló. Las monjas que fallecieron en la explosión tomaron de la manita a aquellas criaturas que vieron cercenadas sus vidas prácticamente cuando empezaban a arrancar y fueron juntos quién sabe dónde, quizás al cielo.

Tuvieron que pasar cincuenta años para que las autoridades dieran su aplauso y encumbraran la magnífica labor del Capitán de Corbeta Pery Junquera, que, junto a un puñado de valientes marineros, evitó una segunda explosión que, esta sí, hubiera arrasado con Cádiz entero. En los años precedentes, el silencio. No convenía mover el asunto, había que pasar de puntillas.

Acabo de venir del concierto homenaje que se les ha rendido a las víctimas de esta explosión. La explosión de la base de defensas submarinas del 18 de agosto de 1947, que, incomprensiblemente, estaba dentro del núcleo urbano. La explosión, a secas, para los gaditanos. No necesita más apellidos, ni más epítetos. La explosión que tiñó de rojo sangre el cielo de Cádiz -el resplandor se vio en Huelva- y el suelo de mi ciudad, con cientos de cadáveres de personas inocentes que se disponían a vivir una noche más de agosto, pero no lo lograron.

Quizá por ello, porque acabo de venir de este magnífico concierto de Turina y Mozart, esta entrada no quedará registrada, como pretendía, el día 18, sino ya el 19. Qué más da, no lo sé. Seguro que a esas personas mayores de 60 años que han asistido, emocionadas, como yo, a este evento, y que vivieron aquellos momentos de pánico, les da igual que esa explosión hubiera tenido lugar un día un otro. Lo importante es que fue un hecho horroroso que logró herir en lo más hondo a una ciudad pequeñita, coqueta, y que aquella aciaga noche se tiñó de rojo sangre.

Si fue fatalidad, como expuso la versión oficial, o sabotaje, como muchos gaditanos piensan, eso quedará para siempre en el aire...

viernes, 17 de agosto de 2007

Qué lástima


Para J. Me encantó oír hoy tu voz y saber de ti, lo sabes...



Sí, qué lástima que hoy es tu cumpleaños y no tengo a mano aquel relato que te escribí, regado de lujuria, nata y yema; uno más de aquellos relatos que te dediqué hace seis años, al poco tiempo de la ruptura con él. Fuiste mi tabla, mi salvación, mi alegría y ahora eres algo mucho más valioso: mi amigo que sigue ahí, con el paso de los años. El amigo que sé que seguirá siéndolo.


Qué lástima que he podido colgar el relato de las perlas, el del chocolate, el de la ducha -y tantos otros que te escribí y que aún quedan por mostrar-, y no pueda ponerte hoy 17, que es tu día, aquel "Regalito de cumpleaños", tan incorrecto políticamente -no es muy habitual rasurar el sexo a tu amante y bañarlo en tarta de nata y yema para luego devorarlo-, aquel que tanto te gustó y te pareció el regalo perfecto, aquel que escribí un 17 de agosto de hace hoy seis años, cuando las ganas de tenerte y el ansia de que me poseyeras alimentaban con avaricia mi imaginación y hacían que salieran de mis dedos cuentos de niña traviesa. Qué bueno el deseo que hace que la inspiración no deje de crecer...


Feliz cumpleaños, mi querido J.



miércoles, 15 de agosto de 2007



Para el único doctor que hace que me resulten agradables las visitas al médico: mi admirado y cinéfilo Dr. Krapp.





Una sola palabra bastó para detener su mano. Ésta se disponía, como una curiosa entrometida, a intentar arrancar los mismos suspiros que la mano de ella se autoprovocaba en su cuerpo de mujer.

Una sola palabra de ella hizo que él se detuviera. Su mano quedó en el aire, inmóvil, pobre apéndice que de haber tenido color como color tenían las mejillas de la mujer, se hubiera tornado cerúlea. Las venas habrían simulado frescos riachuelos, las palmas, áridos llanos nevados. La cálida piel se hubiese transformado en frígido mapa, y su ya inexistente calor no hubiera podido llegar a donde pretendía. Pero nada de eso pasó. La mano sólo se quedó inmóvil, a la espera de que su dueño la devolviera junto a sus muslos, en reposo, o se convirtiera en torbellino lujurioso, capaz de arrancar los más exacerbados gemidos al pulsar la cuerda apropiada. La mano esperaba, en fin, órdenes.

