sábado, 30 de junio de 2007


El titular de prensa: "Un niño de ocho años alerta a la Ertzaintza de que su madre sufría malos tratos".


Y yo me pregunto: "¿Y quién protege a los niños"


Mis hijos, los hijos de mis amigos, los hijos de aquellos que me leen, son niños privilegiados, niños que apuran sus días de infancia sin más preocupación que las notas del cole o saber qué les habrá metido mami o papi en el bocata del recreo. Pero, independientemente de los niños del Congo, famélicos y sin más que ofrecer que sus enormes ojos taladrándonos nuestras conciencias, independientemente de esos niños de China que acarrean ladrillos ardientes en condiciones inhumanas (el trabajar a ciertas edades, y más en dichas condiciones ya es de por sí inhumano), independientemente de la soledad de las niñas de nueve años en Thailandia esperando a un cerdo seboso que entre por la puerta para seguir arrancándole a jirones la poca inocencia que le queda... independientemente de todo ese horror, están los otros niños.


Niños que podemos ver en cualquier parque, en algún colegio de nuestra ciudad. Niños que, en principio, a simple vista, son tan felices como nuestros hijos, como los hijos de nuestros amigos, como los de nuestros vecinos. Pero si escrutamos más allá de sus ojos, descubriremos que son tan inquietantemente inquisidores como los de las pobres criaturas del Congo, y hallaremos que nos preguntan, lacerantes: "¿Qué hice para que me peguen así? ¿Que pasó para que el amigo de mi padre me toque, él que me dejó confiado a su cuidado y jamás se creería lo que quiero contarle?"


Son las víctimas de abusos igual de escalofriantes que los de las niñas de Thailandia o los niños de China, pero , por ser más cercanos, paradójicamente, nos quedan más lejos. Muchos nos tapamos los ojos y no queremos ver lo que hay detrás de esos ojos tristes, brillantes, marchitos, que, a pesar de todo, aún esconden una cascada de inocencia. Afortunadamente.

viernes, 29 de junio de 2007

De tus manos


Adoro el perfume de tus manos. Es cálido, pero a la vez inquietante. Es dulce, pero a la vez salado. Cierro los ojos y las huelo después de habérmelas pasado por toda la piel, despacio, como a ti y a mí nos gusta, haciendo remolinos con tus dedos en el vello de mi sexo y dando pequeños tironcitos que me hacen sonreír.


Has pasado tus manos por mis pechos. Ellos casi rebotaron cuando desabrochaste mi sujetador: yo no quise hacerlo y dejé que fueras tú quien los aprisionara de su dulce tortura de encaje y satén. Los tuviste entre ellas. Los sopesaste, con cariño, calibrando una vez más su forma, el color y tamaño de sus pezones, sonriendo a ese lunar que aparece, divertido, como un visitante inesperado. Los acariciaste con dulzura, amasando suavemente sin lastimar, convencido de que el deseo crecería a medida que los ibas tocando. Sin brusquedad, con mesura.


Pasaste tus manos por mis brazos también sin prisa, recreándote en cada centímetro, paladeando con la vista el hueco opuesto al codo, aprovechando para pasar tu lengua por él. Mis hombros, mis brazos, mis antebrazos, mis muñecas que giraste para besar esas venas que pugnan por salir, tan azules bajo una piel fina… Y mis manos. Mis dedos largos, mis uñas sin pintar, mis palmas que abrí para dejar que depositaras besos una y otra vez, de nuevo mis dedos que se meten en tu boca como inesperados huéspedes.


Tus manos pasearon por mi espalda, delicada y lentamente, recreándose en cada curva, y te asemejaste al viajero, que, asombrado, llega por primera vez a una ciudad que sólo existió en sus sueños y comprueba que es más bonita de lo que nunca pensó. Desde el hueco de los riñones, bajas las manos a mis nalgas. Más curvas aún, más voluptuosidad que te va enardeciendo por momentos, hasta hacer que tus dedos también sean visitantes inesperados de oquedades por descubrir.


Y mi sexo… Tus dedos se deslizan por él, que hace rato que te espera, húmedo, cálido, deseando que el sueño de tus manos por mi cuerpo no se rompa como una frágil pompa de jabón; anhelando por momentos que consigan levantar suspiros de amor sin fin; esperando que consigan latigazos inolvidables de uno, dos, tres orgasmos que juntos celebraremos mirándonos a los ojos.


Por eso adoro el olor de tus manos. Porque huelen a mí.

jueves, 28 de junio de 2007


Escribí María hace un par de meses. Arreciaba el mes de marzo, la primavera estaba a punto de estallar pero aún aguardaba, agazapada, como esperando dar una sorpresa de cumpleaños, quizá regodeándose en saberse regaladora de próximos cielos claros y flores reventando colores. No sé. El caso es que aún tardaría unos días por llegar la primavera en su plenitud. Recuerdo que cuando escribí María -y los otros relatos- aún hacía frío, pero no importaba, porque estaba embriagada de amor, de un sentimiento tan puro, tan pleno, que yo me asustaba, porque no quería ni creerme cuánto quería, cuánta cantidad de amor era capaz de atesorar y regalar. Estaba absolutamente borracha de amor. Y no me importaba el frío, pues era tanto el amor que sentía, que notaba en mi piel su aliento cálido y sus abrazos ardientes a pesar de la distancia.



Fue esa, la época de septiembre a abril, la más fructífera de mi vida en cuanto a inspiración, excepción hecha de aquellas tardes de agosto de 2001, recién separada, con una herida abierta en lo más profundo de mi alma pero con la ilusión de tener alguien a quien poder contarle mis cuentos eróticos, como una moderna Sherezade, a pesar de que sabía que lo nuestro no pasaría de una bonita amistad. Y en realidad, era lo que quería. Ni más, ni menos.



Esta ocasión, fue diferente. Porque estaba enamorada, muy enamorada, exacerbadamente enamorada; porque las Musas bajaban cada día, cada tarde, cada noche y cada madrugada, y me rondaban las entrañas, y el cerebro, y el corazón, y el alma, y me taladraban sin piedad, obligándome a escribir hermosas historias y delicados textos de amor. Arañaban mis entresijos, mis interioridades, hacían que esos jirones salieran a la luz en forma de prosa poética, de poesía sin rima, de ardientes relatos eróticos, de delicadas historias sobre la vida y la muerte. Pero daba igual, esos arañazos no me dolían: me daban la vida. Los textos, mis escritos, rezumaban amor por todas las letras que componían el cuerpo de los mismos, ya que poros no poseían.



Y me sentía orgullosa, plena, feliz, satisfecha, porque un día y otro, apenas agotada mi capacidad de asombro, veía complacida como las Musas me regalaban con su presencia. Una visita, la más deseada para alguien, como yo, que gusta de juntar letras. Me daba miedo despertar, porque sabía que, cuando así lo hiciera, mis Musas me dejarían, abandonada a mi suerte, lamentándome como una pobre tontita porque no me acordaría de escribir, de plasmar sentimientos, de contar historias. Si es que algún día supe hacerlo. Si es que algún día tuve esa maravillosa capacidad de saber escribir y de saber contar historias.



Creo que no, que nunca la tuve. Que fue el amor, el que sentí un día, tan grande, tan implacable, tan absorbente, tan esplendoroso, tan irreal, tan cercano y tan lejano, sí, aquel que sentí un día por él, el que se ató entre mis dedos y obligó a que yo, escribiendo, contando historias, lo fuera desenredando poco a poco y lo liberara de mi ser.



Ahora, mis dedos, mi ser, completamente libres de ese amor, -muy a su pesar-, no saben tejer historias. Mis Musas, tan amantes y espléndidas en otros tiempos, son ahora rácanas y aparecen yermas. Mis dedos, muertos de amor, se han quedado quietos y mudos. Tan mudos como él se ha quedado.


Definitivamente, ya no sé tejer historias.

María



Para mi Dead, porque con este relato me dijo que le devolví el gusto por la lectura. Y me enorgullezco de ello.
Para Daniel, el chico que pone ojos de soñar con libros, porque me inspiré en él para el Daniel de mi historia.



Cada día, al salir del trabajo, María se apostaba detrás del tronco. No de uno cualquiera, no. Siempre detrás del mismo, poderoso y fuerte. Y tenía sus motivos para la rutinaria elección. La anchura del tronco trufado de verdín, y, sobre todo su bendita posición, cercana a aquel banco azul, le permitía pasar tarde a tarde completamente desapercibida.


La recompensa a largos y exasperantes minutos de espera, tomaba los rasgos de un chico joven, moreno, de aire distraído y ojos de soñar con libros. Sobre las seis y cuarto, Julián tomaba asiento en su trono particular, construido de madera sencilla y metal coloreado, pero para él, un valioso reducto para abrazar historias. Todas las tardes, en vez de recrearse en los escotes de las chicas que pasaban, Julián prefería pasear sus ojos por las faldas de la reina Ginevra o por las manos níveas de Marguerite Gautier, entre las de otras muchas heroínas.


María salía a las seis de la fábrica donde, cada día, alimentaba su cartera y aburría su vida con un fastidioso trabajo en cadena. Colocaba cada jornada unos tornillos idénticos en unas piezas también idénticas, en un proceso alienante y aburrido que le amargaba la vida. Su única ilusión, cada tarde, desde que descubriera a aquel chico por vez primera en su trono de fantasía, era esperar, con el corazón alborotado saliéndosele por la boca, que sonara la maldita sirena, anunciadora de algún que otro suspiro aliviado y de apresuradas salidas.


