sábado, 22 de diciembre de 2007

Camille



El casi insoportable estruendo de los truenos despertó a Camille. La noche había transcurrido desapacible, entre el rítmico goteo de la lluvia golpeando cristales y alféizares de ventanas, y el llanto espantoso de alguna anciana. Ahora, mientras amanecía, le pareció oír el crujir de las hojas secas bajo las suelas de alguien que recogía ramas caídas sobre el césped del jardín.

Mientras la tormenta acompañaba sus pensamientos, la mañana se iba desperezando sin prisa, consumando el milagro una jornada más. Tras la oscuridad de la noche tormentosa, sólo herida por las lanzas de los relámpagos, nacía un nuevo día dispuesto a acompañarla en la tremenda soledad de aquel manicomio.

No pudo reposar mucho más tiempo sobre aquel jergón infame. Aunque no había nada qué hacer, ni con qué llenar las terribles horas muertas, a los internos se les obligaba a levantarse y asearse pronto, para seguir muriendo día a día, al menos con un aspecto según decían los cuidadores, “digno”. Según decían ellos, claro. Muriendo y pudriéndose, pero bien despiertos y limpios.

Poco importaba entonces que Camille hubiera sido, en un pasado no demasiado lejano, una mujer hermosa y apasionada. Que sus manos de artista hubieran parido bellísimas esculturas. Que de su mente, siempre creativa e inquieta, emergieran brillantes composiciones que herían el alma de espléndidas que eran.

Ahora no tenía trocitos de barro o mármol que sacudirse de su regazo, ni las orillas de sus faldas se oscurecerían al rozar el suelo manchado de tizne del horno. Sus manos ya no sostendrían ninguna gubia, ni en su habitación volvería a sonar el “toc, toc” del cincel tallando. Los ojos de la ahora loca -loca de amor, loca de una pasión delirante, loca de abrazos y loca más loca que ninguna, loca de remate-, ya no volverían a ver los ojos inquisidores de su maestro, amigo, amante y pasión. Los ojos de aquel que pudo ser capaz de capturar en el frío mármol el ardiente calor de un beso. Rodin ya no estaba allí, junto a ella, aconsejándola y guiándola, y a su vez dejándose asesorar por esta hermosa mujer de recogido oscuro y mirada triste, que, aun habiendo estado después con Debussy, fue incapaz de olvidar al maestro. Porque fueron un equipo tan perfecto que ella, aun teniendo las aptitudes suficientes como para eclipsarle, no lo hizo, o quizá no le dejaron hacerlo.

Y el nombre de Camille Claudel pasó, como ocurriera con el de otras de la época, a engrosar una lista trágica de mujeres heridas por un amor arrebatador, en vez de hacerlo en otra. La de aquellas que fueron suficientemente brillantes como para ser un peligroso estorbo en un mundo dominado por los hombres, y, muchas veces, como le pasó a Camille, abandonadas a su suerte en un trágico universo de locura.

miércoles, 19 de diciembre de 2007

La hija del viento




Los vientos le ondulaban el pelo caprichosamente. Primero fue un aire de levante, casi imperceptible, el que había sido precedido de un ambiente calmo y quieto. Poco a poco, tras éste, las hojas de los árboles y las faldas de las mujeres anunciaban que el levante se despertaba perezosamente, mientras los pájaros del atardecer volaban en forma de flecha migrando a otros lugares, y los niños jugaban a adivinarse tras los muros empedrados.


Después de unas horas de mágico aleteo de viento, éste se tornó embravecido. Fuerte, poderoso, soplaba con el rigor certero de una mañana de otoño mientras las hojas caídas adornaban el paisaje dejándose ver a varios metros por encima del suelo. La felpa y el algodón tendidos descansaban apenas en las cuerdas, agotados de danzar al son del fuerte levante, esperando que unas misericordes manos tuvieran a bien el destender aquellas sábanas que habían albergado sueños y esas toallas que se presentaban como dulces envoltorios de cuerpos de bebé.


El levante, al morir el día, tornó a poniente. Y éste, tras su gélido abrazo, cambió a viento sur, en una traviesa danza de los vientos que parecían haberse vuelto locos ante su cabello largo y su porte de princesa.


Los vientos le ondulaban el pelo caprichosamente, sí. No parecía importarle que éste se le despeinara, que no le enmarcara la cara como a una Madonna italiana, que flotara en el aire semejando tentáculos de medusa, que apenas cubriera sus hombros, que se enmarañara finalmente. A pesar de la estampa hermosa -el cabello flotante, las manos cruzadas sobre la falda, la mirada fija en algún punto inverosímil-, la melancolía que atenazaba su cuerpo era invisible a ojos de todos y ello acrecentaba aún más su bello desamparo. Una bonita mujer, sentada en un jardín donde las hojas jugaban a perseguirse y el mismo viento que esto provocaba mecía con dulzura el césped jugoso y fragante… Nada parecía feo. Ni siquiera su añoranza que nadie podía ver enturbiaba la imagen idílica.


Sentada en aquel banco, mientras los vientos sucesivos le ondulaban el pelo a capricho, esperaba pacientemente, con tenacidad admirable, que un día la enfermera cambiara su "Venga, Estela, entremos para el comedor, con los demás", por un "Vamos, Estela, que los vientos le han traído por fin la compañía que tanto desea y que nunca llegaba".


Los vientos le ondulaban el pelo caprichosamente, pero nadie, a excepción de sus compañeros de sanatorio o las afanosas enfermeras, se daría cuenta de que a Estela le apetecía que fuera alguien a quien añoraba, y no los vientos, quien se esmerara en apartar la melena de sus hombros y de su cara. Y nadie lo haría puesto que nadie iría a verla jamás en los días de su vida.


Estela, la hija del viento, se quedó por siempre esperando, a merced de esa loca danza aérea que jugó a envolverla sin piedad en aquel jardín también de locos.


martes, 18 de diciembre de 2007


Es tarde ya y no puedo quedarme mucho tiempo...


Hace como un mes que no me sentaba frente al ordenador, si exceptuamos la lectura de un correo urgente que me llegó por parte de un buen amigo. Era un relato para que se lo corrigiera y diera mi opinión. Y yo, que pocas veces me niego a lo que me piden, tampoco pude hacerlo esta vez, y lo leí, y corregí lo poquísimo que había que corregir. A pesar de que el alma me duele, los brazos me pesan y toda yo me aborrezco porque así no se puede vivir.


Hoy me dije, una noche más, "me voy a la cama". Pero voces amigas que están tirando de mí en un increíble y hermoso ejercicio de salvación, han provocado la magia: que enchufe el ordenador, me siente y comience a escribir...


Hoy me dije, una noche más, "me voy a la cama". Y sí, me iré en unos segundos. Pero antes, me habré deshecho de unas cuantas telarañas que tenía en el corazón. Probablemente esta limpieza dé paso a aire nuevo y haga que vuelva de nuevo a ir llenando de cerezas y guindas esta cajita. Me gustaría prometérmelo a mí misma, pero no me atrevo aún.


Buenas noches a todos.


Belén.

domingo, 18 de noviembre de 2007






Para mi dulce amiga Divina, esa preciosidad con piel, más que de ébano, de bombón de chocolate con leche.






Emma, la chica de los ojos de melaza, se disponía a encarar una nueva jornada. Perezosa, dejó que el agua caliente resbalara sobre su piel mientras oía música barroca. Prefería empezar el día oyendo a Corelli que malas noticias sobre asesinatos o miseria. Era otra forma más de enmascarar la realidad. Aunque en eso ya se estaba convirtiendo en una experta. Sabía de los mil subterfugios para intentar no evocarle, para evitar conjurar su recuerdo, para que su memoria no la traicionara y le trajera su olor a nerolí y bergamota. Tras la amarga realidad de la separación, se agazapaba insolente el espíritu de desear tenerlo entre sus brazos.

Cada noche, en la cama, arropada por sábanas crujientes y sensaciones de desánimo, Emma, la muchacha de piel de bombón, gustaba de jugar a adivinar qué hubiera sido de sus vidas si las circunstancias hubieran sido distintas. Probablemente si no hubiera destilado tanta melaza de sus ojos y tanto bombón de su piel, si su dulzura no traspasara su cuerpo hasta delatarla y dejarla desnuda emocionalmente ante él, dejándola desvalida ante cualquier ataque, las cosas no hubieran sucedido de aquella manera cruel. Y ahora no se vería sola, se compadecía, mientras sorbía las lágrimas que bajaban hasta su boca y buscaba la manera de no pensar más en el causante de su desánimo.

Emma no sabía que a él le pasaba lo mismo. Y, como no lo sabía, hurgaba una y otra vez en la herida que le martirizaba, en el doloroso devenir de lo inevitable, en la desdicha de tener la certeza de que todo jamás volvería a ser como antes. Y cuando recordaba que cada bocadito que le daba se le asemejaba a un gajo de mandarina explotándole en la boca, suspiraba. Y si el sabor de su piel masculina se le venía repentinamente a la memoria, invadiendo cada recoveco de su boca, se maldecía. Y se lo imaginaba riendo y cortejando, agasajando y amando, charlando y compartiendo secretos con alguna otra chica de piel de bombón y ojos de melaza. Y no se podía figurar que él también sorbía lágrimas, y evocaba parcelas de piel como trozos de piña, y recordaba dedos fisgones, y labios ahítos, y brazos envolventes, y risas cristalinas.