- Párate. No sigas –añadió tras un segundo de interminable silencio.

Una sonrisa maliciosa acompañaba estas palabras. La mujer amagaba el gesto sin enseñar sus dientes, dotados de tal perfección que un bocado con ellos se asemejaría más al dulce mordisqueo de un lactante clavando sus primeros dientes en el pezón, que a un doloroso recuerdo, quizá fruto de una apasionada batalla campal en la cama.

La mujer prefería observar esa mano, ese dorso salpicado de pequeños vellos, esas uñas inmaculadamente limpias y cortas, esos dedos que tantos placeres había procurado en otros tantos cuerpos femeninos, esa palma grande que se ofrecía poderosa sin saber aún qué iba a abarcar en los próximos minutos.

La mujer eligió acercarse, curiosa, a esa mano que se le ofrecía y degustar lentamente, con una lengua parecida a un látigo de dominatrix, el sabor salado y varonil que tanto conocía. Chupó dedos, besó yemas, mordisqueó cantos de las palmas, lamió sin medida. Su lengua dibujaba senderos de saliva caliente, sus labios acogían los dedos que se introducían, traviesos, en la boca. Uno, dos, tres… simulando ser el sexo de aquel que estaba siendo protagonista de tamaño sacrificio. Una diosa devoraba su mano. ¡Qué no haría con su sexo! Estando en este pensamiento, el hombre, ese hombre dueño de una mano libidinosa que en ese momento era el juguete de ambos amantes, soltó un profundo suspiro y se estremeció.

Mi querido amante


Mi querido amante:

Te escribo esta carta un par de minutos después de haber pensado en ti. Cuando digo esto, no me refiero a un pensamiento casto, desprovisto del deseo que a cada momento me acompaña cuando imagino tu nombre. Pienso en el desbocamiento más salvaje, en el hondo trepanar de la herida, en el dolor punzante de tenerte lejos y saber que jamás degustaré aquellos platos que me prometiste, tomados de tu boca, bebidos de tu piel, deseados hasta las simas más inquebrantables, aquellas que por lejanas nunca llegué a recorrer. Me refiero al orgasmo que jamás compartirás conmigo.

Mi querido amante, aquel que fuiste querido sin llegar a ser acariciado, lamido, besado, pero igualmente querido.

Mi querido, querido amante. Mi amante querido.

Mi despreciado amante.

martes, 14 de agosto de 2007

Enredada


Es muy tarde, y, enredada en mil deseos, mil ilusiones que nunca llegan, sólo les deseo buenas noches.

Sólo eso, ya ven.

Lo hago con estas palabras enredadas. Ni siquiera llegan a la categoría de poesía, pero fue lo que salió en su momento, enredada como estaba en pelearme con los demonios internos que no me dejaban que escribiera.



Enredada en los suspiros
que salen de tus labios,
como el pelo mojado que azota mi rostro;
enredada en tus caricias
que salen de mil dedos,
tus dedos amantes, que acogen,
que tocan, que palpan.

Enredada en tu silencio,
no hay palabras cuando amas,
no hay palabras cuando acoges.


Enredada... no hay palabras.

lunes, 13 de agosto de 2007

Podría...




Pasan cuatro minutos de las tres y media de la tarde. Hace 35 minutos que me has llamado, y aún estoy recordando tu voz. Me recuerda a la de un viejo amigo del cual te contaré la historia algún día, cuando estemos aburridos, cosa que, por otra parte, dudo.


Estaba a punto de desnudarme para darme una ducha, cuando he sentido la tremenda necesidad de mandarte un último correo. Bueno, al fin y al cabo, quizá no sea éste el último de hoy; probablemente, y si las circunstancias son favorables, te mande unas palabras antes de hablar esta noche contigo.


Podría contarte cómo me quitaré con parsimonia la ropa, lentamente, como un amante inexperto,con manos temblorosas, retiraría cada prenda del cuerpo del objeto de su pasión. Podría describirte exactamente el momento de levantar primero una pierna, luego la otra, para introducirlas en la bañera, a la espera de caer el agua sobre mi piel morena. Podría hacer que fueras tú el que me enjabonara el pelo con un suave champú, y formar mucha espuma mientras me masajeas con delicadeza el cuero cabelludo. Podría decirte cómo me enjabonaría de forma teatral con el gel de baño de aceite de almendras que uso siempre. Sí, de forma teatral con el perverso fin de excitarte, dedicándome así tus miradas lascivas en silencio.


