domingo, 18 de noviembre de 2007






Para mi dulce amiga Divina, esa preciosidad con piel, más que de ébano, de bombón de chocolate con leche.






Emma, la chica de los ojos de melaza, se disponía a encarar una nueva jornada. Perezosa, dejó que el agua caliente resbalara sobre su piel mientras oía música barroca. Prefería empezar el día oyendo a Corelli que malas noticias sobre asesinatos o miseria. Era otra forma más de enmascarar la realidad. Aunque en eso ya se estaba convirtiendo en una experta. Sabía de los mil subterfugios para intentar no evocarle, para evitar conjurar su recuerdo, para que su memoria no la traicionara y le trajera su olor a nerolí y bergamota. Tras la amarga realidad de la separación, se agazapaba insolente el espíritu de desear tenerlo entre sus brazos.

Cada noche, en la cama, arropada por sábanas crujientes y sensaciones de desánimo, Emma, la muchacha de piel de bombón, gustaba de jugar a adivinar qué hubiera sido de sus vidas si las circunstancias hubieran sido distintas. Probablemente si no hubiera destilado tanta melaza de sus ojos y tanto bombón de su piel, si su dulzura no traspasara su cuerpo hasta delatarla y dejarla desnuda emocionalmente ante él, dejándola desvalida ante cualquier ataque, las cosas no hubieran sucedido de aquella manera cruel. Y ahora no se vería sola, se compadecía, mientras sorbía las lágrimas que bajaban hasta su boca y buscaba la manera de no pensar más en el causante de su desánimo.

Emma no sabía que a él le pasaba lo mismo. Y, como no lo sabía, hurgaba una y otra vez en la herida que le martirizaba, en el doloroso devenir de lo inevitable, en la desdicha de tener la certeza de que todo jamás volvería a ser como antes. Y cuando recordaba que cada bocadito que le daba se le asemejaba a un gajo de mandarina explotándole en la boca, suspiraba. Y si el sabor de su piel masculina se le venía repentinamente a la memoria, invadiendo cada recoveco de su boca, se maldecía. Y se lo imaginaba riendo y cortejando, agasajando y amando, charlando y compartiendo secretos con alguna otra chica de piel de bombón y ojos de melaza. Y no se podía figurar que él también sorbía lágrimas, y evocaba parcelas de piel como trozos de piña, y recordaba dedos fisgones, y labios ahítos, y brazos envolventes, y risas cristalinas.

Y Emma, la muchacha de piel de bombón, perdida en su ignorancia, prefería arrullarse en su soledad, continuar amalgamando recuerdos de sabor a mandarina y nerolí, y desear no haberle conocido nunca. Aunque cada noche, en el crujir de sus sábanas, se le escaparan suspiros por la ausencia y deseos por cumplir algún día.

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