Y Emma, la muchacha de piel de bombón, perdida en su ignorancia, prefería arrullarse en su soledad, continuar amalgamando recuerdos de sabor a mandarina y nerolí, y desear no haberle conocido nunca. Aunque cada noche, en el crujir de sus sábanas, se le escaparan suspiros por la ausencia y deseos por cumplir algún día.

sábado, 27 de octubre de 2007





I.-

Aturdida aún por el deseo, instalado éste todavía en mi cuerpo, me dispuse a recoger la ropa que había quedado diseminada por todo el piso: en la entrada, la chaqueta; en el pasillo, la blusa; sobre el sofá de chenilla, el chantilly negro del sujetador. Y mientras recogía el tanga del suelo del baño, y la falda del suelo del dormitorio, me preguntaba cómo había sido posible que ocurriera todo…



Me trasladé con la memoria a seis meses atrás. Le conocí en el trabajo. Yo llevaba en la empresa cinco años que me parecían diez o doce por lo menos, por lo monótono y aburrido. Miraba constantemente el reloj para ver cuándo marcarían sus manillas la maldita hora de salir, y de vez en cuando perdía tontamente el tiempo enviando estúpidos mails en cadena para mis amigos, o jugando algún solitario. Siempre rezando para que no me pillaran, claro. Pero no podía dejar de hacerlo, porque esos ratitos suponían un trocito menos de tortura en mi oscura y gris vida laboral de todos los días.



Fernando llegó porque se jubiló Rafael, el viejo compañero de oficina que tenía al lado y que gastaba parte de su tiempo en observarme con calculada exactitud mis piernas, evidentemente más aún cuando lucía una de mis minifaldas. Podía adivinar su mirada, aun cuando yo no la cruzara con la suya, escudriñando mis piernas, aventurándose a imaginar cómo sería lo que habría en la unión de ellas, debajo de la falda oscura, algo corta pero no en exceso, lo justo para que fuera la perfecta falda para ir a trabajar. Ustedes ya me entienden.



Rafael babeaba literalmente por mí y el día que le hicimos su cena de homenaje al jubilarse, en un aparte me dio un tortazo en el culo al que yo respondí con otro pero en su cara asquerosa de viejo libidinoso. Nadie se dio cuenta y a nadie le conté jamás aquel incidente. Y es que no sé si alguien terminaría creyéndome. ¿Mi palabra contra la del íntegro Rafael? Bah, batalla perdida. Y dejé correr todo aquello pensando en si el sustituto del viejo sátiro sería como él.



II.-



Fernando, aquel nuevo compañero, me gustó físicamente desde que llegó a la oficina, a pesar de que yo le llevaba diez años. Me encantó su cuerpo en general, no sabría destacar nada en concreto. Eso sí, me apasionaron desde un primer instante sus manos morenas, con las uñas tan cortitas y tan limpias… Manos que daban ganas de comérselas y no parar.



Él no me miraba mucho, al menos eso creí siempre. Lo justo e imprescindible en una relación laboral. No sé por qué pero no era afable conmigo, y eso que yo intentaba mostrarme simpática, aunque sin pasarme. No quería que me tomara por una pesada. Luego adiviné que su timidez era la que impedía el acercamiento, porque en el fondo yo le atraje físicamente desde el primer día. Pero de eso me enteré esta tarde, hace un rato en realidad, entre besos, pellizcos, mordisquitos y caricias.



III.-



Un encuentro fortuito en el ascensor de mi casa (¡Pero qué sorpresa, ¿qué haces tú aquí?, No, que vengo a ver a un amigo, no me digas que tú vives en este piso, bla bla bla…) encendió una chispa que yo ya había dejado por imposible. Una chispa que jamás pensé que prendería en el bosque de su indiferencia, y por eso el encuentro ha sido más volcánico si cabe.



Tras la invitación a una copa por mi parte, la música suave de jazz y las varitas de sándalo hicieron el resto. “La luz tenue nunca falla”, pensé, así que me dediqué a darle al regulador hasta que obtuve la que yo sabía que iba a ser mi cómplice: la claridad justa para tapar mi desvergüenza y la exacta para mostrarme todo aquello que estuve esperando durante seis meses.



Hicimos el amor como locos tras besarnos con pasión en el sofá. Nos levantamos y recorrimos toda la casa inconscientemente, beso a beso, apoyados en las paredes, mientras nos abrazábamos fuertemente intentando recuperar aquellos seis meses perdidos. Sus manos indagaban, buscaban, hallaban, encontraban. Aquellas manos preciosas que me enamoraron desde un primer instante se estaban convirtiendo en las cómplices de su fiebre, transformando deseo por cumplir en caricias fehacientes e intensas.



IV.-



Ahora, cuando ya han pasado un par de horas de todo aquello, busco la ropa de la que Fernando me fue despojando a ciegas, sin dejar de besarme, y que yace en los sitios más variopintos como muda testigo de una tarde loca.



No sé qué va a pasar a partir de ahora, porque no hemos hablado mucho más después de nuestro encuentro. Él se ha duchado y se ha ido tras darme un beso, pero sin concretar nada más.



Mañana, en la oficina, cuando mire sus hermosas manos, alzaré la vista y probablemente encuentre en sus ojos la respuesta que estoy deseando hallar. Y si no es así… tampoco se acaba el mundo. Al menos fue mío durante una tarde.

lunes, 15 de octubre de 2007

Olor a tarta de manzana




A Flor, por lo mucho que la quiero.




El frutero voceaba su mercancía en la plaza mientras el olor a tarta de manzana se extendía por la estancia.

- ¡Papayas frescas, bananas, melocotones, cocos, ciruelas, paraguayos, mangos y kakis!¡Vengan al frutero, fruta fresca! ¡Vengan al frutero!

El calor descendía como plomo en aquel mediodía atroz mientras algunos niños jugaban a perseguirse y los perros ladraban en medio de aquella abigarrada estampa. Los mozos acarreaban bultos, un viejo vendía en un carrito especias y ungüentos; la alhucema y el espliego se mezclaban atropelladamente, de forma casi inverosímil, con unos tarritos misteriosos conteniendo pomadas untuosas y fragantes. Todo en equilibrio y nada se caía. Una anciana pedía limosna con su mano extendida y el temblor de ésta hacía peligrar el contenido de la misma, provocando que las escasas monedas estuvieran a punto de caer al adoquinado. Los carros, cargados de mercancía, se confundían con las mujeres que, curiosas, intentaban hallar los productos más frescos. Un tullido espantaba con su muleta a unos niños mugrientos y llenos de mocos que estaban molestándole.

Isabel seguía afanándose en su tarea. El sudor se le escurría desde el nacimiento del pelo y se paseaba, insolente, en forma de minúsculas gotas que perlaban su piel morena. Su pelo, largo como el de una Virgen de Murillo, lo recogía en una trenza larga y cuidada, aunque ésta, con el paso del día, y debido al trajín de los esfuerzos, poco a poco dejaba escapar algún cabello como cuerda de violín.

La muchacha se esmeraba ahora en conseguir abrillantar aquel suelo mientras el olor de la tarta que se cocía en el horno inundaba la cocina de una dulce acidez. Los pasteles de la criada eran muy alabados por la familia a la que servía desde niña, y tenían la merecida fama de sofocar febrículas y sanar enfermos de cama. Isabel frotaba y frotaba, las rodillas contra el suelo, las manos de lejía, los trapos bastos, el corazón roto.

Cuando terminó esta tarea, se lavó bien las manos, y tras secárselas, abrió el horno con cuidado. Si el cielo olía de alguna manera, tenía que ser de esa. Isabel cerró los ojos y evocó el último beso, la caricia apresurada, el abrazo desmedido de Juan antes de partir hacia la guerra.

España estaba en guerra con Estados Unidos, y los cubanos, al ser la isla colonia española y objetivo de ambos países, participaban en la misma. A raíz del desastre del Maine los acontecimientos se habían precipitado aún más e Isabel desde entonces supo que si ambos habían corrido el peligro de no volver a verse, ahora la probabilidad se había multiplicado por cien. O por mil. Ella no sabía de matemáticas. Sus conocimientos se basaban en saber en qué punto estaban las papas cocidas, o en dejar la plata de los señores lo más bruñida posible gracias a los restregones con bicarbonato.

Isabel colocó con mimo la tarta de manzana en el alféizar de la cocina, donde aún el sol no caía imperdonablemente y la sombra benefactora haría que se enfriara antes. Se sentó en una silla de la cocina cuidada y limpia, y cerrando de nuevo los ojos, mientras el viento desplazaba el aroma de fruto horneado hacia dentro de la estancia, pensó en Juan.

