lunes, 30 de noviembre de 2009

Vergonzosa





Te quiero tanto,
que me avergüenza decirte que te quiero.
Porque son palabras tan plenas
y yo tan pequeña,
tan minúscula y frágil,
que por muchos años que viva
nunca llegaré a ser capaz
de expresar mi amor por ti.

Tú eso no lo te lo crees, no,
y me pides,
y me ruegas,
con esa sonrisa tibia y dulce,
que te diga que te quiero.
Entonces mi rostro enrojece,
mis labios se quieren cerrar,
y aunque la fuerza de mi ser es mucha,
más lo es el atropello del arrobo.

Y entonces,
aun a riesgo de que exploten
las amapolas de mis mejillas,
de la implosión de palabras
dentro de mi boca de sal,
de que mis ojos se tornen
por no ver los tuyos,
entonces...
entonces es cuando te diré que te quiero.

jueves, 26 de noviembre de 2009

Dos en uno




Bañada en ti,
me amarro a tu alma
como tinta indeleble.
Seamos uno, uno sólo,
un único cuerpo,
un único hogar.
Que mi saliva sepa a tu boca,
que mis dedos huelan a ti,
y mi sexo, dulce lirio,
vire a puro frenesí.
Seamos uno en dos divididos,
cada  quien con su lamento,
con su risa, con su afán.
Pero uno ser te pido,
uno sólo,
un único cuerpo,
un único hogar.

jueves, 19 de noviembre de 2009

"Bendita crisis"





La mujer afinó bien la vista y, echando un poco el cuello hacia delante, centró su atención en aquello que tanto le interesaba. Miró fijamente y ensartó con habilidad, a la primera, el hilo púrpura en la aguja. Después, suspiró.

Le dio por verse a sí misma, muchos años atrás, sentada en aquel mismo banquito -ahora de madera gastada y oscura, antes reluciente y lustrosa de barniz-, mientras, oyendo la radio, suspiraba también pero por otros motivos. Guardaba viejas cartas en una lata de galletas y de vez en cuando le daba por releerlas, pero la falsa ilusión de verse de nuevo cortejada se veía solapada por la desdicha del abandono y la soledad.

- Mi muy estimada señora Elena Francis: Le escribo con la esperanza de que pueda usted ayudarme. Sé que usted da muy buenos consejos a jóvenes inexpertas como yo, sobre todo en el tema del amor. Verá, mi historia es la siguiente...

Y así, mientras la mujer -por aquel entonces muchacha- se emocionaba con la historia de "Una desesperada de amor", que había decidido resolver sus cuitas atendiendo al consejo de aquella bondadosa y sabia mujer, recordó de nuevo su historia de amor. Una historia rota, ajada por multitud de circunstancias que habían hecho que lo que parecía destinado a convertirse en una montaña rusa de abrazos apasionados y besos por descubrir, durmiera simplemente en una maraña de recuerdos.

Ahora, bastantes años después, la tarde de otoño iba cayendo y, a la vez que la luz natural y que se filtraba por los cristales decrecía, aumentaba la lasitud de la mujer. El cansancio del alma podía más que el del cuerpo, más incluso que aquel molesto dolor de espalda que la estaba matando, más que la fatiga que sentía en su cuello, en sus ojos grises. Suspiró de nuevo, triste, y recordó algunos versos de Neruda que él le había dedicado una noche de verano, mientras los otros enamorados saltaban las hogueras de San Juan en la playa y los buenos deseos vencían a los malos designios:

Muda, mi amiga,
sola en lo solitario de esta hora de muertes
y llena de las vidas del fuego,
pura heredera del día destruido. 

- Dios mío, las siete y media y ya tan oscuro...


La mujer encendió las luces del cuartito y corrió los visillos y cortinas. Se sentía así a resguardo de los demás, de sus miradas curiosas, de los comentarios maliciosos que se recreaban en su soledad encontrada y no buscada. Siguió con su labor, con aquello que tenía entre manos, cosiendo primorosamente un dobladillo con un hilo púrpura que se asimilaba a los pespuntes dolorosos que el desamor había dejado en su alma.