Podría hacer también que fueras tú -¡otra vez tú!-, quien, situado detrás de mí y con mis manos debajo de las tuyas, me enjabonaras masajeando cada trocito de piel, mis pechos enormes, mis brazos dorados por el sol y la playa de Cádiz, mi vello rizado, mis piernas largas, largas y tan suaves como las de una ninfa adolescente... aunque sin su lozanía, pero eso sé que no te importa.


Podría contarte cómo me enjuago, con un agua tibia no excesivamente caliente, y cómo veo a mis pies los remolinos de agua, jabón y champú que tristemente abandonan mi cuerpo. Podría hacer de nuevo que fueras tú, como un criado fiel, el que me secara con dulzura y servidumbre, esperando quizá tu recompensa en forma de mis labios gruesos y entreabiertos, pero sin ofrecértelos del todo, tan sólo con el propósito de hacerte sufrir un poquito más.


Podría hacer todo eso... pero simplemente te aviso que voy a ducharme.

domingo, 12 de agosto de 2007

Mucho daño


Le hicieron mucho daño. A ella le hicieron mucho daño, sí. Era vulnerable, frágil, sensible. Le hería emocionalmente un aria de ópera, por su extraordinaria belleza. No soportaba el llanto de un niño, por su crueldad, ni tan siquiera su risa, porque le podía estallar el corazón de tanto gozo, porque imaginaba a sus propios hijos riéndose y tanto amor le dolía. Sangraba su alma cuando sabía de una injusticia, cuando aplastaban al más débil, cuando atacaban al otro por ser diferente. Apretaba los puños porque no se atrevía a gritar y se tragaba miles de lágrimas, hasta que su cuerpo se inundaba de agua y sal y le salían por los lacrimales y recorrían sus mejillas. Todo su cuerpo inundado de pena no podía más.

Alguien se atrevió a hacerle mucho daño. También –y precisamente por eso- a sembrarle un camino de ilusiones, una vereda de ternura, a construirle una torre de sueños donde ella esperaría, como Rapunzel, a que llegara y le ayudara a descender de esa torre de ensoñaciones para trasladarla a otra de las realidades aliñada de un poquito de amor. Porque ya se sabe que el día a día es duro, sí, pero si se adoba con cariño, pasión y besos, sabe mucho mejor.

Le mintieron y le hicieron mucho daño. Se burlaron de ella y le hicieron mucho daño, aunque ella no lo supo hasta bastante tiempo después. La protegieron con brazos fuertes, poderosos. La hicieron partícipe de mil y una historias cotidianas, de deseos, de sueños, de proyectos, de viajes por llegar. La amaron aun en la distancia, la cortejaron con dulces palabras que ella jamás había tenido el placer de degustarlas antes, la coronaron con epítetos maravillosos que la hicieron reina por un día, y por dos, y por tres, y por una semana, y por cinco, y por un mes, y por cuatro, y por siete… Los días pasaban y, a medida que la mentira crecía y crecía, más daño le estaban haciendo. Y ella seguía en su torre, vislumbrando un futuro lleno de amor y de ilusión. Como Rapunzel.

La otra tarde vi que habían crecido unas hierbecitas entre las rendijas del empedrado debajo de un árbol. Habían caído algunas semillas entre aquellas rajitas y, gracias a la acción de la lluvia, tímidamente aparecían unos tallitos que querían crecer, a pesar de las circunstancias adversas. Igualmente, también frente a las circunstancias adversas, creció aquella mentira inmensa que englobó tantos embustes juntos y que le provocaron tanto daño. Tanto que, a fecha de hoy, aun cuando ya todo pasó hace un tiempo, de vez en cuando, al escuchar alguna canción de jazz, ella se pone triste y piensa en cómo puede ser posible que alguien, conscientemente, sea capaz de hacer tanto daño. Mucho daño, sí.

sábado, 11 de agosto de 2007

Cuarenta grados



Con indolencia, entreabres los ojos. !Qué calor sientes! Coño, si son cuarenta grados. Cuarenta malditos grados. ¿No va a hacer calor? No sabes ni siquiera cómo has podido dormir. El sofocante calor se pegaba anoche a tu cuerpo como el áspid en el brazo de Cleopatra, ávida de sangre y muerte. Sudabas, dabas una vuelta, sudabas, otra vuelta más. ¿Cuándo narices va a venir el tío del aire acondicionado? ¡¡Mierda!! Pero de la mala noche apenas queda un vago recuerdo. Ha sido el postre amargo de unos momentos mágicos, sublimes, ardientes y más cálidos aún que ese calor que subía implacable desde el alquitrán de la calle.