Cada tarde, se escondía detrás del tronco y, simultáneamente, en una sincronización perfecta que a María maravillaba, Julián se le aparecía como el bálsamo reparador que curaba su monotonía diaria. Le gustaba observarlo, intentando imaginar qué sería aquello que captaba el interés desmedido de Julián por sus libros.


Y es que a María no le gustaba leer, y no entendía qué placer escondían aquellas negras sobre blanco, y esas ilustraciones que atrapaban al muchacho. Lo poco que había leído en su vida vino dado por obligaciones escolares, pero en cuanto el destino le obsequió demasiado pronto con un precioso bebé y un malnacido que se desatendió de todo, dejó cuadernos y lápices por biberones y un trabajo gris.


Una tarde de otoño, mientras el cielo amarilleaba empezando a dar coletazos en su claridad para dar paso a la negrura de la noche, María, con su aguzada vista y gracias a su privilegiada atalaya del parque, observó como Julián apuraba las últimas hojas del libro que tenía entre las manos y lo cerró. Una sutil lágrima se le escapaba al chico de uno de sus profundos ojos azules.


María, conmovida, decidió en ese momento que ya era hora de ser mera espectadora de sentimientos y abanderada de la ignorancia. Se prometió que a partir del día siguiente también compartiría momentos con héroes y trasgos, damas y bestias extraordinarias. Había que pasar a la acción y conquistar aquel mundo de redondas y dibujos, por mucho esfuerzo que le costara.


Quizá Daniel nunca supo que sirvió de catapulta a las ansias de María por beberse esas historias, desde aquella esclarecedora tarde de otoño. La muchacha jamás se lo diría.


Si las lágrimas tuvieran precio material... ¿cuánto costarían?


Porque valor sentimental tienen, claro, y demasiado.


Pero a veces me entra la vena derrochadora y las dejo caer y caer y caer y caer, malgastándolas.


No me gusta nada ser derrochadora en esas circunstancias, no me gusta derramar lágrimas. Sólo me encanta repartir besos y amor. Lo malo es que a veces, las lágrimas no entienden de gustos. Y entonces me olvido de regalar caricias y besos y anego al que me escucha, empapándole, sin pretenderlo, de mi tristeza.

miércoles, 27 de junio de 2007

Hoy sólo quiero...


Hoy sólo quiero aovillarme, arrebujarme, hacerme una pelota tan minúscula en medio de este inmenso universo, que ni yo misma me vea, ni yo ni siquiera me advierta, ni yo misma detecte mi propio calor aunque me funda en un abrazo, los muslos contra el pecho, las piernas bien cogidas, el rostro tapado entre ellas.


Hoy sólo quiero recordar sus palabras, esas que tanto bien me hicieron y que tanto daño me procuraron; sus atenciones y sonrisas, sus encantos y requiebros, sus suspiros y poesías, tan cerca, tan lejos...


Hoy sólo quiero embriagarme de mi pena, sentirme desdichada, regocijarme en mi soledad infinita y decirme que me quiero muy poquito.


Porque así me siento, hoy sólo quiero eso.

martes, 26 de junio de 2007

Las Voces Inoportunas


A menudo oímos voces que no querríamos escuchar. Son voces incómodas, inoportunas, voces que rompen la armonía de una noche tranquila en nuestro hogar apacible, en la tranquilidad mil veces buscada y mil veces hallada del salón familiar. Los niños ya duermen hace rato, y ella o él, con la cabeza apoyada sobre nuestras rodillas, nos acompaña mientras vemos la película pertinente y, quizá, saboreamos una copa. La dura jornada quedó atrás y ahora nos esperan un par de horas de relajo delante de la caja idiota -cada día más idiota-, quizá un rato de hacer el amor -salvaje o relajadamente, según toque-, y unas horas de plácido -es de desear- descanso hasta que suene, inmisericorde, el maldito despertador a las siete.



Para entonces, las voces ya habrán callado. Los gritos, los llantos, las súplicas de ella mientras su pareja le atizaba también inmisericorde, ya han callado. Hasta otra noche más que vuelvan a ser inoportunas e incómodas. Voces que rompen nuestra monotonía familiar de tele y sofá, y que no querríamos oír.







lunes, 25 de junio de 2007

Es muy tarde...


...Y hoy sólo puedo decir buenas noches. No quería irme a la cama antes de pasarme por aquí y ver las nuevas guindas que han ido cayendo en la cajita. Me he encontrado con una agradable sorpresa, Inés, que dice que lleva días leyendo. Ojalá sean muchos más días los que estés por aquí, conmigo. Y falta gente que tú y yo sabemos están por llegar.



Todos los que arriben serán bienvenidos, pues esta cajita de cerezas y guindas sigue abierta, sin tapadera. Abierta a todos, a sus palabras, a sus ojos y a sus olfatos, para que escruten cada rincón de la misma, y se embriaguen con el olor de las cerezas y guindas que en ella duermen.











domingo, 24 de junio de 2007

Un ángel por San Juan


Mi hermano -uno de ellos- se llama Juan. Juan Carlos.


Lleva conduciendo 27 años. Es la persona más prudente del mundo a la hora de ponerse al volante, lo cual no quiere decir que sea una tortuga y entorpezca a los demás. Conduce de categoría. Jamás ha tenido un accidente, ni siquiera un encontronazo verbal con nadie. Es pacífico, sereno, sosegado.


Mi hermano Juan -Juan Carlos- tuvo su primer accidente hace tres días. En una rotonda, un camión se le echó literalmente encima y le ha destrozado toda la parte delantera a su Seat Toledo, incluso tocándole el motor. El camionero, posteriormente, asumió su culpa.


Mi hermano no sufrió ni un simple rasguño, ni una contractura. Nada. Nada. El camionero, tampoco.


Le han dicho los peritos que si hubiera sido un coche de chapa menos resistente, probablemente no hubiera podido contarlo.


Aún con el susto en el cuerpo, le dedico desde aquí mis pensamientos de hoy y le doy las gracias a ese ángel que tenía la otra tarde como copiloto y que se adelantó un par de noches a la mágica de hogueras y fuego, deseos y esperanzas.


Felicidades en el día de San Juan, hermano.


sábado, 23 de junio de 2007

Esos abuelos



Hoy, especialmente, para el Filósofo Cordobés






Llega el verano, concluye el curso, y los peques se enfrentan, alborozados, ilusionados, a algo más de dos meses de calor y juegos, de repaso para algunos, de largas tardes calurosas para otros, en las que incluso el aburrimiento llama a la puerta, de tantos días que son.


Suplen, amorosos, los brazos de papá y mamá porque ellos todavía no disfrutarán de vacaciones y el deber les llama en forma de trabajo. Son los abuelos.


Hay muchos tipos de abuelos. El jovial, eternamente joven, que está deseando que le llegue la prejubilación para apuntarse con su pareja a los viajes del IMSERSO y conocer Palma o Alicante por un módico precio. Hay otro, el que no tiene nietecillos que llevar al parque o a los que llevar a la peluquería para que le recorten las puntitas y el flequillo, y se quedan mirando a los otros con sana envidia preguntándose qué pasó, dónde están aquellos nietos que nunca conocerán porque nunca existieron.


Existe otra clase de abuelo: el que está por desgracia bastante pachucho y apenas puede con su alma, así que díganme qué no será con su cuerpo maltrecho, ahíto de trabajar y darlo todo y ahora contando las horas para que cuando llegue la de la verdad, le coja con dos narices y sepa enfrentarse con valor a la parca.


Y hay, finalmente, otro tipo, compendio de todos ellos. El abuelo jovial, a pesar de los dolores, de los achaques y sufrimientos, que no realiza ese viaje soñado a Palma o Alicante, y que precisamente se muestra así, eternamente joven, porque sólo tiene la bendita opción de alegrar a sus nietecillos llevándoles al parque o a la peluquería, para, con ojos soñadores de abuelo embobado, observar a su nieta, como una prematura señorita, muy quietecita en el sillón del peluquero mientras las puntitas caen al suelo.




viernes, 22 de junio de 2007

La Cuentacuentos




Allí estaba ella, sentada sobre un cojín marroquí de penetrante olor a cuero y labrado con letras diminutas y perfectas formas geométricas. La pelirroja no tendría más de veintitrés años. Pelo rizado, estatura media, complexión delgada. Nada fuera de lo normal. Ni curvas de vértigo ni cuello de alabastro. Pero su sonrisa… Y sus ojos, tan soñadores…


Pablo continuaba absorto, escuchándola en la tetería que solía frecuentar, mientras la muchacha se dedicaba a deleitar los oídos de un puñado de gente. De vez en cuando él se escapaba del hilo de la historia y se dedicaba a contarle las pecas de la nariz. La pelirroja sabía narrar a la perfección su cuento y se detenía en el instante justo, en el momento apropiado, manteniendo un enconado pulso entre las ganas de acabar pronto porque esa noche no se encontraba demasiado bien, y el orgullo de saber que podía atraer a la gente con su voz y su palabra como el flautista atrajo a las ratas.


Una de las veces, se quedó mirando a Pablo y se sintió desnuda, como si el chico estuviera diseccionando uno a uno todos sus gestos, como si no le quisiera dar la bienvenida por ser una nueva cuentacuentos, sustituta del chaval que solía ir por aquellos lares, sino analizándola como el científico a la rana en el laboratorio. Se sintió mal, y le clavó con cierta furia su mirada. Porque aquel chico no la observaba como el resto. Al fin y al cabo estaba acostumbrada a ser el blanco de varios pares de ojos; era su trabajo, le gustaba y lo apreciaba. Pero lo que ya no le hacía tanta gracia es que este idiota la machacara con su mirada absorta, que provocaba que incluso algún escalofrío recorriera su piel pecosa. Estaba cansada y de mal humor, aunque a la hora de lanzar el cuento al aire no se le advirtiera.