Era la tarde de los suspiros, sin duda.

Volvió de nuevo a hacerlo, a exhalar ese trocito de vida invisible que se le escapaba de entre los labios, y siguió empeñada en terminar aquel dobladillo, así acabara con la espalda y la vista reventadas.

-"Bendita crisis" -reflexionó. -"Todo el mundo agobiado por la que está cayendo y sin embargo a mí me ha venido de maravilla. Hasta hace poco nadie arreglaba descosidos, nadie bajaba dobladillos, era más barato  hacerse con una prenda nueva que comprar botones y cremalleras nuevas. Y ahora tengo más trabajo que nunca". Sonrió. La maldita crisis -la "bendita crisis"-  por un lado le estaba haciendo ganar más dinero que en todos esos últimos años vividos, y por otro, le hacía reencontrarse cada día, cada tarde, cada anochecer, con la nube de recuerdos de ese amor imposible que nunca pudo ser y que ella había deseado fervientemente que hubiera sido.

- "Bendita crisis".

Y, cansada, suspiró de nuevo, obstinada en recomponer aquella tela como  le hubiera gustado aprender a recomponer algún día los trozos quebrados de su corazón.

sábado, 7 de noviembre de 2009

Magia en voz alta





Te imagino afeitándote, con parsimonia cuidada y bien medida, sin prisa aun sabiendo que te espera una cita importante. Te veo aun sin estar delante, mojando la brocha en agua tibia y pasándola por la barra de jabón blanca y dura, una  medio barra que va derritiéndose al contacto de las cerdas, como doblegándose a la voluntad de las manos ancianas y habituadas al rito constante. "A primeros de mes tengo que comprar más jabón; esta barra se está gastando", piensas, y mientras te observas en el espejo con la lengua abombando la húmeda mejilla para afeitar con más precisión, no puedes evitar descubrirte, divertido, una arruga más.

Antes, hace ya muchos años, no era tan divertido. Antes, hace ya muchos años, sé que te daba rabia ver como un surco que anoche no existía, adornaba tu frente, tus mejillas, o la zona de alrededor de tus ojos pardos. Lo sé porque, presumido, me lo contaste una tarde de primavera, cuando aún el calor no aprieta y es agradable pasear a la sombra de los tilos de la residencia sin que el calor sofocante nos ahogue. Yo ahora llevo una máquina de oxígeno portátil como sabes, pero hace un par de años, que fue cuando te abriste a mí y me contaste cómo te enfureciste con el descubrimiento de que te ibas haciendo cada vez más mayor, aún podía respirar sin ayuda. Me asfixiaba un poco mientras paseábamos, pero tú, solícito, te parabas y hacías como que el que se cansaba eras tú, para así, de forma elegante, evitar que me entristeciera. Pero, claro, yo me daba cuenta. A veces hacías el amago de cogerme del brazo, ambos, el tuyo y el mío enroscados como dos eslabones de sabiduría y resignación, pero te daba vergüenza y preferías caminar a mi lado, oliendo mi perfume de abuela, aquellos narcisos y nardos en los que te hubiese encantado transformarte para fundirte con mi piel ajada. No te importaban mis surcos hundidos, la piel lastimada, las cicatrices de antiguos partos, el pelo inmaculadamente blanco con olor a limón y lavanda. Sabías que era una abuela, como tú, y esa circunstancia, junto a muchas otras, hacía que me quisieras cada día un poquito más.