Te incorporas un poco en la cama.


Me observas. Duermo a tu lado, inocente, no consciente de tu mirada dulce.


Te gusta mirarme mientras duermo. Es uno de esos pequeños grandes placeres de la vida de los que jamás te querrías desprender. Miras con curiosidad, como el niño al regalo envuelto en mil colores, como el gato al perro cuando ambos están a punto de enfrentarse. Te paras en mi perfil, en mis labios gruesos y entreabiertos que ultrajaste hace unas horas pero no te importó; ya vendrán más sacudidas en mi boca, y tú encantado. Y yo, más encantada aún. Mi nariz respira con cierta dificultad por el calor; te gusta oír esa respiración desacompasada porque sabes que estoy ahí. Un mechón de cabello pugna por pegarse a mi frente sudada. Mis ojos avellana no puedes verlos; ya te bastó anoche, cuando, suplicantes, te pedían que su dueña quería más y más, y satisfecha, sabía que estabas ahí para dárselo. Pagarías porque durmiera con los ojos abiertos, para así no perder de vista mis iris marrones. Sí, es una locura. Pero es una dulce locura.


Recorres mi cuello con tus ojos. Un largo cuello que besaste anoche, desesperado, dando toquecitos golfos con la punta de tu lengua mientras, tú también golfo, me penetrabas y abrazado a mi espalda me decías lo bonita que era. Uno, dos, tres leves mordisquitos, un estremecimiento mío y vuelta a empezar. Uno, dos, tres...


Te gustó besar mi escote. Y más te gustó lo que lo orlaba. Mi pecho grande, grávido, con esos pezones que te encantó besar y martirizar a pequeños bocaditos, a suaves chupetones, a desesperados lametones. Son mis pechos tan grandes que los subías y me metías mis propios pezones en la boca; aturdido y alucinado gozabas viendo como me daba placer a mí misma, y te unías a la comilona, mezclando tu lengua con la mía. Mientras hacías esto, subías la mirada y ésta se chocaba con mis ojos, que te observaban inmisericordes, traviesos, desafiantes, gozosos, divertidos. Amasabas mis pechos con la delicadeza con la que el panadero lo hace en la artesa, confiado en que el dulce masaje enervaría mis sentidos y haría que te pidiera más aún. Como así fue.


Miras ahora mi ombligo. Te acercas y lo observas sonriendo. Recuerdas algo que hiciste con él, no sé ahora qué, y vuelves tu mirada hacia abajo. El tremendo calor impide que una virginal sábana cubra aquello que tanto te gusta acariciar, chupar, lamer, adorar. Sonríes y acercas suavemente tus dedos, intentando coger un pequeño rizo inexistente. Mi escaso monte no da para más. Me retuerzo dormida, trastabillando en la cama y medio dándome la vuelta. No quieres que me despierte, así que retiras tu mano.


Continúas observándome con una sonrisa. Besaste con adoración esas piernas, esas rodillas, lamiste esos pies, esos deditos, esos talones que luego te rasparían las pantorrillas, los muslos, arriba y abajo, como un ascensor ardiente, mientras me penetrabas y me seguías diciendo lo bonita que era. Subieron a tu cintura, rodeándote como el áspid de Cleopatra, pero ahí ya no pudiste decir nada más. Quedaste en un sordo silencio y sólo me mirabas. Y suspirabas mientras, de soslayo escudriñabas el termómetro de pared. Cuarenta grados.