Eva terminó de contar su historia y recibió agradecida los aplausos que le brindaron. Poco a poco, el público comenzó a acomodarse unos, a levantarse para irse otros, a darse besos tres o cuatro que estaban, por lo visto, muy enamorados. Pablo se levantó del suelo, donde había estado sentado como un viejo profeta, con las piernas cruzadas, y le espetó:


-Tú te llamas Blanca, estoy seguro.


Eva torció el gesto ante lo que le parecía un truco demasiado viejo y vulgar para ligar. No estaba dispuesta a decirle su nombre, eso lo tenía claro.


-No, no me llamo Blanca y estoy cansada. Tengo ganas de irme ya. ¿Te ha gustado el cuento?


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Le acarició el pelo de color zanahoria con delicadeza, mientras atrapaba uno de sus rizos y se lo acercaba a la nariz, extasiado. La chica olía realmente bien a un perfume indefinido pero que no le recordaba al de ninguna novia anterior, lo cual le gustó mucho. Le cogió las manos y le besó las palmas, galante, volviéndolas del revés para también hacerlo con el dorso de ambas. Hacía un par de meses que no hacía el amor y esta chiquilla delgada y de pelo de fuego le atraía mucho, sobre todo esperando romper esa época de sequía que tanto le disgustaba.


Eva se dejó hacer. Martilleó los oídos de Pablo con un "oye, pero si tú estás muy bien", que denotaba sorpresa, y que le sonó a música, poco acostumbrado el chico a piropos y menos aún en esas circunstancias. La chica comenzó a besarle, primero con toques suaves como si sus labios quisieran atrapar pompas de jabón sin quebrarlas, y ya luego con alevosía, como si temiera que la boca de aquel chico se le fuera a escapar sin decir adiós.


Pablo siguió besándola con delectación, y mientras la tomaba por la cintura, comenzó a bajar por el cuello de la chica. Eva se estremecía con cada besito, con cada pequeña dentellada que, fugazmente, mostraba las señales que atestiguaban la pasión que Pablo sentía en esos momentos. El chico desabrochó despacio la blusa y bajó las mangas, despojando de la camisa a su propietaria. Dos magníficos pechos, algo más grandes de lo que él había calculado, se dejaron ver bajo un sujetador de encaje orlado de florecitas. Pablo pasó el dedo por debajo del tirante izquierdo, luego del derecho, y a la vez que bajaba a ambos por los níveos brazos de la chica, bajó su cabeza para besar lentamente el pecoso escote. Cientos de puntitos de color naranja le saludaban. Diminutas lentejas dispuestas a ser devoradas.


Pablo cogió los pechos de la chica mientras el sujetador se alojaba en la cintura de Eva. Los broches seguían en su sitio, y esta circunstancia provocó que la prenda atenazara el talle de la pecosa pelirroja como una boa aprieta a su presa. Pablo empezó a besar con arrebato los pechos firmes y casi perfectos de la mujer, que, cerrados los ojos, comenzaba a estremecerse. Los pezones rosados se volvieron granito entre los dientes del chico, que, encantando, los lamía como quien chupa un polo de limón. Sostuvo uno de ellos con su índice y su pulgar y los movió un poquito, igual que si manejara el botón del dial de una radio antigua. Sin duda, buscaba la melodía de unos suspiros de placer. Algo que no tardó en encontrar.


Pablo era muy delicado en sus movimientos, y Eva lo agradecía. Le tomó la mano derecha y se la colocó entre sus piernas, que ahora destilaban deseo en forma de una ambrosía transparente. Los dedos fueron hábilmente precisos, y lograron arrancar en poco tiempo otra melodía, en este caso de la garganta de la pelirroja. Eva lo tiró sobre un pequeño sofá moruno que había en la tetería, y le desabrochó el pantalón al chico. Aquel bulto que pugnaba por salir, prometía y no defraudó. Tomó el sexo del chico y empezó a darle besitos chiquitines, hasta que el mismo ritmo de las caderas de Pablo guió a la chica cómo debía lamer y chupar para proporcionar el placer máximo.


Las velas sobre el mostrador terminaron por consumirse, y Eva y Pablo seguían haciendo el amor. Hacía tiempo que la música devino en silencio, y Eva y Pablo continuaban devorándose. La gente -público y empleados- se había marchado, y Eva y Pablo eran los únicos testigos de sus propios actos. El tiempo no quería detenerse y así seguir su curso natural, y Eva y Pablo no estaban conformes con ello. Eva seguía cabalgando cadenciosamente encima de Pablo, jadeando casi sin hacer ruido, apoyadas las palmas de sus manos sobre el torso del chico, clavando sus uñitas pero sin hacer daño alguno. Y Pablo cerraba los ojos de puro placer…


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-Que digo que si te ha gustado el cuento… y que no me llamo Blanca, pesadito…


La argéntea voz de Eva le devolvió a la realidad. La gente continuaba sentada, degustando entre risas pastelitos de miel y bebiendo té a la hierbabuena. Eva le miraba con desgana, tomando su bolso de bandolera y dispuesta a deshacerse cuanto antes de aquel pesado.


-Ciao. Me largo. Pásate otro día por aquí, que tengo más cuentos que contar. Mira… -Eva bajó, avergonzada, sus ojos verdes de traviesa pelirroja-. Siento si he sido borde, es que estoy algo cansada…


-No, no te preocupes. Sí, vendré más veces. Me gusta cómo has narrado el cuento. Y seguro que tienes muchos más por descubrir…


Pablo le dedicó la mejor de sus sonrisas mientras la volvió a imaginar con el sujetador rodeando su cintura blanca, y las lentejas de su escote prestas a ser devoradas por él. Las prefería mil veces a los pastelitos de miel.

Maestros


Esta tarde, mientras -ayudada por Laura- pintaba su habitación, la que era monótonamente blanca y desde hoy será lila como un lirio claro, la escuchaba hablar y hablar. Es muy parlanchina, muy vivaracha. Es un amor.


A lo que iba, que divago. (Y es que pensando en mis hijos se me va el santo al cielo, ya ustedes me comprenderán).


Entre frase y frase, y canción de palmitas y cancioncilla de comba, me dice Laura:


- La seño Maruchi nos ha regalado algo a todos.


Y le contesté, yo, toda filosófica:


- Pues claro que os ha regalado. Os ha enseñado muchas cosas en estos dos años, y ése ha sido su regalo.


Lo más sorprendente de todo fue la contestación de Laurita:


- Pues claro, eso es lo que iba a decirte. Que nos ha regalado todo lo que nos ha enseñado.


Lo cierto es que me dejó meditando, mientras de fondo oía el run run maravilloso de la cháchara de Laura, que seguía peleándose con la brocha y una pintura de color lila como un lirio claro que forzosamente iba terminando en sus deditos. Pero... ¡y a lo gusto que estaba ella decorando su habitación! ¡Y lo a gusto que yo me quedé con la contestación de Laura, porque valoraba lo maravilloso del regalo de su señorita!


Pensé en mis dos hermanos profesores -maestros me gusta a mí decir-, pensé en todos aquellos profesores que mañana despiden el curso, pensé en Maruchi, la seño de mi niña que, tras el ciclo preceptivo de dos años, se despide de sus alumnos que lo han sido en 1º y 2º de Primaria para acoger entre sus brazos a nuevos chiquitines que entraron casi sin saber leer y se despiden de ella con las primeras nociones de las divisiones bajo el brazo. Pensé en Anu, en Arcaid, en Ceix, en tantos y tantos profesores -maestros me gusta a mí decir- , que tienen en sus manos gran parte de la educación de nuestros hijos, independientemente de los conocimientos que puedan aportarles. La mano que mece la cuna es la mano que moverá el mundo, he oído decir más de una vez, y en este caso es muy aplicable a los profesores, que tanta responsabilidad tienen para con nuestros niños.


Siempre, siempre, he defendido la figura del profesor: tanto en mis columnas del Diario de Cádiz, como en mis programas de radio, o en mis intervenciones en mesas redondas o en foros de internet. No me ciega la cercanía de tener dos hermanos profesores -maestros me gusta a mí decir-, sino que simplemente creo que muchas veces no se valora su profesión en su justa medida.


Si es complicado a veces educar y convivir con nuestros propios hijos, qué no será para un profesor que tiene que estar día a día con veinticinco de su padre y de su madre. ¿Y qué me dicen de hace treinta años, cuando en nuestras aulas nos juntábamos hasta 45 niños?


Por eso aplaudo desde aquí, y siempre, allá donde sea y esté, a punto de acabar el curso, la figura del profesor -maestro me gusta a mí decir-.


Y... ¿saben por qué me gusta a mí decir maestro en lugar de profesor? Porque eso lo dijo mi señorita Maruja hace 33 años, estando yo en segundo de E.G.B., una mujer que, por la bendita influencia que tuvo sobre mí, jamás he olvidado.