Recordó la última vez que se tuvieron, casi a trompicones, de forma acelerada, mientras el barco aguardaba en el muelle a los soldados, esos cubanos valientes que, como todos los soldados de todas las batallas, ignoraban si volverían a ver a sus madres y novias y acudían a resolver los conflictos con una mezcla de osadía y terror. Juan volvería, por supuesto. Él estaba convencido de ello. Y, a su regreso, se casaría con la criadita de ojos de piedra de lava y cabello trenzado.

Juan e Isabel se tuvieron casi a la fuerza, levantando el hombre enaguas y bajando pololos, apoyando el frágil cuerpecillo de la cubana sobre las paredes de madera de la casa, en un viejo porche trasero, tan abandonado que nadie pasaría por allí y les descubriría. Tendrían unos quince minutos antes de que Juan se viera obligado a marchar al muelle. Quince minutos para comprimir todo el deseo que, a borbotones, se les escapaba por la boca, por los oídos, por el ombligo, por los orificios de sus sexos respectivos, por la punta de los dedos, por los poros de la piel. Quince minutos en los que las cintas anudadas del corsé se desbaratarían mientras semejaban caminos por desandar juntos en un futuro, y las medias de lana habían estorbado más que nunca. Los nudos y lazos nunca fueron un obstáculo más dulce y a la vez, más engorroso. El corpiño, adornado de un encaje basto como correspondía a una muchacha de su posición, aunque fuera la muda de los domingos, envolvía a Juan con un olor mezcla de sudor y voluptuosidad de mujer. El soldado, en una de sus caricias lúbricas, llevó los dedos a su nariz y aspiró, extasiado. No tenía pulmones en su pecho para apoderarse todo el aire del mundo y así poder capturar el olor femenino de Isabel, con la intención de llevárselo consigo al campo de batalla. Ese olor, ese olor, ese olor…

El olor de la tarta de manzana, en una de sus vaharadas, despertó de improviso a Isabel, sacándola de su ensoñación. La mujer, tras el furtivo y último encuentro, le había regalado una a su amor para que se la llevara en el macuto y así pudiera seguir degustándola aunque fuera a través de uno de sus postres. Ahora, sola, en la cocina de sus señores, con el suelo brillante y el corazón roto, la criadita de ojos cansinos lloraba su viudez anticipada mientras el olor a tarta de manzana seguía inundando la habitación y arañando su alma quebrada.

sábado, 13 de octubre de 2007


Hoy se cumplen 35 años del accidente del Fairchild uruguayo que se estrelló en Los Andes. Sí, fue el 13 de octubre de 1972, y algunos de los chavales que sobrevivieron, entonces con 18 o 20 años, ya son incluso abuelos. 16 supervivientes que tuvieron que aferrarse a su enorme fe y a comer la carne de sus compañeros muertos para poder seguir viviendo.


Cuando ocurrió el accidente yo tenía cinco años, camino de los seis. La primera vez que supe de esta dramática historia yo tendría unos 11 años. Mi hermano mayor se había comprado el libro de Piers Paul Read, ¡Viven!, escrito en 1974 y que fue posteriormente el que dio pie para la famosa película que narra los 72 desesperantes días que aquellos muchachos vivieron en la montaña. Me impliqué emocionalmente tanto con aquella historia, que incluso me aprendí de memoria los nombres de aquellos 16 supervivientes. No fue por morbo, por el hecho de que quebrantaran un tabú social como es el canibalismo. Intuía que había algo más detrás, pero en ese momento no sabía explicarme a mí misma qué podía ser. Con el tiempo, lo averigüé. Se trataba del espíritu de equipo, que ya ellos llevaban impresos en sí mismos por ser compañeros de un equipo de rugby, el Old Christians, unido a su profunda fe católica. Eran chicos de misa dominical y rezo del rosario, algo ésto último que era un hálito de esperanza cada noche, refugiados y hacinados en el fuselaje hediondo de aquel avión perdido en las nieves de Los Andes. Era a lo único a lo que podían aferrarse.


Cuando llegó la determinación fatal de decidir si comían o no a los muertos, se enfrentaron a uno de los dilemas más terribles a los que se puede ver abocado un ser humano. ¿Qué hacer? ¿Morir de inanición o vencer la repugnancia y el tabú moral y cortar carne de los muertos para poder sobrevivir? Sin duda, una terrible y demoledora experiencia, y más para unos chicos tan jóvenes como eran aquellos (con la excepción de Javier Methol, que no pertenecía a su equipo y por aquel entonces tenía 38 años). Una experiencia vital terrible que hizo que algunos, como por ejemplo Carlos Páez, cayeran posteriormente en el alcoholismo y la drogodependencia, aunque afortunadamente ahora es feliz con su familia, incrementada con una nietecita llamada Justine.


Muchos les alabaron, otros corrieron un tupido velo de incomodidad para no remover más el tema, otros en fin les acusaron de egoísmo y de que quizá Dios no quería que sobrevivieran, sino que fallecieran en Los Andes y que por ello no tenían que haber comido carne de los muertos.


Desde aquí, cuando se cumplen 35 años de esta terrible tragedia que tanto impactó al mundo y tanto a mí misma, quería hablarles de estos hombres que tuvieron que aprender demasiado pronto que la vida a veces te pone por delante obstáculos demasiado crueles.


Nando Parrado, Roberto Canessa, Bobby François, Antonio Vizintín, Eduardo Strauch, Adolfo Strauch, Pancho Delgado, José Pedro Algorta, Coche Inciarte, Roy Harley, Álvaro Mangino, Javier Methol, Daniel Fernández, Moncho Sabella, Gustavo Zerbino y Carlos Páez. Los 16 supervivientes de Los Andes.

viernes, 12 de octubre de 2007


Me acerqué sutilmente, casi flotaba sobre el suelo. Él tenía cerrados sus párpados, expectante; intuía que iba a darle más de lo previsible. Lentamente, con una sonrisa traviesa casi imperceptible -por el resto del mundo si hubiéramos tenido espectadores, porque por él era imposible verme-, acerqué mis labios a sus ojos y besé sus párpados.


Advertí el suavísimo e invisible vello de su frente, de sus orejas, erizándose, los labios hinchándose de gozo, su cara dándose a mí. La barba cerrada, recién afeitada, luchaba por salir de los poros de su cara, en un ardid inaudito e imposible: los pelos tardarían al menos tres días en aparecer. Pero a mí no me importaba. Me chiflaba ese tacto suave de la piel, y, por un momento, casi hubiera deseado que la suya fuera como la de una mujer: de melocotón, de merengue...


Inopinadamente, abrió los ojos, y, extasiado ante mis pies desnudos, no le quedó más remedio que besarlos en un ejercicio de sublime adoración.

martes, 9 de octubre de 2007


Venciendo finalmente al recelo, permitió que la mano le acariciara. Cerró los ojos y se sumergió en el torbellino de placer de azúcar que tanto anhelaba, porque intuyó que jamás habría sentido nada igual. Si por las noches ni siquiera se tocaba, no era por falta de ganas. El agotamiento y la vergüenza le podían, y prefería cerrar los ojos en un duermevela casto antes de sumergirse en las tinieblas del sueño, a recorrer con dedos trémulos la orografía de su cuerpo, descubriéndolo, casi.


La mano del chico se le antojó un hechizo de mago, una bienhallada sorpresa, un regalo de arropía. Con los ojos cerrados seguía imaginando, intuyendo, celebrando aquel atrevimiento que no osaba desvaír. Se sentía invadida, pero, al contrario de lo sentido en tantas veces infames, en esta ocasión le sorprendió agradablemente la explosión de calor que recorría sus brotes y curvas, sus picos y valles, sus rutas y senderos. Se descubrió a sí misma como un mapa cartográfico, donde al explorarla aquella mano desconocida hasta aquel entonces, aquél cobrara vida y los planos relieves de montes sobre papel tomaran forma, engrandeciéndose, y acrecentándose los ríos salinos que fluían de una sima profunda.


Los ojos de la mujer se resistían a abrirse. Habían sido muchos años de abusos vergonzosos, de calamidades aberrantes, de prácticas innombrables practicadas incluso por gente de su familia. No pensaba abrirlos ahora que la ocasión de disfrutar, desear, explotar, sentir... vivir en una palabra, había llegado finalmente.

viernes, 5 de octubre de 2007

Sí, soy yo


Tómame de la mano.


Siéntela. Está caliente. Es cálida, como la tuya. Su palma es suave, su dorso, aún más, como es previsible. Las uñas, un poco largas, sin pintar. Los dedos, muy largos, sin anillos ni otros adornos. Es una mano bonita.


Sin soltarla, te la llevas a tu mejilla y le das un leve beso mientras entrecierras los ojos. Esa mano, que tantas veces has soñado tener contigo, huele muy bien, y es suave, y ahora te acompaña…


Mírame a la cara.