Por casualidad, he aterrizado esta noche en uno de tantos miles de blogs que actualmente pululan por el ciberespacio. Se trata de un blog muy personal, intimista, y, como es habitual en ese tipo de bitácoras, es un espacio aderezado de fotos en blanco y negro, con desnudos en su mayoría, textos poéticos y rezumando mucha sensibilidad. Teresa es su autora. Y el blog, que se llama Todo lo que pasa por mi mente, habla de paisajes, del amor, del desamor, de alegrías, de tristezas... Delicioso como otros muchos. Pero si me he quedado más rato enganchado a él ha sido, entre otras cosas, por la preciosa canción que suena una vez que te metes en la página. Ignoro quién es la cantante, no sé cómo se llama esa canción lenta y delicada que estoy oyendo una y otra vez. Qué lástima de esa canción perdida porque no viene el título por ninguna parte, tan sólo el reproductor -aunque le he escrito a Teresa preguntándoselo...-. Y mi ánimo, que no está nada bien, pero lo que se dice nada de nada, me obliga a escucharla una y mil veces.

Y es que... ya sabemos lo masoquistas que somos los humanos: si tenemos una llaga en la boca, nos da por darnos con la punta de la lengua una y mil veces, aunque nos duela, aunque sepamos que así no la curaremos. Pues igual nos pasa con las heridas del alma y las canciones tristes como ésta. Cuanto más melancólicos estamos, más nos apetece encerrarnos en nosotros mismos y refugiarnos en una canción triste y que sea gemela de nuestro estado de ánimo. ¿No les pasa a ustedes? Porque a mí, sí.

Una cosa saco en conclusión de todo esto: soy una incorregible con poquitas ganas de enderezarme. Pareciera que disfrutara cargando mi mochila de piedras y más piedras... Muchas veces no me entiendo.

martes, 7 de agosto de 2007

La sombra del viento


Me lo prestaron hace unos meses, y, contrariamente a mi norma no escrita pero siempre cumplida de devolver enseguida aquello que me prestan -particularmente si se trata de libro, disco o dvd-, el libro, que empezó a ser devorado los primeros días, terminó dormitando en uno de los estantes del mueble del salón, por otro lado, abarrotado de libros. Cualquier día los estantes vuelven a ceder, como ya hicieron hace unos tres años en el lateral izquierdo del mueble, y otra vez los libros caerán, como aquella vez, igual que unas fichas de dominó, pero mucho más pesadas.


Hablo de La sombra del viento, de Carlos Ruiz Zafón.


Me lo recomendaron vivamente, y con ese mismo ánimo me lo prestaron. "¿No lo has leído todavía? Es una delicia, es un libro precioso, vaya novela"... Y con esos antecedentes, y con unas ganas increíbles por desentrañar las mil y una historias que prometía me decidí a zambullirme en aquella Barcelona de la posguerra, entre libros olvidados, misterios familiares y policías corruptos y sinvergüenzas, ávidos de sangre gratuita.


Debo decir que me desanimé bastante cuando llevaba leídos varios capítulos y el libro no terminaba de engancharme. Aprendí a leer con tres años, es decir, antes de ir al colegio, donde entré con cuatro y ya sabiendo leer perfectamente. Desde entonces, los libros me han acompañado y a menudo me los he terminado en uno o en dos días a lo sumo. Por eso advertí la misma desazón que me acompañó cuando, con once años, no lograba terminarme aquel libro de tapas y lomo rojo y letras doradas que rezaba en su portada: "La madre. Máximo Gorki". Era un regalo de mis tíos. Comenzaba a leérmelo una y mil veces, y una y mil veces lo dejaba por imposible, aproximadamente por la página cincuenta. En esos momentos me daba rabia y no entendía el por qué no me entraba ese libro y siempre tenía que dejarlo. Me encantaba su comienzo, pero al ir adentrándome en la historia, se me atragantaba. Ahora, con la madurez de mis cuarenta años, comprendo que probablemente no era una lectura demasiado fácil para mis once. Habrá que rescatarlo de su duermevela eterna y de nuevo intentarlo. Sí, porque visto el fracaso en mi infancia, nunca me atreví a cogerlo en mi edad madura, y probablemente se ha reído de esta pobre ignorante desde la estantería donde me observa.


Igual me estaba pasando con La sombra del viento. Es indudable que no es siempre posible coincidir en gustos y que no siempre te agrada lo que le gusta al vecino. Pero si comprendí en su momento cuando me leí el insoportable El código Da Vinci -que me lo terminé para así poder opinar, pero no porque me atrayera, me pareció un auténtico ladrillo-, que a pesar de ser un best seller -o quizá por eso- y gustarle a mucha gente, si comprendí digo que hubiera muchos que lo dejaran a la mitad, no podía entender que me estuviera pasando lo mismo con La sombra del viento. Es normal que haya gente a la que no le haya agradado esta historia embutida en otras mil, pero hay muchas otras que alaban extraordinariamente el libro, que de hecho ya va por su nosecuánta edición. Por eso estaba picada con él y sabía que algún día acabaría cogiéndolo de nuevo y retomando su lectura. Como así hice, hace un par de noches. En dos días le cogí el gusto y me lo he terminado.