Era de justicia que yo siempre recordara lo que a ella le gustaba ser. Maestra, no profesora.


miércoles, 20 de junio de 2007

Mensajes


Antiguamente -hace años más bien, y en realidad no tantos-, el recibir o enviar correo se transformaba en todo un ritual. El otro día por ejemplo tuve la ocasión de tener en mis manos unas postales y fotos antiguas de Cádiz y vi con curiosidad cómo los remitentes emborronaban con caligrafía perfecta de azulada tinta china la parte delantera de la postal, ya que en la parte trasera de la misma se advertía que allí sólo se podría poner el sello y escribir la dirección del destinatario. Las murallas de Cádiz ofrecían cariñosas frases sacadas de manual ortográfico: "Madre, espero que al recibo de estas letras se encuentre usted bien"... O también: "La niña está cada vez más mayor, padre, menos mal que nos encontraremos pronto cuando bajemos a verle y así usted podrá verla". Las murallas de Cádiz emborronadas de cariño sincero expuesto con académica perfección, o fotos de señores con gesto adusto esperando pacientemente el fogonazo de magnesio del fotógrafo parlanchín.


Ahora las únicas cartas que nos llegan son las facturas y las que envían los bancos. Poco más. Prácticamente a nadie se le ocurre enviar correo postal. Y es una pena. Una lástima que no se nos suban las pulsaciones al ver llegar al cartero o al abrir el buzón. Ahora giramos la llave con desidia, cuando antes se nos alborotaba el corazón al ver la sombra de un sobrecillo al otro lado de las ranuras del buzón, y torpemente girábamos esa misma llave, ahora que nos parece tan cambiada a todos los efectos, en su bombín correspondiente.


Por eso valoro tanto cuando me llega un mensaje a través del correo electrónico, o, como está pasando en este rinconcito regado de cerezas y guindas: una respuesta, dos, cinco, siete. No lo veo como que ha sido mandado automáticamente, a pesar de la inmediatez del "click" al virtual folio que recibiré. Lo veo como la demostración fehaciente de que existe gente que me quiere, y se ha preocupado en trabajarse un mensaje y enviármelo con cariño.


Y eso me encanta, porque el afecto es mutuo.


La Bailarina



La chica se ató la cinta de raso alrededor del tobillo. Una cinta de color rosa pálido, clara como sus carnes que últimamente evidenciaban, aún más si cabía, la fotografía de sus venas demasiado azules bajo la piel transparente. Medias de espuma rosa, tutú vaporoso, cuerpo ceñido y se diría que alas en vez de zapatillas con la punta bien dura, donde sus torturados piececitos encontraban un paradójico acomodo y se complacían en estirarse bien.
Había nervios ante el estreno. La muchacha resoplaba con ansiedad. Una compañera le espetó, sinceramente preocupada:

- Oye, ¿te encuentras bien?
- Sí, no te preocupes. Son los nervios. Falta ya muy poco.

Sí. Tenía razón; faltaba muy poco. El público había empezado a entrar desde hacía ya un rato, algunos mostrando escandalosamente la entrada en la mano; otros buscando su asiento con discreción. Los más, ayudados por los acomodadores, que, solícitos, agradecían con una sonrisa su presencia a los espectadores. Algunos de ellos, maleducados, ni siquiera daban las gracias.

La orquesta afinaba instrumentos. En el foso, violas y violines se ponían de acuerdo para que todo saliera perfecto. Uno de los músicos acariciaba su trombón igual que a la frente de su pequeña en las noches febriles de enfermedad. Otro se dedicaba a repasar la partitura. Dos de ellos miraban, curiosos, hacia el patio de butacas, trufado ya de espectadores que se disponían en pocos minutos a zambullirse en La bella durmiente del maestro Tchaikovsky.

Las muchachas se apuraban. Unas sonreían nerviosas mientras atusaban el pelo a alguna compañera patosa que no había aprendido aún a colocarse bien el moño, a pesar de algunos años de experiencia en las tablas. Otras repasaban mentalmente cada salto, cada pirueta, cada aplauso futuro que deseaban recibir. La bailarina no se encontraba bien. Pero calló. No dijo nada. No sería nada. El gran estreno se iniciaría en segundos.

Tras tres avisos, el teatro quedó a oscuras; algunos rezagados se daban prisa por tomar su asiento, abrigos y bolsos reposaron sobre las piernas de sus respectivos propietarios. Los miembros de la orquesta respiraron profundamente mientras el director recibía el aplauso del público. Todo estaba en marcha. El fabuloso amalgama de notas iba tomando forma sobre las tablas del viejo pero cuidado teatro. Las bailarinas volaban por encima del escenario. Perfectas cariátides frías por un lado pero llenas de calor a su vez. Delgadas, flexibles, demostrando lozanía y juventud arrebatadora y evocadora de buenos tiempos para algunas de las señoras que estaban disfrutando con el ballet.

Ella, preciosa, tan blanca y perlada de azul bajo su piel, se deslizaba con tal maestría, a pesar de su juventud, que estaba maravillando por momentos a aquellos que gozaban de tal espectáculo de música y danza. Deboulé, passe de basque, glissade… todos los pasos se confabulaban con alevosía calculada para conformar un espectáculo espléndido, mil veces ejecutado en la intimidad de los ensayos, y degustado por primera vez por los ojos del conmovido público.

La joven se desplomó de forma repentina. Sus ojos se cerraron, sus brazos cayeron desmadejados a ambos lados de su cuerpo, negándose a encumbrarlo, las manos unidas por encima de la cabeza, en un arco maravilloso y perfecto que hubiera hecho las delicias de los espectadores, arrebatados hacía un minuto, atónitos ahora. Sus piernas se aflojaron y las puntas decidieron, esta vez, no empinar a la de los torturados piececitos. La bella durmiente culminó así el papel más logrado de su vida.

Fue entonces, viéndola desmayada para siempre sobre las tablas, cuando alguna compañera reparó en lo insólito del azul de unas venas que pugnaban por escaparse de la piel transparente y tibia.

Algún día



Algún día, la ceguera que inunda tus ojos, desaparecerá, dando paso a una luz refulgente que se irradiará desde tu interior. Esta luz te hará ver, comprender, palpar, sentir, lo que ahora te es imposible. El rayo doliente, que atraviesa tu alma como espada, te impide vislumbrar lo obvio, lo evidente, la luz diáfana y prístina que quisiera envolverte, produciendo un daño casi irreparable.


Algún día, la ceguera que inunda tus sentidos, se volverá evanescente, tornándose de doloroso apasionamiento –doloroso precisamente por apasionado-, a sosegada paz. Una paz envolvente, que se enredará en tu alma como las algas a las colas de las sirenas que te llaman con sus cantos engañosos.


Algún día, espero no muy lejano, releerás estas palabras y podrás hacerlo porque ya no estarás ciego.


Ni de la vista, ni de tus sentidos.


Y sabes que yo me alegraré.

martes, 19 de junio de 2007

Si tan despacio...





Si tan despacio como me acaricias, agotaras el tiempo que nos queda por vivir juntos, no tendría más remedio que darte las gracias. Porque así, podría disfrutar cada segundo de tu respiración que me llega, de tus manos que me acarician, de tu mirada que me aturde, de tu corazón que palpita, estruendoso y alborotado, cuando me ve.

Si tan despacio como me lees en cada carta que te llega, saboreando cada letra, me desnudaras, no tendría más remedio que darte las gracias. Porque así, notaría cómo se me eriza cada vello de mi piel, cómo mi sexo se abriría lentamente para acogerte, cómo mi cabello perfumado te rozaría la cara, como mi salinidad se vuelve dulzura en tu boca.

Si tan despacio como me haces el amor, me abrazaras, no tendría más remedio que darte las gracias. Porque así, no dejaría escapar ni una milésima de cada segundo que me dedicas, que te noto dentro de mí, que me arde tu ser en mi interior.

Si tan despacio como pienso besarte, me besaras, ni siquiera te daré las gracias. Cerraré los ojos, y me dejaré llevar.

Bendita inocencia


Hoy, fascinada, observaba en el patio del colegio de mi hija, donde se celebraba la fiesta de fin de curso, una escena enternecedora.


Una pequeña, de poco más de un año, se acercaba a otra, de unos nueve meses, que, sentada en su sillita de paseo, succionaba con fruición su chupete, como le si fuera la vida en ello. La chiquitina mayor -valga la paradoja- se le acercó y, de repente, con esa media lengua de trapo tan propia de la edad, soltó un: "¡Hola, nena!"


Decía que contemplé la escena fascinada por, primero, la gracia que me provocó el andar vacilante de la niña, con un trasero engordado por un pañal demasiado grande. Y, segundo, por la cara que se le quedó a la más pequeñita. Alucinada por ver tan de cerca a un semejante de unos setenta centímetros de altura, dejó caer su chupete y continuó observándola con la boca abierta, mientras un hilillo de baba le corría por la comisura de sus labio inferior, tan chiquitín. Entonces levantó el brazo y movió la manita derecha a modo de saludo. Ella, claro, aún no sabía decir un hola tan contundente como aquel que acababa de escuchar. Pero comprendió al vuelo lo que le estaban diciendo.


Mientras las observaba, imaginé, divertida, pero a la vez, repito por tercera vez, fascinada, esa comunicación telepática que pareció establecerse entre las dos, ese saludo casi casi sin palabras. Se observaban las caritas respectivas, se miraban a los ojos, me pareció incluso intuir una sonrisa.


Bendita inocencia. Ojalá los mandamases del mundo supieran establecer esa misma conexión y terminaran de una puñetera vez los conflictos y las guerras.

lunes, 18 de junio de 2007


Acabo de leer en un artículo de Andrés Trapiello una frase que me ha encantado: El deseo es siempre un laberinto misterioso.



El deseo de escribir, en este caso, es también un intrincado laberinto, zigzagueante y trufado de recovecos. Cuando las Musas nos son propicias, las calles del laberinto aparecen rectas, llanas, sin ningún obstáculo que salvar, sin ningún recodo que adivinar.



