jueves, 14 de junio de 2007

Teresa








Se lo quiero regalar a Embolic, entre otras muchas cosas porque su pelo blanco me recuerda a ella.



A Teresa la conocí hace unos siete años. Su pelo, inmaculadamente blanco, siempre lo tenía bien acicalado. No era un peinado estructurado hasta el límite, como si un Miguel Ángel cualquiera hubiera derrochado su arte esculpiendo aquella nívea cabellera. Se trataba de un corte sencillo, simple, pero realizado con amor. Su hija María era la encargada de que tuviera ese pelo bien brillante, apartado de la cara, desvelando un rostro ajado y una frente arrugada pero despejada, repleta de pequitas marrones a ambos lados en sus sienes. La mujer se desvivía por tener a su madre aseada, con ese olor a Heno de Pravia que siempre relacionaré con la anciana. Sus uñas, cortas, impecables, sin pintar. Sus ropas, negras pero salpicadas de vez en cuando por alguna florecita, también oliendo a limpio.

María no podía bañar sola a su madre. Pepe, su marido, le echaba una mano. La necesidad venció en este caso al pudor y la desnudez marchita de Teresa era más motivo de conmiseración que de otra cosa. Eso, y su indudable fragilidad. La abuela era débil, pero no sólo por ser anciana. Su mente había retrocedido lentamente, mes a mes, hasta llegar al punto en el que estaba ahora. Entonaba de vez en cuando coplillas de cuando era pequeña, cuando saltaba al cordel con dos amigas, o mientras observaba a Lucía, su madre, que era panadera -como lo fuera Teresa años después-, golpeando primorosamente la masa de pan, con una falsa violencia que amalgamaba los ingredientes, y que, tras el pertinente paso por el horno, transformaba aquella masa blanquecina en crujientes barras y deliciosas roscas de pan. Lucía aprendió en la artesa de una tahona de Barcelona y, años después, se trajo consigo saberes y recetas a la capital gaditana.

Entonces, aún cantando, arreciaba la laguna, y la pobre Teresa se quedaba con la frase a la mitad. Miraba sin ver a su hija María, que la tenía al lado, y le susurraba con voz queda: “Mamá, mamá, ¿cómo seguía esta canción, que no me acuerdo?” Mamá. Confundía a su hija con su madre, el principio con el final de la canción, el principio con el final de la vida. Imposible enlazar más recuerdos. La desdichada abuela iba hundiéndose en el tenebroso pozo del mal de Alzheimer, y, claro, no era en absoluto consciente de ello.

Me gustaba ir a visitarla antes de que entrara en la fase final de la enfermedad, porque Teresa aún disfrutaba de fugaces momentos de lucidez, y me encantaba descubrir en el fondo de sus ojos verdes pequeñas y grandes historias vividas por la que todavía era una extraordinaria mujer. La tomaba del brazo y la ayudaba a sentarse en una butaca de resina blanca, en el balcón de la casa de su hija, -desde hacía unos años su casa-, y ambas conversábamos rodeadas de macetas con geranios y claveles. En su jaula, un canario trinaba jaleos y cantos, como acunando los recuerdos que salían desvaídos de la boca de la abuela, sorprendentemente fresca y lúcida de tarde en tarde. Me agradecía con una sonrisa mis sencillas atenciones, como acomodarla en la butaca, poniéndole un mullido cojín en su espalda, o prepararle un descafeinado y un platito de galletas. Hasta el día en que no supo sonreírme. No sabía quién era yo. Me estremecí al ver la nada en esos ojos verdes. Nada era, puesto que no quedaban ya historias por descubrir, y lo lamenté profundamente.

Uno de esos atardeceres de mayo, antes de que la bombilla fundida de su memoria se apagara de forma definitiva, me habló de sus padres. Fue un momento tan breve, pero tan intenso, que los recuerdos estancados desde hacía días, pareciera que pugnaran por salir a borbotones de su boca. La estampa que resultaba de aquel tropel, sin embargo, no era inconexa, antes bien al contrario; ofrecía la imagen abigarrada de colores, olores y sensaciones de una época que yo, lógicamente, jamás iba a vivir pero que me resultó llegar a ser incluso familiar, por el cariño con que fue narrada.

Se conocieron cuando mediaba un siglo de miriñaques y oscuridad. Botines, medias de lana basta que dejaban tapaban las piernas deseadas, golosas extremidades de blanco marmóreo, miradas detrás del abanico a la salida de misa de doce. Niñeras de carabina, soldados galantes procurando sonsacar un suspiro de amor. Barquilleros, mercancía, paloluz, arropía, avellanas. Y su amor por ella.

Cortés galanteo, tímido beso, achuchones rechazados en oscuros rincones del Parque Genovés de Cádiz. Blanco virginal de muchacha inocente, pícaras sonrisas de los mozos amigos en cuchitriles de sexo rápido, noche de bodas entre miedo, curiosidad y lágrimas. Las faldas más cortas, cabello a lo garçon, foxtrot, charlestón, nueva vida en Barcelona y tres chiquillos que mantener. Y de vez en cuando, su recuerdo en forma de tarjeta a las familias que quedaron en Cádiz, y como prueba, una de esas postales, ajada y amarillenta, con letra caligráfica en una tinta azul que ya hacía tiempo había perdido la intensidad de su color. Me dio pudor leer el texto que allí se vislumbraba, pero alcancé a leer la firma al final del mismo: “Juan y Lucía, Barcelona, 4-10-1.927”.

Fue entonces cuando sentí el cariño y el cuidado que Teresa había puesto en conservar esas postales desde que se las dio su abuela, al regresar con sus padres y hermanos a Cádiz. Ese cariño lo vi materializado en una lágrima con sabor a añoranza que rodó por una de sus mejillas.

Créanme que fue una tarde mágica, por lo que aprendí, pero, sobre todo, por lo que sentí.

Teresa, de tarde en tarde, continuó hilvanando recuerdos, cada vez más difusos, hasta el día en que ya ni siquiera preguntaba, porque no sabía que tenía que preguntar. Hasta el día en que ya ni caminaba, porque su cuerpecillo no le respondía. Hasta el día en que no comió, porque olvidó que tenía que tragar. O hasta la mañana lluviosa de octubre en que se olvidó de seguir viviendo.

0 mordiscos a esta cereza:

Template by:
Free Blog Templates