Mientras sonrío y te hablo, y te cuento, y te digo, me observas. Yo no me doy cuenta de que te fijas en ese lunar que tengo en mi mejilla derecha, justo cabalgando en el pómulo, debajo de mi ojo color marrón. Avellana, te dije un día, para poetizar (si existe ese término) un color absolutamente vulgar y anodino. Mis cejas, depiladas, pero no en exceso, enmarcan ese y el otro ojo. Te fijas en mi nariz. No me gusta que la mires de perfil. No es pequeña, salgo en ella a mi padre, tiene un aire a la de Ana Belén. Ya me gustaría parecerme a ella en otras cosas…
Me sigues mirando y ahora bajas tus ojos hasta mi boca, que se mueve y sigue materializando esa cháchara incontenible que me sale de dentro, feliz por tenerte. Mis labios son muy gruesos, tal y como te dije. Mis dientes de abajo, un poco torcidos (también te lo dije). Mi sonrisa, verdadera y muy atrayente, eso ya no recuerdo si te lo comenté… En mi barbilla, divertido, encuentras otro lunar. Un lunar que por cierto odia mi Laura, aún no sé por qué.


Mi pelo castaño, teñido de pelirrojo, enmarcan unas orejas que siempre llevan pendientes, sobre todo largos o de aros. Me gusta llevar el pelo un poco largo, hace mucho tiempo que no me lo corto; creo que me sienta mejor así. Hace ya nueve años que me tiño de ese color, aunque de vez en cuando cambio sus matices, y pienso seguir haciéndolo, aunque mi niña proteste porque quiere que me lo deje de mi color natural. No, porque no me gusta, lo encuentro muy visto, y eso que a la luz del sol tengo reflejos rojos, producto de un tío de mi abuelo que era pelirrojo puro.


Mi silueta, grande; más de una vez me han soltado un jaca como piropo por la calle. Ahora estoy con sobrepeso, como sabes. Me está costando trabajo perder, no es igual que otras veces. Mi pecho, enorme. Mis piernas, largas, más gruesas de lo que desearía pero con los tobillos conservando su finura de siempre. Siempre los he tenido bien finitos. Pies grandes, un 41. Y, riéndose de las normas de la genética, dos dedos del pie pegados en una falange; los dos que siguen al gordo, tanto en el derecho como en el izquierdo. Mi padre los tenía así también y esto se lo pasé a mi hija.

Sí, soy yo.

miércoles, 3 de octubre de 2007

Me confieso


Me confieso: os tengo abandonados.


Tengo muchísimas ganas de pasarme por vuestros blogs respectivos, de enviaros esos correos prometidos, de escribiros esos relatos que un día os dije que os iba a regalar... Y yo, toda avergonzada, me confieso hoy y me disculpo por teneros a todos abandonados.


No es justo que porque yo me esté abandonando, os pague con la misma moneda. Y no lo es por el cariño que me demostráis, por vuestras palabras siempre de cariño, por apoyarme en todo y tenderme vuestros hombros cuando los necesito.


Es verdad que me encuentro muy cansada, que de ánimos estoy peor que nunca, que tengo muchas ganas de meterme pronto en la cama...


Os ofrezco una gran disculpa y un acto de contricción.


Lo necesito para no perderme en mis infiernos personales de culpa. No me gusta abandonaros... y estoy muy avergonzada.


lunes, 1 de octubre de 2007









Caliente,
salvaje,
indómito,
tu cuerpo junto al mío
devorando noches,
regalando zalemas,
disipando soledad.


Caliente,
salvaje,
indómito,
mi cuerpo junto al tuyo
escudriñando caminos,
diseñando encuentros,
obsequiando melindres.


Calientes,
salvajes,
indómitos,
nuestros cuerpos
en atípica comunión.

Sólo eso: el calor, lo salvaje, lo indómito.
No nos hace falta más...
ni tampoco lo deseo.

domingo, 30 de septiembre de 2007



En el vértice de mi cuerpo
hallarás la puerta a mis sentidos,
y un tul caliente y suave
que presagia cálidos fluidos.

Dedos serpenteantes
descendiendo, desbocados,
y el surco fantástico
que adelanta un valle rosado
se abrirá, delicado
y dispuesto a recibirte,
siguiendo lo esperado.

Calor rosado en el vértice;
tu vértice, al fin, conquistado.

sábado, 29 de septiembre de 2007

Papá...




Papá... Hoy hace doce años que emprendiste un nuevo viaje, en esta ocasión sin retorno.

Fuiste un hombre sencillo, cabal, muy moreno por el sol, ya que trabajaste durante muchas horas de tu vida de electricista al aire libre, subiéndote a postes, trabajando con cables, codo a codo con el peligro en una profesión en la que algún compañero falleció y otros vieron mutilados sus dedos y algo más por la traicionera corriente eléctrica.

Apenas viajaste en tu vida: tu humilde existencia se circunscribió a estar aquí en Cádiz, oliendo el aire de La Caleta o pisando los adoquines de la calle de La Palma, aquella que te vio nacer.

Pero tuviste una hermosa oportunidad: durante dos años, a causa del servicio militar, fuiste timonel del Buque Escuela Elcano, en una de las ocasiones en las que en su crucero de instrucción dio la vuelta al mundo. Tú entraste como un simple electricista, pero como marinero ocasional tuviste que aprender el lenguaje de las banderas o a subirte a esos mástiles imposibles.

Llevabas a gala el haber estado en Nueva York, Cuba, Guinea, Argentina y tantos otros lugares del mundo... En aquellos tiempos, 1956, ir hasta esos sitios para un chico sencillo como tú, era inimaginable. Por eso probablemente le diste mucho más valor aún del que por sí ya tenía. Y nos enseñabas postales, cartas y fotografías, mientras nos contabas una y mil historias. Conociste a mucha gente cada vez que arribaste a puerto. Y estabas orgullosísimo de ello.

Cuando, ahora hace doce años, caíste enfermo, y un tumor cerebral te volvió ciego y te trastornó, especialmente durante el último mes de tu vida, te dio por cantar en gallego. Yo no tenía ni idea de que conocieras el idioma. Y no lo sabías. Simplemente estabas rememorando aquellos días en Elcano, junto a compañeros de Galicia que te enseñaron canciones de allí mientras añoraban a sus madres y a sus novias. Por la enfermedad, volviste hacia atrás, recordando inconscientemente tiempos felices antes de partir...

Papá... Hoy hace doce años que te marchaste. No sé dónde estarás. Pero si eres al menos la cuarta parte de lo feliz que fuiste en Elcano, con eso me conformo.

Papá... sé feliz allá donde te encuentres.

miércoles, 26 de septiembre de 2007


Para el marinero de agua de sal más dulce que he conocido nunca. Va por ti, Corsario.



Han dejado de buscaros. No estábais dentro del barco. De ese maldito barco que un día supuso vuestro sustento y el de vuestra familia, y ayer fue prisión con rejas de olas y candados de salitre.

Vuestros cuerpos reposan, ajenos quizá al dolor y los ojos secos de tanto llorar. Hinchados, sí, pero sin que el agua –otra vez el agua- surja de ellos. Las manos duelen de tanto ser apretadas, enlazadas, en una oración imposible. Teníais que aparecer. Vuestra no presencia no formaba parte del doloroso guión. Vuestros tres cuerpos de marineros valientes, como os bauticé el otro día, tenían que aparecer, aun trayendo con su imagen atroces pensamientos de dolor y gritos desgarradores ante la evidencia.

Pero no aparecísteis.

Quién sabe si una sirena aburrida de estar sola en el mar Atlántico de mi Cádiz bonito, ha querido atraparos en su red para que le hagáis más dulces los días, compartiendo con ella aguerridas historias de jornadas en mares embravecidos y contándole anécdotas de los chiquillos que os esperaban en la humilde casa marinera.

Va por vosotros, en el deseo de que algún día, no demasiado lejano, aparezcáis. Aunque dejéis huérfana a la sirena y su red.

martes, 25 de septiembre de 2007


Rondándote.
Aquí estoy rondándote,
inventando cien escaramuzas
para que no me encuentres,
para que pueda seguir mirándote,
observándote, escudriñándote,
en una oscuridad clandestina,
sin que te des cuenta
de que estoy a tu lado.

Eso me divierte.

Ser tu sombra,
tu hada nocturna,
tu mariposa gris,
libélula entre las libélulas,
extraña imagen de mí misma.

Porque temo que,
si me abro
y me muestro
y me entrego
y me tomes,
tembloroso,
entre tus dedos, tus brazos, tu pecho y tu cuerpo,
nunca, nunca jamás,
pueda escapar de ti.

Y, créeme, quiero seguir siendo libre
para continuar saboreándote en silencio.

lunes, 24 de septiembre de 2007

Súplica


Si te descubro
encendido,
con el deseo del curioso
y las ganas del novato,
no te quejes
de los besos malignos,
las caricias a pares,
los destellos en mis ojos.

Espectador de mis senos,
jugador entre mis muslos,
actor de situaciones aprehendidas
(y aprendidas)
de muchas mujeres,
pero únicas en cada una de ellas.
No te quejes.
No.