Sin embargo, cuando las Musas deciden abandonarnos por un tiempo, sólo alcanzamos a ver recodos siniestros y caminos sinuosos en forma de virtual folio en blanco. Son meandros secos lo que en otro tiempo fueron rebosantes fuentes de manantial.



Escribir, como siempre he hecho, desde hace años, sobre lo que me aflige, sobre lo que me emociona, sobre lo que hace que me enamore, sobre mi enamorado en ese momento, sobre mis sentimientos, sobre los sentimientos de los otros, sobre lo que me hace sonreír, sobre lo que me hace reflexionar, sobre mis lágrimas, sobre un simple pajarito que se apoya en el alfeízar de mi ventana, sobre el rostro de mis hijos cuando duermen plácidamente...



Sobre lo que me dé la gana y como me dé la gana.



En eso consiste, en esencia, el deseo de escribir: un laberinto misterioso. Y me apasiona recorrerlo a diario, con sus llanos y recovecos.

Amargas buenas noches


Pocas veces un "Buenas noches" en un foro resultó ser tan amargo...


No tengo muchas ganas de escribir ahora, sinceramente. Es lo único que pretendo. Escribir. Escribir en paz. Pero me quitan las ganas.


Bah, siempre es igual. Siempre es igual. Siempre jodidamente lo mismo. Siempre lo mismo.
No quiero saber más.




Si...


Si tú me deseas, si tú me reclamas, allí estaré.
Si te apetece pasar tu dedo por el filo de mis braguitas de encaje, te dejaré.
Si me quieres coger la barbilla para darme un beso apasionado, tómala.
Si me pides que piense en ti a cada instante, no dudes que lo haré.
Si te apetece secarme esa lágrima que corre por mi cara, evapórala con tu aliento.
Si te divierte vestirme delicadamente para luego desvestirme a dentelladas, hazlo.
Si me reconoces en cada palabra de esa poesía de amor que escribiste, soñaré.
Si me desabrochas torpemente el sujetador, sonreiré.
Si se te antoja lamer mis pies, recórrelos con tu lengua.
Si cierras los ojos mientras me acaricias, te acompañaré.
Si me das pequeños azotes en el culo mientras me follas, los recibiré encantada.
Si deseas oler mis axilas, huélelas.
Si quieres tratarme como a una princesa, sé mi caballero.
Si te apenas cuando estoy triste, te daré las gracias.
Si deseas que te cuide como a un niño, seré tu custodia.
Si pretendes amarme como yo te amo… Eso será imposible.

domingo, 17 de junio de 2007



A Razor. ¿Para quién, si no?







Como cada noche, escogió cuidadosamente la ropa que habría de vestir al día siguiente. Una blusa blanca, una falda gris marengo de tubo que le llegaba a media pierna. Las botas, claro. Las botas de hebilla de plata y caña imposible, de tacones stilettos y de pisar fuerte y valiente. Se metió entre las sábanas, crujientes y limpias. Y cerró los ojos.



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Pisaba el acelerador todo cuanto le permitían las leyes. Hasta que tuvo que parar. Ese día, ese maldito día, pocos minutos antes, sucedió un accidente tremendo en la Diagonal y había un follón de narices. ¡Mierda! Llegaba tarde para la presentación y a pesar de que había avisado a través del móvil, le fastidiaba no llegar a su hora. Se retocó, coqueta, el maquillaje en el retrovisor. Se sorprendió examinándose de nuevo. Los pendientes, discretos, el colgante, largo y de aros grandes, que le llegaba hasta casi la cintura y le adornaba un escote suave y perlado de lunares, asomado entre las solapas de la camisa de raso. Se mordió el labio inferior, descubriendo un pellejito inoportuno, al que arrancó de cuajo, haciéndose un poquito de sangre.


-“¡Mierda, qué bruta soy, joder!”


Rebuscó ansiosa en su bolso y sacó el lápiz de labios. Se los retocó mientras miraba por el retrovisor y, de repente, lo vio.



En el coche de atrás, un chico moreno hablaba por el móvil, con grandes aspavientos. Parecía bastante cabreado. Ella bajó el volumen de su equipo, casi enmudeciendo a Pereza. Le intrigó averiguar, si es que podía hacerlo, qué estaba farfullando aquel chico guapísimo. Aunque lo imaginaba.



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-Joder. Estas cosas sólo pasan en las películas.



-Y que lo digas.



Él le estaba acariciando el pelo rubio y largo, un cabello que olía a champú de miel y que se le enredaba entre los dedos. El chico jugueteaba con un mechón, lo acercó de nuevo a la nariz y sonrió.



-Te gusta oler mi pelo, ¿eh? No paras.



Ella sonrió a su vez y cerró los ojos, dejándose llevar por una situación que no hubiera imaginado dos horas antes. Los automovilistas salían de los coches, desesperados por el enorme tapón. Nadie podía avanzar. Muchos con los brazos en jarras, otros mirándose con resignación. Hoy todo el mundo llegaría tarde.



Sus miradas se encontraron, sí, como en las películas. Una sonrisa amplia, franca y sincera bastó para unirles en una conversación rutinaria y anodina primero sobre el accidente, como era lógico, y, posteriormente, sobre ellos mismos. El chico, sí, estaba buenísimo.



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Hacía ya una hora que ambos debían estar en sus respectivos trabajos pero unas llamadas a tiempo lo solucionaron todo. Ahora la premura residía en buscar pechos, en encontrar olores, en hallar algún lunar inesperado que hasta entonces había sido desconocido incluso para su propio dueño. Los besos urgían, las caricias querían estallar, los labios buscar, los dientes morder.



Ella no se había quitado aún las botas. Él no la había dejado, aun sin ser especialmente fetichista. La mujer estaba sin ropa, ofreciendo una desnudez de aburrido martes por la mañana, impregnando el aire de su apartamento de nardo y rosa. Él la olisqueaba, se la bebía literalmente por la nariz. Aquella chica rubia olía endiabladamente bien y mejor lo hacía su sexo abierto, entregado a él. Miró a un lado y advirtió la caña de piel casi tocándole su mejilla.



Ante el contacto de su lengua con el cáliz salado, ella cerró los ojos. Pero, inopinadamente, los abrió. Y rozó el cuello masculino con el tacón imposible, altísimo, estilizado como un puñal, cuando se agitó con el orgasmo inevitable.

La satisfacción


Esta noche, madrugada ya, me acuesto muy satisfecha. No tengo mucho qué contar, porque este blog es, a pesar de ser un reducto íntimo, tan abierto como yo he querido que lo sea. Ni restrinjo entradas ni suprimo comentarios. Pero hay cosas que prefiero guardar en el fondo de mi corazón y tirar la llave al fondo del mar, de ese mar de mi Cádiz que siempre me acompaña y que hoy se ha revuelto gris como gris ha estado el cielo en el que se refleja.


Esa llave... esa llave que abre y cierra las puertas en mi corazón herido y maltrecho pero que día a día, curado por el bálsamo de mil querencias, va cicatrizando.






viernes, 15 de junio de 2007

Eterna tristeza




Tejiendo urdimbres, enlazando sentimientos, repasando sonrisas, recordando palabras... La noche ha llegado tras un día de repaso a mi interior, mientras la lluvia caía atípicamente en mi tierra a mediados de junio.

No me gusta escarbar en mi interior, porque muchas, muchas veces, no me gusta lo que veo. Cuántas veces me han censurado esta eterna tristeza que siempre me aflige pero que no puedo combatir. Lo intento, de verdad, pero no puedo, no puedo, y lucho, y peleo contra los monstruos de mi desesperación, intento combatir contra mi desesperanza e intento convencerme de que hay muchos que están peor que yo, que en el fondo soy una privilegiada.

Pero mi problema es que tengo muy poquito poder de convicción. Y menos conmigo misma.

Y sigo sin quererme. Y me desespero más aún. Y...




Tu silencio


Tu silencio me sobrecoge, me turba. Prefiero escucharte, sentir cómo me susurras dulces palabras de amor o me fustigas con palabrotas encendidas mientras cabalgas a lomos de tu deseo. Es decir, de mí. Me gusta más oírte, ver como me demuestras con maquiavélicos gruñiditos que eres capaz de mojarme diciendo mi nombre muy bajito, con malicia contenida, como si fueras un niño travieso y dulcemente malvado.


Cuando acercas tus labios a mis orejas, para regalarme los oídos con tus escogidas palabras, sean de amor tibio o escandaloso deseo, los rozas contra mi piel de melocotón y haces que me erice entera. Mis pezones se engrosan, mis aureolas se encogen, mi sexo te busca. Tus dedos me encuentran. Por esas razones, no me gusta tu silencio. Háblame.

Niños del horror



Me van a permitir que hoy copie y pegue un mensaje que acabo de colgar en mi querido Café del Foro. Es un tema que me hierve la sangre.



Hoy se ha celebrado a nivel mundial el Día de los Derechos en contra de los niños explotados laboralmente, o algo por el estilo. De tanto horror que sentí cuando leí una noticia en El País digital, ya ni me acuerdo de la nomenclatura exacta.


http://www.elpais.com/articulo/internacional/millar/ninos/fueron/secuestrados/China/vendidos/esclavos/euros/elpepuint/20070614elpepiint_12/Tes


En China, pero no en la parte floreciente donde los tiburones de los negocios exhiben impúdicamente sus coches de nuevos ricos, sino en la China profunda de campesinos con diez hijos (que no sé yo cómo no les alcanza la política de natalidad, imagino que son tan "los olvidados" que efectivamente se olvidan de ellos hasta ese punto...), en esa China, digo, de campesinos pobres y niños desharrapados y hambrientos, los padres veían como sus hijos eran secuestrados y vendidos por 500 míseros yuanes, lo que equivale a unos 50 euros.