He de decir que finalmente me ha gustado mucho más de lo que pensaba iba a hacerlo, visto lo visto con aquellas primeras páginas que se me atravesaron, y que paulatinamente he ido enganchándome en la historia, aunque a veces me liaba con tantos personajes. No sabía que había muchos que habían criticado errores de sintaxis o frases anacrónicas -"me meto ahora en el sobre"-, como he ido leyendo en algunas críticas posteriores, pero es cierto que he hallado algunos, así como algún que otro error gramatical -el plural de maniquí, por ejemplo, es maniquíes, no maniquís, como figura en la historia-, pero considero que estos errores son pecata minuta al lado de la enorme complejidad de estructurar y redactar una novela que, por otro lado, contiene bellísimas metáforas, comparaciones, y una prosa poética de bella factura en muchas de sus líneas.


Dicen que Amenábar va a realizar su adaptación al cine y por supuesto iré a verla. Me apetece mucho volver a ver esa historia reconvertida en escenas digamos "reales". Para mí, un perfecto Daniel sería Daniel Brühl -brillante en Salvador Puig Antich-; Fumero lo interpretaría soberbiamente el excelente secundario Antonio Denchent -de quien me declaro ferviente admiradora-, y a Carmelo Gómez lo veo en la piel de Fermín Romero de Torres. Imanol Arias estaría muy bien en el papel del señor Sempere, padre de Daniel. Visto el excelente trabajo de Maribel Verdú en El laberinto del fauno, la veo como una sobria Nuria Monfort.


Volviendo al libro en sí, no sé si volveré a releérmelo algún día, pero La sombra del viento, en líneas generales, me ha gustado bastante y me alegro de que por fin me decidiera a retomarla y a zambullirme en esa Barcelona de la posguerra.


Ahora, a por La madre. Me espera el señor Gorki.


sábado, 4 de agosto de 2007


Anoche acudí con mi hija Laura al concierto "Gitanos de Rajasthan", organizado por el Ayuntamiento de Cádiz dentro del ciclo que ha programado de músicas del mundo en el Castillo de Santa Catalina. Lo que vivimos anoche fue impresionante, y difícil de contar. Y hablo en plural porque, si dudé un poco antes de llevar a mi hija de ocho años al concierto, me alegré muchísimo cuando salíamos, más que satisfechas, y ella, espontáneamente, me dijo: "¡Qué bonito, mamá, me ha encantado!". Su carita lo decía todo.


Fascinante la música de este grupo de India, de una zona muy cercana a Pakistán, compuesto por seis hombres liderados por Karun Goyal, que estaban acompañados por una bailarina y otro chico, mitad bailarín, mitad fakir. Todo un espectáculo que aunaba la música tradicional de la zona, con bailes preciosistas, llenos de color y salpicados de belleza gracias a los espejitos, volantes y aderezos de los vestidos. Ricos ropajes para unos bailes hipnóticos, llenos de ritmo y sensualidad, e incluso acrobacias. En una de ellas, por ejemplo, la bailarina depositaba en lo que parecía un baile ritual de bodas, dos anillos en el suelo, y, puesta en pie y echándose hacia atrás, lograba capturar los anillos con los músculos de los ojos, en un increíble alarde de habilidad y flexibilidad. Por otro lado, el bailarín se movía como volando por el escenario, con una muestra impresionante de equilibrio, al tener en su cabeza un cilindro, -luego dos y posteriormente tres-, y, sobre él -y ellos-, un cántaro de barro lleno de agua. Se movía endiabladamente sin que se cayeran ni el cántaro, ni el agua que había depositado dentro. También bailó con una rueda de carro sobre la cabeza, o hizo de tragafuegos y se pasaba teas por su pecho y sus brazos desnudos.


Una preciosa música la de anoche, que en muchas de las canciones se asemejaba a nuestro flamenco, y que fue degustada por el numeroso público que abarrotó la zona de conciertos del Castillo. Incluso mucha gente se quedó de pie y sin asiento, aunque ésto no les importó: libres de las sillas, bailaron y se movieron fréneticamente al ritmo endiablado del grupo.