Consúelate.

Así soy,
Así eres.

viernes, 21 de septiembre de 2007




Encuéntrame.


La recompensa será la esperada: besos en recodos ignotos, caricias a tus lunares ocultos, lametazos en tu piel salina, sonrisas respondiendo a tus diabluras.


Encuéntrame, sí, y permite que tus dedos se paseen por el filo de mi escote, por el encaje de las medias que atenazan sin piedad mis muslos, que jueguen por el tacón de mis sandalias, estilete mortal que ansiarás recorrer con tus ojos hambrientos.


Encuéntrame, sí, de una vez, y deja que tus manos bullan por debajo de mi falda, que levanten algodones y tules, que sometan encajes y transparencias; que, desvergonzadas, retiren braguitas imposibles y suelten algún cachete inesperado.


Encuéntrame, sí, de una vez y para siempre, y no dejes de buscarme a perpetuidad, olvidando allá donde quieras las buenas formas para doblegarme, rendirme, y hacer que me muestre ante ti a la vez sumisa y salvaje, azúcar y sal, guinda y guindilla.

miércoles, 19 de septiembre de 2007

Singular y uno



"La playa y la alta mar dan al hombre un sentido de la distancia, en relación con el llano inmenso que lo rodea; el horizonte es para el marinero y el pescador, singular, uno, sin solución de continuidad, redondo, sin salida posible, como una cárcel, como un grillete gigantesco que sujeta las almas". (Domingo Manfredi Cano, escritor y flamencólogo)



Singular. Uno. Así es el mar para Domingo Manfredi. Sin solución de continuidad, redondo, sin salida posible, como una cárcel. Como un grillete gigantesco que sujeta las almas, sí. Así es para Manfredi y para los valientes marineros del Nuevo Pepita Aurora que desde el fatídico cinco de septiembre pasado descansan en la paz eterna. Tres de ellos siguen esperando que les liberen del grillete gigantesco, que la llave gire y puedan reencontrarse con sus seres queridos, aun fríos, hinchados y con el horror de la asfixia en sus ojos. Pero al menos, aún con el sello horrible de la muerte en sus rostros, tendrán un lugar donde su gente, su gente buena, humilde y sencilla que les llora en la lonja, tengan un lugar más adecuado para hacerlo. El cementerio de Barbate.


Faltan tres. Tres presos que no se han podido liberar aún de los grilletes del mar. Rezo porque muy pronto nos den la noticia.

Mi despacho da al mar, afortunadamente. Al muelle. Todos los días veo el trasiego de buques y barcos que atracan, que se marchan, gente que va, que viene; incluso a veces, desde el balcón de mi despacho, les digo adiós con la mano, como me ocurrió el otro día con un barco de marinos chinos que estaba de instrucción.

La otra mañana fue infernal, llena de truenos y con el cielo negro. Caía el diluvio. Y yo pensaba en los marineros que seguían en el fondo del mar, y que sería imposible rescatarlos con ese tiempo. Y todas las mañanas, cuando llego y abro el balcón, miro al frente y compruebo si el mar está calmo o bravío, si las condiciones serán buenas o no para el rescate. Hoy por ejemplo la mañana era bellísima, el mar perfecto para ello. Sabía que habían estado toda la noche intentando localizar algún cuerpo y luego, a través de internet vi que sí, que uno a la una de la mañana y otro a las siete, justo cuando yo me estaba arreglando para ir al trabajo. Me alegré mucho por ellos y por sus familias, porque ante lo inevitable de sus muertes al menos hay que felicitarse porque los hayan encontrado, pero aún faltan tres. Faltan tres. Faltan tres.


Descansad en paz, valientes marineros del Nuevo Pepita Aurora. Ánimo a sus familias y a todos los barbateños, gente buena de sal y olas. Corsario, te mando un beso especial para ti.


lunes, 17 de septiembre de 2007

Nos ha jodío...






Qué lástima. Después de los tremendos partidos, tras esos hombres luchando con rabia, con furia, con tesón... va Rusia y se queda con el oro.


Estoy muy triste. Sé que la plata es un excelente resultado, por supuesto, pero está claro que aquí sabe bastante amarga.


Besos para estos chicos que tanto nos hacen vibrar, y, especialmente, mil para mi Bomba favorita, mi Bomba Navarro (aynssss, es que este niño me puede... y que me perdone su mujer).


¡Ánimo, sois unos campeones! Y un millón de gracias por estos momentos que nos habéis regalado...


NOTA IMPORTANTE: A petición de María, y porque por supuesto se lo merecen, ahí tenemos a nuestros chicos de voley celebrando su fantástico oro. ¡¡¡¡¡¡FELICIDADES!!!!!!

sábado, 15 de septiembre de 2007


Los vaticinios se cumplieron.
Las promesas de comerme a dentelladas,
el adelanto de una azotaina inofensiva,
el porqué de esa sonrisa malvada,
(y a la vez, el de esos ojos deliciosos),
la caricia tenue no solicitada,
pero siempre agradecida.

Tus argumentos sonando en mis oídos,
tus dedos retozando, remolones,
en mi cabeza, buscando rizos
indolentemente.
Los besos, en mil huecos
estallando;
las venas,
con la pulsión extrema
del gozo incontenido.


Los vaticinios se cumplieron, sí.
Los párpados, cerrados;
el corazón, henchido.
Las caderas, abarcando.
Tus brazos, sobre los míos.

Y yo,
(sí, toda yo)
yo, me convertí al fin
en confirmada promesa,
ya sin corazón marchito.

martes, 11 de septiembre de 2007

Positivo y Negativo


Las palabras se me agolpan y no sé muy bien ni por donde empezar.

Acabo de terminar de ver uno de mis programas favoritos, Documentos TV. El reportaje de hoy se llamaba Positivo, negativo, y me ha parecido muy, muy bueno, como prácticamente todos los que se ofrecen en este espacio. Qué buena idea además jugar con el positivo, negativo, del revelado de una fotografía y de los resultados de las pruebas del sida. Y ahora verán por qué lo digo.

Se trataba de un documental sobre la vida de los seropositivos en Angola, y sobre la mirada que de ellos hacen unos adolescentes a los que una fotógrafa española, Rosina Ymzegna, les regala unas cámaras de fotos. El fin es que los chavales, pertrechados de su correspondiente cámara y dos carretes cada uno, uno en color y otro en blanco y negro, ahonden en la realidad de su ciudad, Luanda, y fotografíen tanto a niños, como a mujeres, como a hombres, y entre ellos a sus familias, sus vecinos, sus compañeros de escuela. De esas fotos, se escogerían las mejores, y éstas se expondrían posteriormente en Madrid, en una muestra bajo el hermoso y original epígrafe de FotogrÁfrica. No he visto el nombre escrito pero quiero imaginar que es así. No encuentro otra manera.

El documental, aunque mostraba a todos los chavales que participaban en la iniciativa -creo recordar que eran quince-, se centró especialmente en Faustino, un chico de catorce años. Precisamente la edad que mi hijo Javier cumple hoy, 12 de septiembre. (A estas horas yo rugía, a una hora aproximadamente de parir. Un parto dificílisimo que casi nos costó la vida, por cierto, a ambos).

Me encantó conocer a Faustino, aunque vivamos a tantísimos kilómetros de distancia, aunque él jamás sabrá de mí, aunque él jamás sepa localizar Cádiz en el mapa. Me pareció admirable que desde los diez años decidiera irse de su casa para irse al otro lado de la ciudad, donde están las chabolas, ya que al lado de éstas está la escuela, y así podría estudiar. Su madre es deficiente mental y el padre creo recordar que dijo que falleció de sida. En cualquier caso, le echó coraje a la vida y aun dejando a su madre con la hermana, apostó por su futuro de libros de texto y polvo de tiza, y se fue. Aunque la miseria le corroyera, aunque tuviera que vivir en unos barracones de lata y cartón. Aunque sobreviva comiendo todos los días -él, en edad de crecer- un amarillo puré de harina de maíz. Aunque sólo consiga malvivir con menos de dos euros diarios vendiendo juguetes de lata que fabrica con aerosoles vacíos.

Faustino, con esa asombrosa dignidad de los pobres más pobres, adecentó su chabola de cartón y lata, y estiró trapos, barrió el suelo con unas hojas grandes de palmera y ordenó lo poquito que tenía que ordenar. Quería que todo estuviera limpio y adecentado para cuando acudiera Rosina a darle su primera clase de fotografía. Qué muchacho tan cabal, con la madurez y serenidad que sólo puede aportarte la experiencia de salir a trompicones de los obstáculos que te pone la vida...