Tu hijo vale 50 euros. Tu hijo que tiene ocho, nueve, diez años. Tu hijo que va a cargar con ladrillos ardientes, que le quemarán la piel, que se la rajarán, que se la llagarán. Tu hijo que tendrá que andar descalzo sobre brasas ardientes. Tu hijo que, de tan herido, no podrá ni levantarse, y, vivo aún, lo van a enterrar.

¿Te imaginas a tu hijo, ese que ahora duerme velado por los ángeles de Occidente, siendo enterrado vivo, comido por las llagas?

Son los niños del horror. Niños que valen cincuenta asquerosos euros.

¿Comprenden ahora por qué ni siquiera recuerde el nombre exacto del día que acaba de terminar y que aboga por los derechos de los niños y en contra de su explotación laboral?

Mierda de mundo.

jueves, 14 de junio de 2007

El deber cumplido




Mi comentario de hoy especialmente para un hombre de prensa en general y de radio en particular: Javier Lunaro.



Esta mañana, cuando estaba a punto de coger el autobús para ir a la editorial, me llamó algo la atención. Un hombre salía de su coche con una amplia sonrisa en su boca. La radio estaba conectada, y además a un volumen considerable, demasiado estridente diría yo para las siete y media de la mañana.


Me encantó descubrir esa sonrisa por su significado. El hombre estaba oyendo un programa de los que conocemos en el mundo de la radio como "despertador", de éstos que efectivamente cumplen la función para la cual son creados y por los que son llamados así: tienen que despertar al oyente, llenarle de noticias, ánimos, buenos deseos para la jornada que nace y mucha energía positiva entre café y cruasán.


Como mujer que ha trabajado quince años de su vida en la radio, me sentí muy satisfecha de saber que tras el tremendo esfuerzo que supone día a día hacer un programa de esas características, existe y seguirá existiendo la sonrisa complacida de un oyente agradecido. En resumen, me sentí partícipe de ese deber cumplido.




Cuando me miras


Cuando me miras, me atrapas con tu mirada de deseo y me siento pequeña, pero grande a la vez. Pequeña porque por un momento quisiera sentirme tomada de la mano y dirigirme a un mundo de mariposas y flores, de ositos de peluche y algodones de azúcar rosa. Vivir en un mundo ajeno a preocupaciones, tan sólo pendiente de ti, de tu piel, de tu sabor, de tu torso fuerte y poderoso, de la seguridad que emanan tus brazos rodeándome, de tus piernas enroscándose en mí con dulzura, apretando flojito cuando más me necesitas.

Pero grande porque sé que soy tu sueño, aquella por la que despiertas sudoroso por la noche, después de haberme soñado encaramada a ti, apropiándome con mis labios de tu sexo duro y enhiesto, besando mil rincones, escrutando recovecos prohibidos que me saben a gloria, peinando con mi mejilla tu vello, percibiendo tu hombría en esa nuez que dibujo con mi dedo… Un dedo que mojo en mi sexo y que hago pasar por tus labios nunca ahítos de mí, siempre expectantes, siempre esperando…

Pequeña o grande, hazme sentir, hazme vivir, quiéreme, estrújame, siénteme, cabálgame, penétrame, lámeme, mójame, chúpame.

Pequeña o grande, haz que me sienta mujer.

Teresa








Se lo quiero regalar a Embolic, entre otras muchas cosas porque su pelo blanco me recuerda a ella.



A Teresa la conocí hace unos siete años. Su pelo, inmaculadamente blanco, siempre lo tenía bien acicalado. No era un peinado estructurado hasta el límite, como si un Miguel Ángel cualquiera hubiera derrochado su arte esculpiendo aquella nívea cabellera. Se trataba de un corte sencillo, simple, pero realizado con amor. Su hija María era la encargada de que tuviera ese pelo bien brillante, apartado de la cara, desvelando un rostro ajado y una frente arrugada pero despejada, repleta de pequitas marrones a ambos lados en sus sienes. La mujer se desvivía por tener a su madre aseada, con ese olor a Heno de Pravia que siempre relacionaré con la anciana. Sus uñas, cortas, impecables, sin pintar. Sus ropas, negras pero salpicadas de vez en cuando por alguna florecita, también oliendo a limpio.

María no podía bañar sola a su madre. Pepe, su marido, le echaba una mano. La necesidad venció en este caso al pudor y la desnudez marchita de Teresa era más motivo de conmiseración que de otra cosa. Eso, y su indudable fragilidad. La abuela era débil, pero no sólo por ser anciana. Su mente había retrocedido lentamente, mes a mes, hasta llegar al punto en el que estaba ahora. Entonaba de vez en cuando coplillas de cuando era pequeña, cuando saltaba al cordel con dos amigas, o mientras observaba a Lucía, su madre, que era panadera -como lo fuera Teresa años después-, golpeando primorosamente la masa de pan, con una falsa violencia que amalgamaba los ingredientes, y que, tras el pertinente paso por el horno, transformaba aquella masa blanquecina en crujientes barras y deliciosas roscas de pan. Lucía aprendió en la artesa de una tahona de Barcelona y, años después, se trajo consigo saberes y recetas a la capital gaditana.

Entonces, aún cantando, arreciaba la laguna, y la pobre Teresa se quedaba con la frase a la mitad. Miraba sin ver a su hija María, que la tenía al lado, y le susurraba con voz queda: “Mamá, mamá, ¿cómo seguía esta canción, que no me acuerdo?” Mamá. Confundía a su hija con su madre, el principio con el final de la canción, el principio con el final de la vida. Imposible enlazar más recuerdos. La desdichada abuela iba hundiéndose en el tenebroso pozo del mal de Alzheimer, y, claro, no era en absoluto consciente de ello.

Me gustaba ir a visitarla antes de que entrara en la fase final de la enfermedad, porque Teresa aún disfrutaba de fugaces momentos de lucidez, y me encantaba descubrir en el fondo de sus ojos verdes pequeñas y grandes historias vividas por la que todavía era una extraordinaria mujer. La tomaba del brazo y la ayudaba a sentarse en una butaca de resina blanca, en el balcón de la casa de su hija, -desde hacía unos años su casa-, y ambas conversábamos rodeadas de macetas con geranios y claveles. En su jaula, un canario trinaba jaleos y cantos, como acunando los recuerdos que salían desvaídos de la boca de la abuela, sorprendentemente fresca y lúcida de tarde en tarde. Me agradecía con una sonrisa mis sencillas atenciones, como acomodarla en la butaca, poniéndole un mullido cojín en su espalda, o prepararle un descafeinado y un platito de galletas. Hasta el día en que no supo sonreírme. No sabía quién era yo. Me estremecí al ver la nada en esos ojos verdes. Nada era, puesto que no quedaban ya historias por descubrir, y lo lamenté profundamente.

Uno de esos atardeceres de mayo, antes de que la bombilla fundida de su memoria se apagara de forma definitiva, me habló de sus padres. Fue un momento tan breve, pero tan intenso, que los recuerdos estancados desde hacía días, pareciera que pugnaran por salir a borbotones de su boca. La estampa que resultaba de aquel tropel, sin embargo, no era inconexa, antes bien al contrario; ofrecía la imagen abigarrada de colores, olores y sensaciones de una época que yo, lógicamente, jamás iba a vivir pero que me resultó llegar a ser incluso familiar, por el cariño con que fue narrada.

Se conocieron cuando mediaba un siglo de miriñaques y oscuridad. Botines, medias de lana basta que dejaban tapaban las piernas deseadas, golosas extremidades de blanco marmóreo, miradas detrás del abanico a la salida de misa de doce. Niñeras de carabina, soldados galantes procurando sonsacar un suspiro de amor. Barquilleros, mercancía, paloluz, arropía, avellanas. Y su amor por ella.

Cortés galanteo, tímido beso, achuchones rechazados en oscuros rincones del Parque Genovés de Cádiz. Blanco virginal de muchacha inocente, pícaras sonrisas de los mozos amigos en cuchitriles de sexo rápido, noche de bodas entre miedo, curiosidad y lágrimas. Las faldas más cortas, cabello a lo garçon, foxtrot, charlestón, nueva vida en Barcelona y tres chiquillos que mantener. Y de vez en cuando, su recuerdo en forma de tarjeta a las familias que quedaron en Cádiz, y como prueba, una de esas postales, ajada y amarillenta, con letra caligráfica en una tinta azul que ya hacía tiempo había perdido la intensidad de su color. Me dio pudor leer el texto que allí se vislumbraba, pero alcancé a leer la firma al final del mismo: “Juan y Lucía, Barcelona, 4-10-1.927”.

Fue entonces cuando sentí el cariño y el cuidado que Teresa había puesto en conservar esas postales desde que se las dio su abuela, al regresar con sus padres y hermanos a Cádiz. Ese cariño lo vi materializado en una lágrima con sabor a añoranza que rodó por una de sus mejillas.

Créanme que fue una tarde mágica, por lo que aprendí, pero, sobre todo, por lo que sentí.

