sábado, 22 de diciembre de 2007

Camille



El casi insoportable estruendo de los truenos despertó a Camille. La noche había transcurrido desapacible, entre el rítmico goteo de la lluvia golpeando cristales y alféizares de ventanas, y el llanto espantoso de alguna anciana. Ahora, mientras amanecía, le pareció oír el crujir de las hojas secas bajo las suelas de alguien que recogía ramas caídas sobre el césped del jardín.

Mientras la tormenta acompañaba sus pensamientos, la mañana se iba desperezando sin prisa, consumando el milagro una jornada más. Tras la oscuridad de la noche tormentosa, sólo herida por las lanzas de los relámpagos, nacía un nuevo día dispuesto a acompañarla en la tremenda soledad de aquel manicomio.

No pudo reposar mucho más tiempo sobre aquel jergón infame. Aunque no había nada qué hacer, ni con qué llenar las terribles horas muertas, a los internos se les obligaba a levantarse y asearse pronto, para seguir muriendo día a día, al menos con un aspecto según decían los cuidadores, “digno”. Según decían ellos, claro. Muriendo y pudriéndose, pero bien despiertos y limpios.

Poco importaba entonces que Camille hubiera sido, en un pasado no demasiado lejano, una mujer hermosa y apasionada. Que sus manos de artista hubieran parido bellísimas esculturas. Que de su mente, siempre creativa e inquieta, emergieran brillantes composiciones que herían el alma de espléndidas que eran.

Ahora no tenía trocitos de barro o mármol que sacudirse de su regazo, ni las orillas de sus faldas se oscurecerían al rozar el suelo manchado de tizne del horno. Sus manos ya no sostendrían ninguna gubia, ni en su habitación volvería a sonar el “toc, toc” del cincel tallando. Los ojos de la ahora loca -loca de amor, loca de una pasión delirante, loca de abrazos y loca más loca que ninguna, loca de remate-, ya no volverían a ver los ojos inquisidores de su maestro, amigo, amante y pasión. Los ojos de aquel que pudo ser capaz de capturar en el frío mármol el ardiente calor de un beso. Rodin ya no estaba allí, junto a ella, aconsejándola y guiándola, y a su vez dejándose asesorar por esta hermosa mujer de recogido oscuro y mirada triste, que, aun habiendo estado después con Debussy, fue incapaz de olvidar al maestro. Porque fueron un equipo tan perfecto que ella, aun teniendo las aptitudes suficientes como para eclipsarle, no lo hizo, o quizá no le dejaron hacerlo.

Y el nombre de Camille Claudel pasó, como ocurriera con el de otras de la época, a engrosar una lista trágica de mujeres heridas por un amor arrebatador, en vez de hacerlo en otra. La de aquellas que fueron suficientemente brillantes como para ser un peligroso estorbo en un mundo dominado por los hombres, y, muchas veces, como le pasó a Camille, abandonadas a su suerte en un trágico universo de locura.

miércoles, 19 de diciembre de 2007

La hija del viento




Los vientos le ondulaban el pelo caprichosamente. Primero fue un aire de levante, casi imperceptible, el que había sido precedido de un ambiente calmo y quieto. Poco a poco, tras éste, las hojas de los árboles y las faldas de las mujeres anunciaban que el levante se despertaba perezosamente, mientras los pájaros del atardecer volaban en forma de flecha migrando a otros lugares, y los niños jugaban a adivinarse tras los muros empedrados.


Después de unas horas de mágico aleteo de viento, éste se tornó embravecido. Fuerte, poderoso, soplaba con el rigor certero de una mañana de otoño mientras las hojas caídas adornaban el paisaje dejándose ver a varios metros por encima del suelo. La felpa y el algodón tendidos descansaban apenas en las cuerdas, agotados de danzar al son del fuerte levante, esperando que unas misericordes manos tuvieran a bien el destender aquellas sábanas que habían albergado sueños y esas toallas que se presentaban como dulces envoltorios de cuerpos de bebé.


El levante, al morir el día, tornó a poniente. Y éste, tras su gélido abrazo, cambió a viento sur, en una traviesa danza de los vientos que parecían haberse vuelto locos ante su cabello largo y su porte de princesa.


Los vientos le ondulaban el pelo caprichosamente, sí. No parecía importarle que éste se le despeinara, que no le enmarcara la cara como a una Madonna italiana, que flotara en el aire semejando tentáculos de medusa, que apenas cubriera sus hombros, que se enmarañara finalmente. A pesar de la estampa hermosa -el cabello flotante, las manos cruzadas sobre la falda, la mirada fija en algún punto inverosímil-, la melancolía que atenazaba su cuerpo era invisible a ojos de todos y ello acrecentaba aún más su bello desamparo. Una bonita mujer, sentada en un jardín donde las hojas jugaban a perseguirse y el mismo viento que esto provocaba mecía con dulzura el césped jugoso y fragante… Nada parecía feo. Ni siquiera su añoranza que nadie podía ver enturbiaba la imagen idílica.


Sentada en aquel banco, mientras los vientos sucesivos le ondulaban el pelo a capricho, esperaba pacientemente, con tenacidad admirable, que un día la enfermera cambiara su "Venga, Estela, entremos para el comedor, con los demás", por un "Vamos, Estela, que los vientos le han traído por fin la compañía que tanto desea y que nunca llegaba".


Los vientos le ondulaban el pelo caprichosamente, pero nadie, a excepción de sus compañeros de sanatorio o las afanosas enfermeras, se daría cuenta de que a Estela le apetecía que fuera alguien a quien añoraba, y no los vientos, quien se esmerara en apartar la melena de sus hombros y de su cara. Y nadie lo haría puesto que nadie iría a verla jamás en los días de su vida.


Estela, la hija del viento, se quedó por siempre esperando, a merced de esa loca danza aérea que jugó a envolverla sin piedad en aquel jardín también de locos.


martes, 18 de diciembre de 2007


Es tarde ya y no puedo quedarme mucho tiempo...


Hace como un mes que no me sentaba frente al ordenador, si exceptuamos la lectura de un correo urgente que me llegó por parte de un buen amigo. Era un relato para que se lo corrigiera y diera mi opinión. Y yo, que pocas veces me niego a lo que me piden, tampoco pude hacerlo esta vez, y lo leí, y corregí lo poquísimo que había que corregir. A pesar de que el alma me duele, los brazos me pesan y toda yo me aborrezco porque así no se puede vivir.


Hoy me dije, una noche más, "me voy a la cama". Pero voces amigas que están tirando de mí en un increíble y hermoso ejercicio de salvación, han provocado la magia: que enchufe el ordenador, me siente y comience a escribir...


Hoy me dije, una noche más, "me voy a la cama". Y sí, me iré en unos segundos. Pero antes, me habré deshecho de unas cuantas telarañas que tenía en el corazón. Probablemente esta limpieza dé paso a aire nuevo y haga que vuelva de nuevo a ir llenando de cerezas y guindas esta cajita. Me gustaría prometérmelo a mí misma, pero no me atrevo aún.


Buenas noches a todos.


Belén.

;;

Template by:
Free Blog Templates