Mientras veía complacida las hermosas fotos que hacía Faustino -la hermosa hermosura dentro de la pobreza más paupérrima, valga la doble redundancia-, me dejaba llevar por los datos escalofriantes del reportaje: en el mundo hay cuarenta millones de enfermos de sida, y en África, veintiséis millones. Las campañas de prevención son constantes en Angola donde, afortunadamente, aún la enfermedad no ha causado los estragos que en otros países del continente negro. Pero pasa lo de siempre: los chicos no quieren usar la camisinha porque dicen que pierden sensibilidad en sus relaciones sexuales, y las chicas tampoco quieren utilizarla porque al hacerlo, sus hipotéticas parejas piensan que ellas están enfermas y no quieren propagar la enfermedad si practican sexo. La típica pescadilla que se muerde la cola.

Conocí las vivencias de Carolina, una valiente mujer que es seropositiva pero que ha tenido un bebé precioso sin estar enfermo porque lo tuvo por inseminación artificial y el parto fue por cesárea. A pesar de que sufre el rechazo de muchos convecinos, ella no se calla y denuncia el abandono de las autoridades locales en materia de ayuda contra el sida. Conocí el caso de un pobre enfermo sin nombre, dejado de la mano de mi Dios o del suyo en una especie de residencia para terminales, comido por las moscas y llenito de dolores, esperando pacientemente la muerte. Conocí la historia de Jefeta, que con una dentadura preciosa, sonríe a sus catorce años y dice que de mayor quiere ser abogada. Pequeñas grandes historias que me han conmovido, como lo ha hecho también la de Faustino, que, paradojas de la vida, mientras salía de su chabola de lata y desechos para hacerse un plato de puré de harina de maíz, dejaba atrás, colgado en un cartón a modo de pared, un enorme póster de dos megaestrellas multimillonarias: Ronaldo y Ronaldinho.

lunes, 10 de septiembre de 2007

Déjame


Déjame reposar mis labios en los tuyos,
y al hacerlo, obtener la certeza de saberte mío.
Fabricaré para ti
retazos de mi vida,
retales de recuerdos,
cosidos todos primorosamente
y anclados así en mis sueños.


Déjame, al fin, conquistarte,
y clavar mi bandera de amor en tu pecho,
gritando a todos que eres mío,
cincelando mi nombre
en tu cuerpo extendido.

domingo, 9 de septiembre de 2007

Sensaciones


Sintiéndote,
como si apenas existieras,
como si fueras sólo una sombra,
como un dibujo desvaído
de carboncillo sobre papel.

Sospechándote,
como cuando te metes de soslayo en mi cama,
y mientras duermo,
me besas los párpados,
aquellos que por ello nunca quiero abrir.

Intuyéndote,
como cuando advierto el chasquido
de tus besos divinos en mis orejas,
y tu vaho caliente
regala oleadas de tibieza.

Te siento, te sospecho, te intuyo... Te tengo, al fin.

sábado, 8 de septiembre de 2007

Cádiz


No sé si a ustedes les gusta el flamenco. A mí, me apasiona. En mi casa no había nadie, a excepción de mi padre, que fuera aficionado. Así que ahí me ven ustedes, con nueve o diez años, junto a mi padre y un antiquísimo magnetófono SANYO, el primero que él compró y que aún recuerdo como si lo tuviera delante, escuchando juntos las voces de La Paquera de Jerez, Beni de Cádiz, El Chocolate, Rancapino, Chano Lobato o Camarón. Para mi oído infantil era mucho más fácil escuchar cantes festeros -alegrías, bulerías, cantiñas, mirabrás-, pero inconscientemente mi interior detectaba que tras los quejíos y la jondura de los cantes serios había algo más. Los sentimientos a flor de piel en una caña, la tristeza infinita en unas carceleras o unos martinetes, soberanía en unas tarantas o en un polo.

Aprendí a distinguir unas bamberas de unas rosas, unas guajiras de una minera, entre otras cosas porque no tenían nada que ver... a excepción de ese cordón umbilical que era el plasmar los sentimientos a través del quejío, los melismas y lo jondo. Que no hondo: en flamenco, es jondo.

Anoche asistí con Laura al estreno de la obra "Cádiz", con la dirección escénica de Pepa Gamboa y la coreografía de El Junco -no confundir con el ex amante de Lola Flores, que este Junco es otro, un bailaor genial de Cádiz-.

No tengo palabras para describir el maravilloso espectáculo que anoche degusté en el Gran Teatro Falla. Y digo bien degusté porque fue un auténtico deleite para los sentidos. Ante un teatro completamente abarrotado, se rendía homenaje con "Cádiz" al espectáculo que en 1933 elevó a la categoría de leyenda a La Argentinita: "Las calles de Cádiz", con un libreto de Ignacio Sánchez Mejías.

Una obra larga -dos horas y media- que mostraba en dos partes divididas por un descanso de quince minutos, los cantes de mi tierra, apoyado todo por un excelente plantel de bailaores, guitarristas y excepcionales cantaores. Aquí no había como suele ser habitual en el flamenco moderno, ni flautas, ni violines, ni siquiera cajones. Los únicos instrumentos fueron las guitarras flamenca y las voces exquisitas de Mariana Cornejo, Carmen de la Jara, Miguel Rosendo, David Palomar y Emilio Florido. No hacía falta más, aunque suene a tópico.

Acompañando al cuerpo de baile, formado por cuatro chicas y cuatro chicos, como artistas invitadas estaban las grandes y jóvenes bailaoras gaditanas María José Franco -impresionantes sus zapateados-, Ana Salazar -que no sólo baila como los ángeles, sino que también cantó dos piezas con voz y sentimiento desgarradores, resultando inolvidable su versión personalísima del "Para que no me olvides"-, y Rosario Toledo -menuda, graciosa y cimbreándose como un junco, toda flexibilidad-. Y por supuesto, como plato especial, El Junco. Yo ya lo había visto bailar un par de veces y les aseguro que no hay palabras para describir su arte. Un chico guapísimo, alto, espigado y elegantísimo en sus movimientos, con una fuerza increíble en sus solos de zapateado pero sin ser una apisonadora, dotando al baile del contrapunto justo entre fuerza, firmeza y señorío... y unos brazos y manos que hay que ver en acción. Yo no puedo describir cómo baila. Es imposible.

Los guitarristas, perfectos, y no digamos nada de los cantaores. Comenzando por mi adorada Mariana Cornejo, a la que ahora voy a llamar para felicitarla, y siguiendo por Carmen de la Jara, todo dulzura y majestuosidad -qué gran señora del cante-, terminando por supuesto por los tres cantaores masculinos. Yo estaba literalmente embobada ante tal fuerza, ante tamaña exhibición de maestría. Y eso que los tres son jóvenes y les queda muchísimo aún por demostrar.

Alegrías, mirabrás, caracoles, el pregón de Macandé, cantiñas, rosas, tanguillo, guajira, farruca, fandango de Macandé, soleá, seguiriya, malagueña, tientos, bamberas, bulerías y fin de fiesta... No sé si me dejo algo, pero al menos todos estos cantes los pude degustar anoche en tan maravilloso espectáculo.

No quiero olvidarme de la colaboración especial de Jose Mari Acosta, "El niño", y mi buen amigo José Ramón de Castro, "Ramoni", dos hombres ligados desde hace más de veinte años al carnaval -y aún no han cumplido los cuarenta-, y que desempeñaban con maestría el papel de hilo conductor entre los diferentes cuadros, bien entonando coplillas o con algunos diálogos cómicos, con continuos guiños a nuestras cosillas de Cai.

El espectáculo, al que Laura y yo asistimos por cierto en primera fila, todo un gustazo, se estructura de la siguiente manera:

Primera parte:

1.- Las calles de Cádiz

2.- El viento y la mar

3.- Los catedráticos callejeros

4.- Se buscan artistas

Tras el descanso, la Segunda parte:

5.- Colmao gaditano

Ayer fue el estreno para el público, aunque ya el día 6 se estrenó para invitados al 35 Congreso de Flamenco que se está celebrando desde el día 5 y hasta hoy en nuestra ciudad. Hoy sábado se iba a ofrecer la última función, pero ante el tremendo éxito, se ha decidido que mañana también habrá otra. Posteriormente se representará en Málaga y ya en Noviembre, en Sevilla.

Ignoro si se lanzará en DVD en fechas próximas. Espero que así sea, porque seré de las primeras en adquirirlo. Merece la pena, de verdad.

jueves, 6 de septiembre de 2007







"Mami... algunas veces veo unas manchitas blancas, como si viera la tele con nieve"... (Laura, 8 años)






La sentencia sonó en la consulta del oftalmólogo -silenciosa, en penumbra,dotada de una atmósfera apacible- como un terrible trueno.

- Laura tiene una catarata congénita. Por eso ve "manchitas blancas". Mire al monitor mientras le hago el fondo de ojos. ¿Las ve? Ahí están. Las famosas manchitas blancas.

Y ahí estaba yo, ayer por la tarde, en la consulta del oftalmólogo y sintiendo cómo se me desgarraba el corazón mientras, con voz trémula y sin apartar los ojos aterrados del monitor, le acribillaba a preguntas:

- ¿Derivará a peor? ¿Qué le pasa a Laura? ¿Congénita? ¿La tiene entonces desde que nació? Ella jamás se ha quejado de la vista, jamás...