Teresa, de tarde en tarde, continuó hilvanando recuerdos, cada vez más difusos, hasta el día en que ya ni siquiera preguntaba, porque no sabía que tenía que preguntar. Hasta el día en que ya ni caminaba, porque su cuerpecillo no le respondía. Hasta el día en que no comió, porque olvidó que tenía que tragar. O hasta la mañana lluviosa de octubre en que se olvidó de seguir viviendo.

miércoles, 13 de junio de 2007

Qué pena






BULERIAS DE LA PENA (Lole y Manuel)



Qué pena más grande, amor, que te recuerdo sin pena. Qué pena que no hay cadenas que nos aten a los dos. Qué pena de brisa y flor, qué pena de risa y beso, qué pena de todo eso, qué pena más grande, amor. Qué pena que no soñaras con mi voz y con mi ser. Qué pena de amanecer que desperté sin tu cara. Qué pena más grande, amor, que me entregué a tus espadas, que en la mar de tu mirá me quedé amarga y sin sol. Qué pena que no supiera ni entenderte ni entender. Qué pena que no fue nada y todo lo pudo ser. Qué pena, qué pena, qué pena más grande, amor, que te recuerdo sin pena.





Qué pena el silencio cuando esperas las palabras que nunca llegan. Palabras no ya de amor, sino de cariño, palabras no ya de amor, sino de amistad, palabras no ya de amor, sino de ánimo. Palabras que serían recibidas con sincera alegría y palabras que no se diluirían en esta intricada red de redes, en esta paginita pergeñada con tanto cariño e ilusión.

Palabras frente al silencio.

Qué pena más grande, amor, que te recuerde con pena.

martes, 12 de junio de 2007

Clara


El hombre se sirvió una taza de café. Se dispuso a revolver aquellas fotos en una caja grande de cartón, que consecutivamente había servido como almacén de galletas con nueces, contenedor de documentos, y, finalmente, habitación de viejas imágenes, unas en color desvaído, otras en blanco y negro, pero todas, evocadoras de tiempos más o menos felices. Y entonces, la encontró. Encontró lo que estaba buscando.



Aquella tarde se había levantado de la siesta con poco que hacer. Su jubilación estaba dando para mucho: para largos paseos, para ir a pescar con su mejor amigo, para recuperar la ilusión de vivir junto al nietecillo de cinco años, para aburrirse como una ostra en las largas tardes de verano.



Se sentía solo. Desde que Clara decidió irse una puñetera mañana de mayo, así, sin avisar, tan desconsiderada ella, que lo tuvieron que llamar al trabajo y él ni se puso la chaqueta y lo llevaron casi sin darse cuenta, así, a trompicones, se sentía muy solo. Qué puñetera también Clara, por hacerle eso. Rellenita, de muslos de melocotón y canela en su juventud y adornado con estrías de regalíz en la madurez. De pechos pequeños pero firmes, desacostumbradamente erguidos en una mujer de su figura, Clara había alegrado con sus risas los despertares de siestas y acompañado con suspiros los duermevelas eternos del invierno. Había sido una buena compañera, también en la cama, y el hombre sonrió con gratitud frente a su taza de café, que seguía frente a él, sin ser movida de su sitio, con su interior oscuro y amargo dispuesto a desaparecer. Pero la bebida, cada vez más fría por momentos, siguió allí.



El hombre, sí, encontró lo que estaba buscando. Una foto de juventud de Clara. Ella posaba divertida, con un bañador que claramente se veía anticuado, con una faldita pudorosa cubriendo la unión de las piernas de melocotón y canela, esa unión que poco después descubriría el hombre como el cáliz más suculento que imaginar se pueda. Cuántas veces le comió su sexo y cuántas veces quedó por comer. Cuántas jornadas deliciosas de savia jugosa resbalando por su barbilla y cuántas noches relamiendo las consecuencias líquidas y transparentes de su arrebato.



El hombre sintió que la sangre le ardía por dentro, especialmente en su sexo dormido, y que pocas veces era portador de buenas noticias. Se sintió algo incómodo, por lo inhabitual de la erección, pero sonrió feliz, porque algo así había que celebrarlo. Internamente, le agradeció a Clara que aquel día de agosto se dejara hacer la foto.



No quiso masturbarse. Dejó que lentamente la serenidad de la vejez recién estrenada se antepusiera a la energía del calor que Clara, desde dónde puñetas sabía nadie, le estaba mandando con su faldita de lycra azul petróleo y sus muslos de melocotón y canela.

lunes, 11 de junio de 2007

Miedo escénico






Me ha pasado algo muy curioso. Ayer estrené mi trocito de mí. Mi cachito de terreno que iré abonando, poco a poco, con mis letras, con mis fotos, pero, por encima de todo, con mis sentimientos. Para eso dicen que es un blog, para que sirva de diario, ahora que somos adultos, ahora que se supone que tenemos que apechugar con duras obligaciones, desprecios incomprensibles (sí, incomprensibles, por mucho que lo analice), y todo tipo de sentimientos no precisamente agradables, y así podamos desahogarnos.



Un diario se escribe en la adolescencia, cuando cualquier nadería se convierte en los terremotos más sobrecogedores, en los maremotos más dañinos, en la lava más ardiente que quema, y destroza, y asola.

Se supone que ahora ya no tenemos edad de escribir diarios. En todo caso, en el diario cotidiano de la vida.

Pero bien, ya que se ofrece la oportunidad de revivir esta etapa de la adolescencia gracias a las nuevas tecnologías, ¿por qué no aprovecharla?

Y decía que me ha pasado algo muy curioso porque a pesar de que estaba deseando seguir emborronando estas páginas de mi recién estrenado blog con mis tonterías, por otro lado yo misma me estaba frenando, pues me decía: "¿Y qué pongo? ¿Qué pondré, si no son mis relatos?" Sin darme cuenta, he retrasado este mensaje al menos hora y media.

En ese momento no calibré que me queda aún mucho por decir. Y aquí estoy.












Soledad






A todas las Soledades que aún tienen que llorar en silencio sus ahogadas ganas de aprender.







Soledad se giró para ver bien lo que le mostraba Candelaria. Le costaba trabajo moverse con agilidad, quizá por su edad, ya avanzada; quizá porque sus articulaciones y huesos estaban rociados de algo que se llama reuma. En Cádiz muchas personas sufren de los huesos: el Atlántico, imponente, igual trae delicioso aire fresco reparador en las largas noches de verano, que una dichosa humedad que rocía los automóviles y moja las aceras, calando los huesos de tal forma que se diría que hasta congela los tuétanos, como en una deconstrucción de alta cocina.




Soledad era la más mayor del grupo. Sus compañeras, y ella misma, estaban reunidas, calladas, pendientes de su labor. La mayoría con gafas para evitar forzar la vista y que no se les escapara el más mínimo detalle. Casilda, la más presumida, prefería usarlas en la intimidad de su casa. Aunque no hubiera nadie allí esperándola para verla desde hacía muchos años.


No estaban bordando; las señoras ni estaban cortando patrones ni disponiéndose a hacer pespuntes a una tela durmiente sobre las mesas.


No. Las señoras estaban leyendo, haciendo cuentas, escribiendo. Estaban aprendiendo a vivir.


Juan, el maestro, orondo como una naranja valenciana, un hombre comprometido y que siempre había luchado por la igualdad entre hombres y mujeres, se sentía especialmente orgulloso de ese puñado de señoras valientes que habían decidido matricularse en la escuela de adultos. En vez de cocina, matemáticas y cuentas. En lugar de corte y confección, lenguaje y redacciones. La tertulia del cafelito en casa de la Mary fue sustituida por el debate en clase de seis a siete.


Soledad se había atrevido a eso y a más. Nunca antes lo hizo, amedrentada por un cabrón que cuando bebía se volvía completamente loco y al que no importaba que una marabunta de chiquillos aterrados intentara abrazar a su madre, caída en el suelo, en posición fetal, protegiéndose la cabeza y el alma de los golpes que, sin razón ninguna, le iban llegando, apisonando implacablemente su dignidad. Cuando el cabrón despertaba de su borrachera, y sin recapacitar, sólo por impulso, se acercaba a su Sole, le daba dos achuchones y le decía que eso nunca iba a volver a pasar. Que lo perdonara.


La mujer, claro, le decía que sí. Diez pares de ojos la observaban con desesperación.


Sole nunca trabajó fuera de casa. Las que lo hacían, o era porque el marido era un maricón que no le plantaba cara al jefe y se conformaba con ganar poco, o porque tenía calor entre las piernas y la pelandusca buscaba lío fuera de casa. Mi Sole sería incapaz de engañarme, por supuesto, que para eso estaba yo allí, para recordarle con el puño y hasta con el cinturón si hacía falta, que yo era su macho, su hombre, aquel que llevaría el sustento a casa y se vestía por los pies.


¿Estudiar? Cuando discutieron por eso, el morado le duró cinco días en el pómulo derecho. No había nada más que hablar. Estudiar a los cincuenta… Una mujer tiene que estar donde tiene que estar. En su casa. Atendiendo a todo lo concerniente a ella. A sus labores. A su ropa tendida, besada por el levante, a su potaje de garbanzos, bien caliente porque si no, bronca tenemos… A su suelo bien escamondado, a sus mandados en la tienda de Marcelino… A sus armarios oliendo a lavanda y a su cocina repleta de lágrimas mientras los niños merendaban en la salita pan con chocolate.


El día en que Juan murió, Soledad lloró. Lamentó que las dulces palabras de amor dichas en la playa, se transformaran en palabrotas irreproducibles y en ácidas críticas sobre su figura, ensanchada y descuidada a medida que iba pariendo hijos. Ahora sí que iba a ser Soledad de verdad. Soledad a pesar de los golpes, soledad a pesar de los gritos y amenazas. Una soledad que le aterraba porque se veía incapaz de salir adelante.