Una pena que al final de la actuación, en la que tuvieron muchísima conexión con el público, no ofrecieran ningún bis, sino que se limitaran a vender sus cd's. Se echó de menos alguna canción más o alguna otra muestra de aquellos habilidosos bailarines. Cádiz, que fue Rajasthan durante un par de horas, lo hubiera agradecido, sin duda.

jueves, 2 de agosto de 2007

Silje






(Lo escribí uno de los primeros días de enero y me apetecía hoy recuperarlo mientras oigo de fondo a Silje)







Es martes, y fuera hace frío.

He estado leyendo un rato. Quedan miles de cosas por hacer: envolver paquetes, planchar camisas, pedir disculpas, darle un beso a mi madre, seguir leyendo. Que se queden arrinconadas. Prefiero escribirte, mudo y marchito mi corazón, silente y huérfana de tus besos mi piel.
Suena cadencioso mi último descubrimiento:

Be still my heart,
my heart be still...

La voz serena de Silje Nergaard envuelve mi corazón mientras crece y crece y crece otra vez mi melancolía. La estufa calienta la habitación. Mis dedos, ateridos, buscan y encuentran a trompicones una ‘s’, una ‘f’... una ‘a’ de amor. Me siento protagonista de esta hermosa canción preñada de jazz. Soy fea, pero soy hermosa. Soy ignorante, pero soy curiosa y observadora. Soy terca, pero soy capaz de doblegarme si es necesario. Fuera hace frío, pero estoy en el paraíso.

Si estuvieras a mi lado, abrazándome desde detrás y regalando besos en el cuello, aún lo estaría más.


My heart's not lonely or broken
Is not of ice or of gold
Not has my heart ever spoken
To me when a love has grown cold
I felt not the faintest flutter
When you brushed my cheek as you passed
Not will I willingly clutter
My life with these things that don't last

Be still my heart
My heart be still

If our eyes should meet then so-be-it
No need to trouble a heart that's hidden
Where no-one can free it
Only to tear it apart

Be still my heart
My heart be still

Beware, beware, beware
Take care, take care
Be still my heart
My heart be still...




miércoles, 1 de agosto de 2007

Los fantasmas


Los fantasmas es el nombre de una gran chirigota gaditana de las que por estos lares conocemos como "ilegales". No es que se muevan al margen de la ley: simplemente se trata de que aquí en mi tierra se les llama así a las agrupaciones que no participan en el Concurso Oficial que todos los años se celebra por Febrero. No siguen normas; su forma de participar en la calle es bastante anárquica en relación a las agrupaciones oficiales y, si bien es verdad que algunas son bastante malas y dan ganas de darles una palmadita en la espalda y mandarlas a su casa cuando cantan, también es cierto que durante todos estos carnavales hemos tenido la ocasión de degustar verdaderas maravillas que si hubieran ido al Teatro Falla probablemente se hubieran llevado algún premio que otro.



Fantasmas famosos los ha habido tanto en la historia de la literatura como en las creencias populares. Uno de mis favoritos es El fantasma de Canterville, de mi admirado Oscar Wilde. Nunca se ha demostrado que existan, pero muchas personas no pueden evitar un escalofrío cuando se habla de ellos o visitan algún sitio donde se suponen que vagan purgando sus faltas.



Fantasmas son también esos que alardean de lo que carecen. Generalmente se les ve venir a legua y su fama es conocida entre el círculo de amistades. Éstos conocen de sobra sus batallitas y su chafarderío y ya hasta les resultan entrañables. Se dirían que no podrían pasar sin conocer sus nuevas fantasmadas a nivel monetario, sexual o social.



Y fantasmas son aquellos que gustan de rondar en casas ajenas, agazapados tras una sábana blanca en otros tiempos, pero que se ha ido ennegreciendo con el hollín que desprenden, como si de una locomotora vieja se tratara. Menos mal que una servidora no cree en ellos y en sus aullidos ululantes, si se me permite la redundancia. Si no, apañados íbamos (lo digo por lo de creer o no en estos seres).


Al revés, me encanta reírme de ellos. Y no temo al dicho de "Quien ríe el último... ríe mejor": ya bastante se han reído de una... y llegó mi turno. Ahora que se callen, que me toca a mí.

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