El abatimiento pudo al miedo en el tono de mis preguntas. Allí estaba yo, y aun acompañada de mis dos hijos, sola, como siempre. Sola. Ustedes ya me entienden. La cabeza comenzó a girar vertiginosamente.

-No, no se preocupe que no es grave. La niña lo tiene desde que nació, pero no es grave. No hay que operar ni hay que preocuparse, a menos que las manchas blancas crecieran o fueran a más.

No es grave, pero cuando le pregunté ayer por la tarde a Laura -al salir del médico y en el parque donde le gusta montarse en los columpios-, si esas manchitas las veía siempre, me dijo, sonriente, que sí. Y repitió, al igual que otras veces y como en la letanía de una de sus canciones de palmitas, ignorante de lo que padece:

- Mami, es como si viera la tele cuando no se ve la peli, cuando sale la "nieve".

Y mami, con el corazón desgarrado, le sonrió y empezó a pensar para sus adentros qué calidad de vida tendrá su hadita, su princesa, su niña por la que moriría sin dudar, cuando la criatura posiblemente va a ver toda la vida delante de sus ojos salpicada de manchitas blancas. Su Laura.

El gusano atroz del miedo, a pesar de las esperanzadoras palabras del oftalmólogo, había empezado, ya desde la consulta, a escarbar en su frágil corazón y a atenazar sus dedos y su mente, hasta el punto que impidió que anoche pudiera escribir prácticamente nada, sólo una rápida contestación a una nueva invitada que se acercó a mordisquear una de estas cerezas. En su mente sólo había un nombre, una idea, una obsesión: Laura.

miércoles, 5 de septiembre de 2007


Están solos. La desesperanza puede con ellos. Durante muchos años perseguidos, teniendo que esconderse en armarios repletos de naftalina, estos homosexuales se asombran del mundo abierto y plagado de ventajas y reconocimiento social -en su gran mayoría, a pesar de las barreras, que todavía las hay- del que disfrutan chicos y chicas homosexuales, que han optado por no esconderse y asumir naturalmente su sexualidad.


Cuando digo que están solos me refiero a Juan, Fernando, Manuel y Gloria, los protagonistas del Documentos TV de hoy, que ha terminado hace un ratito. El tema giraba en torno a la homosexualidad entre los ancianos y gente mayor. Testimonios muy duros, sobre todo de soledad, como contrapunto a ese mundo de gays y lesbianas con una excelente posición económica y social. Viejitos con pensiones de 400 euros, con dos infartos al pecho (por no decir a la espalda) y poquitas ganas de vivir tras haber pasado incluso por la terrible experiencia de los electroshocks... Lesbianas luchadoras como Gloria que a sus años le desvela a su hermana que no es heterosexual, o como Susana, psicóloga argentina, que en el Madrid de la movida comenzó a descubrir garitos oscuros donde poder besar a las chicas, iniciándose así para ella un sendero lleno de luz y esperanza...


Entre ese mundo de tristeza y desesperanza, la sonrisa franca de Juan que, palabras propias, y a pesar de no cumplir ya los 65, "aún espera a su media naranja". Esa sonrisa me pareció una flor en medio de tanta soledad, una brizna de color entre tanto gris de represión padecida.

martes, 4 de septiembre de 2007

Sueñen...


Se acabaron unos días de vacaciones de los que he disfrutado y mañana -ya hoy en realidad, en muy pocas horas-, vuelta al trabajo.

Hoy no dispongo apenas de tiempo para escribir. Pero al menos, quería desearles buenas noches a todos. Sigan soñando con historias arrebatadoras, música que enamora, bailes maravillosos, enanitos de cuento, escenas surrealistas y besos apasionados; háganlo con las caricias tibias que se dieron y con aquellas que están aún por venir. No dejen de hacerlo... y sueñen, por favor...

lunes, 3 de septiembre de 2007

Eso creyeron entonces


Después de años de no verse, pero sí de imaginarse, les pareció mentira. No se creían esos dedos recorriendo trémulos la piel ajena, palpando carne algo más marchita pero también más sapiente; se asombraban de reencontrarse de nuevo en sus respectivos regazos después de tantos años. Ahora el gozo era distinto: los cuerpos, dotados de más experiencia, sabían captar todas las señales que antaño les eran imperceptibles; su capacidad de respuesta ante los estímulos era quizá más tardía pero con seguridad más placentera.

Habían pasado varios años desde la última vez que se tuvieron, desde aquella noche de luna nueva, oscura como el destino que debía separarles, llena de neblosos presagios y adelantos tenebrosos de una separación que habría de ser –eso creyeron entonces-, definitiva. Él cerró –aún más- los ojos, e intentó recordar el momento exacto de ese último beso, el instante cruel en que sus labios deseaban inexorablemente perpetuar lo perecedero, lo que tendría que morir a la fuerza en aquel mismo segundo. Le vinieron entonces a la mente las amargas lágrimas de aquella chica, menuda, pelirroja y graciosa, que en aquella lóbrega noche tornó sus mohines traviesos por desdichadas muecas de pena. Las lentejas de su cara pecosa le parecieron mucho más oscuras, de sombrías que se volvieron, y el verde de sus ojos, siempre dos lagos transparentes, aparecían ahora repletos de cieno, ofreciendo un color mucho más intenso.

La despedida fue terrible. Anterior a aquel beso que unió sus labios por última vez durante muchos años y, para siempre –eso creyeron entonces-, hubo caricias repletas de amor, abrazos que congestionaban, llenos de desesperación porque venían de personas condenadas a separarse, mordisquitos preñados de picardía que aquella amarga noche no sabían más que a dolor. Hicieron el amor como tantas otras veces, pero a sabiendas de que no volverían –eso creyeron entonces- a compartir nunca más el lecho, en vez de entregarse de una forma desbocada, se amaron por tiempos, como en una pieza musical. Desde el Adagio Cantabile al Prestissimo, pasando por el Andante Moderato… aunque predominó el Lento. No podía ser de otra manera.

Tras años y años de no tenerse, de no compartir susurros y guiños, ternura y secretos, de no adivinarse entre las sábanas de algodón, ahí estaban, el uno junto al otro, dos cuerpos con más arrugas y con la certidumbre y las ventajas de conocerse perfectamente. A pesar del tiempo transcurrido, no habían decrecido las ganas de arrullarse y eso se notaba en el cariño puesto en el encuentro, en la ilusión con la que se bajaban cremalleras y desabrochaban botones, en la apremiante necesidad de unir bocas en besos incontrolados.

Los amantes, pues, repitieron los gestos que habían protagonizado la última noche –eso creyeron entonces- que iban a estar juntos, y no por duplicados, les parecieron menos hermosos y emocionantes.

domingo, 2 de septiembre de 2007


Acabo de venir de dar un paseo con Laura por el paseo marítimo. Hace algo de viento, pero no es excesivamente desagradable. Ello me ha permitido disfrutar muchísimo de esta playa nocturna, de este paisaje maravilloso, con una marea vacía que dejaba al descubierto kilómetros de arena dorada, limpia, fina, maravillosa. Pasear de noche por la playa y por el paseo marítimo es uno de los grandes lujos impagables de los cuales disfrutamos los gaditanos. Nuestra ciudad es muy tranquila, pequeña, donde prácticamente todos nos conocemos, y donde la cultura de la playa y de dar un paseo junto a ella y en ella misma está muy arraigada desde que somos pequeños. Lógico en un sitio que prácticamente es una isla, y donde el mar tiene tanto peso.

Se nota que ya estamos comenzando el mes de septiembre porque hay bastante menos veraneantes por el paseo marítimo. Ya no hay tanta gente curioseando entre los puestos de baratijas y el volumen de comensales en las terrazas de los restaurantes o en los chiringuitos nocturnos en la playa empieza a ser menor. Poco a poco, casi sin darnos cuenta, la ciudad se irá quedando con su gente de siempre, los chiringuitos, tumbonas y sombrillas de paja se recogerán hasta el verano que viene, y el vendedor de mojama y cañaíllas sólo aparecerá los domingos de sol al mediodía.

Eso sí, me queda como consuelo que siempre estará ahí mi playa para poder seguir paseando por ella los días menos fríos del invierno. Siempre mi adorada playa de Cádiz.

viernes, 31 de agosto de 2007



"No es esencial que los oyentes detecten con precisión todos los procedimientos rítmicos de la música que oyen, como no necesitan detectar todos los acordes de la música clásica. Eso queda para los profesores de armonía y los compositores profesionales. ¡En el momento que reciben una sorpresa, se dan cuenta de que es hermoso, que la música les conmueve, el objetivo se logra!" (Olivier Messiaen, 1908-1992)








Anoche asistí con Laura al último concierto dentro del ciclo que ha organizado en este verano el Casino Gaditano. Bajo el marco de una arquitectura preciosa, de estilo mozárabe, y un público en respetuoso silencio entre movimiento y movimiento, sin toses inoportunas ni aplausos fuera de lugar, asistí a un brillante concierto a dúo de los músicos Arnol W. Collado (piano) y Miguel Domínguez (clarinete).