Sin embargo, el día en que, acompañada de dos amigas, la mujer se matriculó en la escuela de adultos, sonrió. Sentía que Juan, la oronda naranja, iba a ser el bastón que le había faltado hasta ahora, y sí, sonrió, aun doliéndole el cuerpo por el reuma y el alma por la vida gris que le había tocado vivir. Ahora le correspondía un trocito de felicidad entre un puñado de señoras voluntariosas, valientes, y polvo de tiza en el aire.
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Descarada exploradora







A su lengua, que nunca tendré y siempre me quedará por descubrir.





Su lengua inició lo que sería al final de la aventura un tortuoso y a la vez delicioso recorrido lleno de sensualidad, picardía y valor.


Sensualidad porque pocas cosas hay en la vida más eróticas que lamer la piel, las mucosas, los poros de la persona deseada, entregando calor y humedad con calculada parsimonia, lo cual hace el tormento mucho más dulce, si cabe.


Picardía porque pocas cosas hay más descaradas que ese músculo vivo, húmedo, caliente y juguetón que busca -y encuentra-, desafiante, lunares y pecas, pliegues y orificios, aureolas y rugosidades que, si bien en otro momento y bajo otras circunstancias pueden parecer incluso feas, en éstas se presentan como un increíble y rocoso paisaje lunar.


Valor porque pocas cosas hay más decididas que una lengua, que, dejando atrás remilgos y escrúpulos, decide adentrarse en sitios recónditos, en plazas nunca abordadas, en callejuelas oscuras conscientemente ignoradas hasta ese preciso instante...


Su lengua había comenzado un viaje delicioso de no retorno.


Empezó por la raíz de mi pelo, esa sutil frontera entre mi cabello de fogoso caoba y mi frente aún sin arrugas que la surcaran. Bendije en ese momento la genética heredada de mi madre. Las arrugas serían bienvenidas, por supuesto, pero me encantaba la idea de no tener que saludarlas todavía.


La punta de su lengua, más descarada aún, decidió seguir la excursión y pasó por encima de mis párpados cerrados, robando parte de mi sombra gris y saboreándola, extrañada por ese raro regusto metálico. Decidió contiuar y dar pequeños toques en las aletas de la nariz, en su punta traviesa, en las mejillas ardientes.


La exploradora continuó su exquisito examen, y se detuvo en una de mis orejas, jugando a humedecerla con indescriptible satisfacción. Recorría el lóbulo, los surcos, los pliegues; se introducía sin yo llamarla en el hueco del oído, como el ladrón bueno que yo recibiría agradecida.
A la vez que la lengua mojaba oído, lóbulo y pliegues, palabras llenas de calculada maldad, que en otro momento enrojecerían al más osado, se me antojaban una dulce plegaria que yo deseaba no acabara nunca, así me sentía.


Intenté abrir los ojos. Pero me rogó que no lo hiciera.


Mi nuca se vio abordada por su lengua, cada vez más húmeda, más deseosa de seguir regalando felicidad, explorando secretos, porciones de piel tan deseadas. De la nuca pasó al cuello, un cuello largo y suave, sin ningún adorno que lo enriqueciera, a excepción de dos lunares, uno a cada lado, que pareciera querer dar la bienvenida al indómito visitante.


Los lengüetazos en el cuello se vieron acompañados del primer orgasmo.


La exploración estaba en marcha, y aquella insólita aventurera decidió adentrarse en dos montes coronados por cimas turgentes y duras, laxas en otras circunstancias, y encogidas y engrosadas por la acción benefactora del músculo caliente y por el -¿por qué negarlo?- reciente orgasmo. Aureolas y pezones duros como el pedernal que, enhiestos, se ofrecían a su boca, deseosa de chupar granito hecho jugosa guinda...


El segundo orgasmo llegó sin avisar.


Su lengua, decidida y a por todas, encontró el camino de mi espalda. Hacía un rato que me había girado para ofrecer el tesoro de mis brazos, y ella, complacida tras haber recorrido axilas, hombros, codos, brazos, manos y dedos, sin olvidar los cálidos huecos de los antebrazos, silueteó figuritas de saliva a lo largo y ancho de toda mi espalda.


La espalda es uno de mis puñeteros puntos flacos. Y él lo sabe. Tercer orgasmo.


Descendiendo por una sima desbocada, en lugar de detenerse donde mi cuerpo gritaba que lo hiciera, juguetona y traviesa, malvadamente recorrió mis muslos de niña grande, aderezados por un calor inhumano que me brotaba de las entrañas. Piernas, rodillas, pies bonitos con uñas sin pintar... ninguna parte podía escapar del juego infernal de saliva y calor. La lengua se enredaba en mis dedos, los dientes querían secundar aquella dulce condena y mordisqueaban sin lastimar, sólo como para dejar constancia de que existían, testigos mudos de aquel músculo malvadamente atrevido.


Mis gemidos suplicantes llamaban a su lengua a un paraíso aún por descubrir.


Una selva ignota, ligera de vegetación, esperaba a la intrépida exploradora que ansiaba perderse en su rala espesura. Y vaya si lo hizo. Desafiando calor, regalando vida a cada lengüetazo, a cada lamida, con cada beso, con cada chupeteo que me confirmaba que incluso en el lugar más recóndito del cuerpo te pueden ofrecer un edén perdido.


Le di las gracias con un cuarto orgasmo. Desgarrador, largo, sentido.


No pude más que pensar que bienaventurada su lengua, aquella que, nada más proponérselo, comete un arrasador latrocinio de mis sentidos. Bendita ladrona que inventa mil juegos perversos.

Corsé para una diosa


Para C., por sus mimitos arrebatadores de ayer...




Desde que salí del sex shop con aquella bolsa en la mano, me sentí diosa. Ya al entrar -la primera vez que lo hacía en un sitio semejante, los latidos acelerados, la pulsión desacompasada, las palmas sudorosas-, logré que mi autocontrol se impusiera a los nervios, y lancé una mirada de estudiada picardía a aquel vendedor, acostumbrado, por otra parte, a todo tipo de fauna en su establecimiento.

Tras saludar con decisión -disimulando tras esa muralla mi azoramiento, que no se decidía a abandonarme, ni lo haría a lo largo de toda la compra-, empecé a curiosear estanterías y cajas, expositores y envases. Algunos, discretos, pero la mayoría regalando al ávido visitante una sinfonía abigarrada de colores chillones, impúdicas posturas y explícitas fotografías. Deslicé mi dedo por los lomos en rústica de aquellos libros.

Yo, lectora impenitente, que había degustado verdaderas maravillas literarias, no podía creerme que títulos como aquellos pudieran tener salida. Títulos vulgares hasta rozar el insulto, rotundamente reveladores y capaces de convertir, en pocos segundos, al hombre que jamás se había interesado en cualquier publicación que no fuera el "Marca", en el más contumaz lector.

Seguí con la vista aquellos anaqueles repletos de tesoros de silicona, de goma, de látex, de cuero. Me maravillé con la inagotable imaginación tanto de fabricantes como de futuros compradores de un hipotético placer; imaginé formas, cuerpos, pieles, posturas, deseos. Tantos como juguetes se ofrecían. Hasta que mi vista dio con lo que estaba buscando. Ése. Justo ése.

Un magnífico corsé de seda negra, tachonado de pedrería y capaz de abrazar un cuerpo con la delicadeza de una mousse de frambuesas y la firmeza de un amante incansable, me pedía desde su posición que lo cogiera, que lo adoptara, que mi deseo por poseer una de aquellas maravillas se transformara en realidad, pasando así a formar parte de mi colección de lencería, hasta ese momento más o menos atrevida.

Combinaciones de raso, de seda, de satén, más largas, más cortas, con encajes, sin ellos, con lazos, sin lazada, picardías, bodies, negros, turquesas, gris perla, violetas... Pero nunca, nunca, un corsé como aquel; magnífico, majestuoso, sabría levantar aún más unos montes escarpados y marcar con rotundidad una curva vertiginosamente cóncava antes de pasar a transformarse en otra de sinvergonzonería convexa.

Me volvía loca la idea de ser penetrada a cuatro patas mientras sus manos se aferrarían desesperados a mi cintura enfundada en seda negra, apretada hasta el máximo, afinando las curvas que le servirían de agradecido apoyo. Me imaginaba sus ojos cerrados, su pubis bombeando, la piel contra piel restallando como látigos en un silencio sólo interrumpido por este sonido inconfundible y por nuestros gemidos desesperados. También sonaría el "ras ras" de la pedrería arañando las sábanas, el pecho pegado a ellas, los brazos extendidos, en un ritmo cada vez más in crescendo.
El corsé sería mío. Lo acaricié con la punta de mis dedos trémulos, nerviosos ante la perspectiva de poder atar las cintas en la intimidad de mi casa, ayudadas mis manos por las suyas, tan ansiosas como éstas que no querían desligarse aún de la seda negra.

Imaginé sus manos apartando delicadamente las mías, dejando que los brazos cayeran dulcemente a ambos lados de mi cuerpo, mientras esos dedos, solícitos, se urgían a pasar cintas por ojetes, a recomponer aspas como equis malditas sobre mi espalda, a atenazar con ellas hasta casi cortarme la respiración. Un artístico lazo cerraría el entramado diabólico de cintas, y, situado entre mi cintura y mi trasero glorioso, presto a ser penetrado, sería la señal que marcaría la frontera entre la contención ahogada y la libertad más absoluta.

Adoro mi corsé. Me siento diosa con él.

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