Una tarde viniste con un libro bajo el brazo y me contaste algo que al principio no creí. Me dijiste que desde tu juventud adorabas leer a los demás en voz alta, y que más de una vez te habían dado las tantas leyendo a un corro de niños a los que se habían sumado sus padres, todos gente humilde y sencilla que, lo más cerca que habían estado de un libro era, en el caso de los mayores, del libro de registro de su boda, y en el caso de los pequeños, de la tosca Enciclopedia de primer o segundo grado de la escuela. Niños y padres maravillados, en una escena totalmente surrealista por lo inhabitual, pero que tú, como maestro enamorado de su profesión, sabías exprimir al máximo, impostando la voz, susurrando o gritando cuando la frase lo requería, recreándote en los momentos que sabías eran cruciales para mantener la atención. Te enternecía observar con el rabillo del ojo las caras de asombro de los más chiquitines y las sonrisas de complacencia de aquellos padres a los que jamás se les hubiera ocurrido que un rectángulo lleno de hojas emparedadas entre dos tapas duras podían contener tantísima magia. Te llenaba de orgullo pensar que estabas sembrando una semilla que, con un poco de suerte, germinaría en al menos un par de aquellas criaturas. Y, aunque luego el tiempo demostrara que no había sido así, al menos en ese instante pudiste vivir esa sensación. Y te gustó.

Ahora, con bastantes años más encima, y por la hora que es, sé que estás mojando la brocha de afeitar en el agua tibia para reblandecer el jabón, ése que tienes que reponer en cuanto cobres tu pensión a primeros de mes, y que te afeitarás con sumo cuidado. Sé que luego te echarás por el pelo y por tu camiseta de tirantes un poco de agua de colonia bien fresca, como la que a mí me gusta,  de esa que huele a bebés, para luego vestirte y salir de casa, despacito -porque el paso no te permite ir más rápido, no porque no desees volar- con un nuevo libro bajo el brazo. Y sé que cruzarás el paso de peatones de enfrente de la residencia, sé que saludarás a las cuidadoras que pasean a Julia y a Fernando por el jardín, y a las que están dando de merendar a Claudio en la sala de estar. Y sé que tú, Matías, llegarás a mi cuarto, me sonreirás, me dirás con alegría el título del nuevo ejemplar que has traído esta vez, y me acompañarás fuera, otra vez al jardín,  ayudándome con mi bombona de oxígeno portátil, para maravillar a este grupo de ancianos que te espera -amigos los más, enemigos los menos, compañeros todos en estos últimos días de viaje-, con tu voz, aun clara y agradable a pesar de la edad, que desgranará nuevas aventuras, tal y como hacías hace muchos, muchos años, delante de un corro de asombrados niños. Niños que hoy son adultos y que, probablemente y gracias a ti, hacen de magos de la voz alta a sus propios hijos.

viernes, 6 de noviembre de 2009

103 años de sabiduría






         "Soy un cómico que lleva años esperando a que se baje el telón, pero nunca termina de bajarse". (Francisco Ayala, en   2007, con 101 años de edad)




Me había acostumbrado tanto a verle cumpliendo un año tras otro, que el otro día, cuando me enteré del fallecimiento de Francisco Ayala, último representante de la Generación del 27, casi no me lo creí. Han sido 103 años de novelas, de ensayos, de traducciones, de reflexiones sabias y eruditas. 103 años de sabiduría.

Tras un largo exilio, consiguió por fin en su país lo que se le había negado: el reconocimiento a una gran obra en forma de los más importantes galardones de las letras españolas -entre otros muchos premios relevantes-: el Príncipe de Asturias de las Letras y el Cervantes. Fue el hombre que, en sus propias palabras, "había escrito demasiado porque había vivido intensamente". 

Tenía pendiente leer "El jardín de las delicias" y creo que lo voy a empezar en cuanto termine el que tengo entre manos, "Historias de la historia", de Carlos Fisas.

Fueron 103 años de un andaluz sabio, vividos como él dijo, muy intensamente. Descanse en paz Don Francisco Ayala.

lunes, 2 de noviembre de 2009






Hoy, 2 de noviembre, día de los Fieles Difuntos, nos ha dejado uno de los más grandes cómicos surgidos en España. A los 87 años de edad, ya  muy viejecito, se ha ido para siempre José Luis López Vázquez.