Desconocía el programa cuando me senté allí, en un patio cubierto por una montera acristalada de colores vivos, que pronto se llenaría, quedando incluso muchas personas de pie. Y es que en Cádiz hay hambre de buenos momentos culturales. Es una lástima que, aun habiendo propuestas, algunas sean bastante mediocres, como la programación para este otoño en el Gran Teatro Falla. Al menos, comparándola con la de otros años, me parece realmente menos brillante.


Decía que no sabía qué programa era el que nos iban a ofrecer estos dos músicos cuando acudí al concierto. Y cuando lo vi, reconozco que desconocía uno de los nombres. Eran obras de Schumann, Saint-Saëns, Pierné, Messiaen y Malcom Arnold. De los cuatro primeros, sobre todo de Schumann, sí que había disfrutado obras, no así del último. Y me sumergí , junto a mi hija -atenta a los músicos, a los instrumentos, a la música, a las partituras en su atril, a todo- en hora y media de un recital francamente bueno y que agradó muchísimo a los allí presentes.


En un momento dado, el clarinetista ofreció el Tercer movimiento para clarinete solo del Cuarteto para el fin de los tiempos. Antes, nos ofreció un esbozo del porqué de esa pieza y cuáles fueron las terribles circunstancias en las que fue escrita. Además, nos adelantó detalles musicales que íbamos a escuchar, para que así lo percibiéramos en toda su intensidad. Sin duda, una valiosa explicación académica. No en vano, Domínguez es profesor del Conservatorio en Sanlúcar la Mayor (Sevilla).


Olivier Messiaen, músico y ornitólogo, la escribió en un campo de concentración, donde conoció a otros músicos (un clarinetista, un chelista y un violinista). Los cuatro, en condiciones nefastas como lógicamente correspondían a un campo de este tipo (los instrumentos deteriorados, especialmente el piano que tocaba Messiaen, de tipo vertical y con falta de algunas teclas, nula calidad en cuanto a acústica, un frío espantoso en ese enero de 1941, etc.), ofrecieron la obra tras un tiempo de ensayo. Y aquella, en medio del horror, de la desesperanza y de la angustia, encantó tanto a prisioneros, como a vigilantes, como a soldados. Por unos minutos, el horror se vistió de música y logró aunar espíritus enfrentados. Anoche en Cádiz, mientras oía la triste pieza, pensé que la fuerza de la música tiene el inmenso poder de, a menudo, arrasar incluso con la desgracia, el miedo, la desdicha. Y en este caso concreto se trató del triunfo de la belleza sobre el horror.

miércoles, 29 de agosto de 2007


Para C. y su sonrisa. (Espero verte pronto...)




La chica se estremeció ante el anuncio de lo que habría de llegar. Rellenita, le gustaba imaginarse, en su soledad, esos dedos curiosos e inquisidores concediendo calidez y dibujando vericuetos en su cuerpo tibio. Le encantó verse abandonada, abierta y desnuda, casi desvalida ante el torbellino de deseo arrobador que habría de arrastrarla, como si fuera un tsunami. Una ola enorme que la envolvería, recorriéndola con su espuma y salitre y dejando, solícita, que se extraviara en ella. La mujer lo agradecería siempre, porque le encantaba estar a merced de las lúbricas situaciones a las que él la llevaba. Él era en sí ese tsunami, aunque ni lo sospechara.

Se veía cautiva de su mano, caminando por el pasillo hacia el dormitorio, medio desnuda, con unas braguitas negras que a duras penas abarcaba aquel trasero redondo, rotundo, pleno de carnes turgentes y embriagadoras. Algo pasada de kilos, la chica de pelo rojo adoraba esos abrazos que intentaban abarcar lo inabarcable: su cuerpo divino de curvas y montes, de carreteras por atravesar y senderos que adivinar.

Le encantaba observarle mientras él, abandonado al deseo y desdeñando la inquietud de ella por su cuerpo excesivo, cerraba los ojos y se sumergía, solícito, entre aquellos muslos de arropía y miel que sostenían una cueva de maravillosa sal. El acíbar de unos besos furtivos se transformaba en dulce ambrosía como por arte de magia. Los tirones de pelo, amagando fiereza, se hacían entonces dulces zalemas. El pretendido desdén dentro del juego en la cama, escondía en realidad tremendo agasajo. Las tornas cambiaban cuando ambos, se tenían, por fin, uno frente al otro. Por fin.

Puerta al cielo


Sólo 22 años, un futuro brillantísimo, un rostro hermoso, creador de un gol calificado de "Puertazo" -entre otras muchísimas filigranas nacidas de sus botas-, y que fue el que clasificó a su equipo para la final de la Copa de la UEFA en 2006, un amor exacerbado por el club que le vio nacer como deportista, una novia-niña que se deshace de pena, un bebé que está por nacer y que nunca le alargará sus bracitos, unos padres destrozados, una afición consternada, unos compañeros que le lloran...

Me ha impresionado mucho la muerte de Antonio J. Puerta, tan joven, tan guapo, tan sonriente, tan solícito con esos niños que le pedían autógrafos, tan buena persona según comentan, tan...

Me ha dado mucha, mucha pena, sinceramente. Descanse en paz.

lunes, 27 de agosto de 2007

Hasta siempre, Emma


Hermana de una de mis actrices favoritas -Terele Pávez- y de la también actriz Elisa Montes, se nos ha ido a los 76 años la gran Emma Penella. Grande por volumen, grande por, según las que la conocían, buena persona, y grande, desde mi modesto punto de vista, por ser excelente actriz, que además recogió, en 1997, la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes.

A mí siempre me había llamado la atención, desde que siendo muy pequeña empecé a amar el cine, aquella actriz que veía en películas españolas en blanco y negro, rellena, -"grande de huesos" como se dice eufemísticamente para designar a alguien sobrado de kilos-, y, sobre todo, con una voz bastante peculiar. Una voz cascada, muy característica, como ha ocurrido y sigue pasando con grandes actores -Pepe Isbert, José Luis López Vázquez, Fernando Fernán Gómez, María Galiana...-. Uno cierra los ojos, escucha esas voces, e inmediatamente las asocia con su actor correspondiente. Pues exactamente igual sucedía con la gran Emma.

De sonrisa franca y ojos grandes, Emma era, antes de engordar, una escultural mujer que demostró lo bien que sabía hacerlo en películas como Cómicos, La busca, y, sobre todo, en El verdugo, una de mis favoritas. Junto a los excelentes Pepe Isbert y Nino Manfredi, formaba un equipo brillante dentro de ese magnífico alegato en contra de la pena capital. No importa las veces que la haya visto, porque, al igual que me pasa con otras películas, no me canso. Y me encanta verla a ella, mientras plancha la ropa a su padre o sueña un futuro mejor junto a su marido y su niño, anhelando un piso nuevo y moderno.

Debo ser de los pocos españoles que jamás ha visto un capítulo de Aquí no hay quien viva -creo que ahora se llama Lo que se avecina-. Sé que Emma salía en ambas series y, si hay algo de lo que me arrepienta de no haberme enganchado a una de ellas, o a las dos, es de no haberla visto en acción, con lo que esta actriz me gusta.

Y hablo naturalmente en presente, porque, aún habiéndonos dejado, Emma y su recuerdo, junto a sus ojos oscuros, su cuerpo grande y su voz cascada, seguirá acompañándonos para siempre, afortunadamente. Descanse en paz.

Luna llena


Luna llena. Hoy hay luna llena. Una luna muy redonda, grande y blanca como un queso, dibujando un haz de plata sobre el mar oscuro y calmo de mi Cádiz.


No me canso de mirar la luna, y menos cuando se refleja su luz en el mar. En estas últimas condiciones siempre ha significado en mi vida un momento hipnótico, donde he encontrado un verdadero remanso de paz, donde he logrado desvincularme del ruido ocasional de coches y motos y me he zambullido en mi silencio interior, haciéndome decenas de preguntas bañándome de luna.


Luna llena, grande, bonita, luna que iluminas hoy mi mar como un enorme queso. Luna maravillosa que tanto me gusta mirarte... Hoy te dedico, luna, esta letra de carnaval del maestro Paco Alba, de su comparsa Los Fígaros (1964).


No es que la luna

tenga luz de plata,

como nos dicen

algunos poetas.

Es que de noche

se baña en las aguas

de nuestra típica y bella Caleta,

y los reflejos de su verde lata

mojan y empapan su gran pandereta.

Y con la luz

que a Cádiz le arrebata,

luego ilumina

el resto del planeta.

Que no nos digan

pues esos rapsodas

que de la luna la plata salió,

porque de plata son

todas las cosas

que mi caracola

tiene alrededor.

Ay...

Póngase usted,

ya la verá,

una noche a contemplar

esos millones de estrellas

que se cuelan en el mar

y comprobará

la claridad y hermosura,

que han venido a desmentir

y que no es literatura,

que es plata pura,

que hasta el sol viene

a morir...

;;

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