El que fuera entrañable padrino pastelero -"¡Padrino, Búfalo!"- en  La gran familia (Fernando Palacios, 1962) y sus secuelas, e inolvidable Adela Castro/Juan en Mi querida señorita (Jaime de Armiñán, 1972), nos dejó un legado riquísimo de variados personajes en películas imprescindibles del cine español. El pisito, Plácido, El cochecito, Atraco a las tres, El bosque del lobo, Mi prima Angélica, Peppermint Frappé, La escopeta nacional, Patrimonio Nacional, La colmena, y otras más livianas pero igualmente recordadas, como Sor Citröen, No es bueno que el hombre esté solo, o El turismo es un gran invento, fueron películas en las que José Luis hacía un despliegue riquísimo de todo un mosaico de personajes inolvidables. Ya en el último tramo de su carrera, pudimos verle en producciones como Esquilache, Luna de Avellaneda o ¿Y tú quien eres?, la que ha sido su última aparición en el cine. Fue admirable su transición de papeles cómicos a otros mucho más dramáticos y trascendentes.

Si en la gran pantalla su carrera fue muy prolífica, no lo fue menos en el ámbito teatral. Actuó en grandes obras, como La dama boba, Equus, La muerte de un viajante, Crimen y castigo,  Historia de una escalera, Don Juan Tenorio o Tres hombres y un destino, regalando a los espectadores su arte en el difícil día a día de dos funciones por jornada.

Un papel que le venía al pelo, ya en televisión, fue el que tenía en Este señor de negro (Antonio Mercero, 1975), una serie de 13 capítulos en los que encarnaba a Sixto Zabaneta, además de intevenir en otras obras, como Los ladrones van a la oficina, así como en anuncios publicitarios.

Pero si me he dejado un papel aposta para el final, no podía ser otro que el que interpretó  para la televisión en La Cabina (Antonio Mercero, 1972), una de mis películas (en realidad mediometraje) favoritas, en las que un ciudadano normal y corriente, de los tantos millones que día a día caminamos por nuestras ciudades, queda atrapado sin remedio en una cabina, y no tiene escapatoria ante un destino horrible y oscuro. Evidentemente, la fábula sobre la sociedad española de aquella época, oprimida por el régimen franquista, ya en sus últimos coletazos, es extraordinaria. Y José Luis realizó aquí -pienso yo- uno de los más grandes papeles de su vida. Afortunadamente, la censura que en esos momentos estaba más pendiente de escotes y muslos que de otra cosa, dio vía libre a su pase por televisión, y los españolitos de entonces pudieron disfrutar de una magnífica historia en clave surrealista que aún hoy, con el paso de los años, no ha perdido nada de actualidad. A mí me encanta.









José Luis López Vázquez obtuvo, entre otros premios, el Goya de Honor de la Academia de Cine Español,  tres Fotogramas de Plata, uno de ellos por toda una vida dedicada a la interpretación, varios premios del Círculo de Escritores Cinematográficos, la Medalla de Oro al mérito en las Bellas Artes, el Premio Nacional de Teatro, o el Premio Unión de Actores a Toda una Vida. Una mínima muestra de los múltiples reconocimientos que se le hicieron y que coronaban una carrera prolífica, interesante y realmente impresionante por abarcar más de cuarenta años.

Con este sencillo homenaje quería despedirme hoy, día de los Fieles Difuntos, de un hombre que aunque no empezó como actor, sino como figurinista y ayudante de dirección, posteriormente lo dio todo por su pasión, interpretar, y al que me apetecía hoy ponerle el Don por delante de su nombre porque sin duda, se lo merece. Por habernos hecho disfrutar tanto, fuera cual fuese el palo que tocara, descanse en paz, Don José Luis López Vázquez.


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