sábado, 27 de octubre de 2007





I.-

Aturdida aún por el deseo, instalado éste todavía en mi cuerpo, me dispuse a recoger la ropa que había quedado diseminada por todo el piso: en la entrada, la chaqueta; en el pasillo, la blusa; sobre el sofá de chenilla, el chantilly negro del sujetador. Y mientras recogía el tanga del suelo del baño, y la falda del suelo del dormitorio, me preguntaba cómo había sido posible que ocurriera todo…



Me trasladé con la memoria a seis meses atrás. Le conocí en el trabajo. Yo llevaba en la empresa cinco años que me parecían diez o doce por lo menos, por lo monótono y aburrido. Miraba constantemente el reloj para ver cuándo marcarían sus manillas la maldita hora de salir, y de vez en cuando perdía tontamente el tiempo enviando estúpidos mails en cadena para mis amigos, o jugando algún solitario. Siempre rezando para que no me pillaran, claro. Pero no podía dejar de hacerlo, porque esos ratitos suponían un trocito menos de tortura en mi oscura y gris vida laboral de todos los días.



Fernando llegó porque se jubiló Rafael, el viejo compañero de oficina que tenía al lado y que gastaba parte de su tiempo en observarme con calculada exactitud mis piernas, evidentemente más aún cuando lucía una de mis minifaldas. Podía adivinar su mirada, aun cuando yo no la cruzara con la suya, escudriñando mis piernas, aventurándose a imaginar cómo sería lo que habría en la unión de ellas, debajo de la falda oscura, algo corta pero no en exceso, lo justo para que fuera la perfecta falda para ir a trabajar. Ustedes ya me entienden.



Rafael babeaba literalmente por mí y el día que le hicimos su cena de homenaje al jubilarse, en un aparte me dio un tortazo en el culo al que yo respondí con otro pero en su cara asquerosa de viejo libidinoso. Nadie se dio cuenta y a nadie le conté jamás aquel incidente. Y es que no sé si alguien terminaría creyéndome. ¿Mi palabra contra la del íntegro Rafael? Bah, batalla perdida. Y dejé correr todo aquello pensando en si el sustituto del viejo sátiro sería como él.



II.-



Fernando, aquel nuevo compañero, me gustó físicamente desde que llegó a la oficina, a pesar de que yo le llevaba diez años. Me encantó su cuerpo en general, no sabría destacar nada en concreto. Eso sí, me apasionaron desde un primer instante sus manos morenas, con las uñas tan cortitas y tan limpias… Manos que daban ganas de comérselas y no parar.



Él no me miraba mucho, al menos eso creí siempre. Lo justo e imprescindible en una relación laboral. No sé por qué pero no era afable conmigo, y eso que yo intentaba mostrarme simpática, aunque sin pasarme. No quería que me tomara por una pesada. Luego adiviné que su timidez era la que impedía el acercamiento, porque en el fondo yo le atraje físicamente desde el primer día. Pero de eso me enteré esta tarde, hace un rato en realidad, entre besos, pellizcos, mordisquitos y caricias.



III.-



Un encuentro fortuito en el ascensor de mi casa (¡Pero qué sorpresa, ¿qué haces tú aquí?, No, que vengo a ver a un amigo, no me digas que tú vives en este piso, bla bla bla…) encendió una chispa que yo ya había dejado por imposible. Una chispa que jamás pensé que prendería en el bosque de su indiferencia, y por eso el encuentro ha sido más volcánico si cabe.



Tras la invitación a una copa por mi parte, la música suave de jazz y las varitas de sándalo hicieron el resto. “La luz tenue nunca falla”, pensé, así que me dediqué a darle al regulador hasta que obtuve la que yo sabía que iba a ser mi cómplice: la claridad justa para tapar mi desvergüenza y la exacta para mostrarme todo aquello que estuve esperando durante seis meses.



Hicimos el amor como locos tras besarnos con pasión en el sofá. Nos levantamos y recorrimos toda la casa inconscientemente, beso a beso, apoyados en las paredes, mientras nos abrazábamos fuertemente intentando recuperar aquellos seis meses perdidos. Sus manos indagaban, buscaban, hallaban, encontraban. Aquellas manos preciosas que me enamoraron desde un primer instante se estaban convirtiendo en las cómplices de su fiebre, transformando deseo por cumplir en caricias fehacientes e intensas.



IV.-



Ahora, cuando ya han pasado un par de horas de todo aquello, busco la ropa de la que Fernando me fue despojando a ciegas, sin dejar de besarme, y que yace en los sitios más variopintos como muda testigo de una tarde loca.



No sé qué va a pasar a partir de ahora, porque no hemos hablado mucho más después de nuestro encuentro. Él se ha duchado y se ha ido tras darme un beso, pero sin concretar nada más.



Mañana, en la oficina, cuando mire sus hermosas manos, alzaré la vista y probablemente encuentre en sus ojos la respuesta que estoy deseando hallar. Y si no es así… tampoco se acaba el mundo. Al menos fue mío durante una tarde.

lunes, 15 de octubre de 2007

Olor a tarta de manzana




A Flor, por lo mucho que la quiero.




El frutero voceaba su mercancía en la plaza mientras el olor a tarta de manzana se extendía por la estancia.

- ¡Papayas frescas, bananas, melocotones, cocos, ciruelas, paraguayos, mangos y kakis!¡Vengan al frutero, fruta fresca! ¡Vengan al frutero!

El calor descendía como plomo en aquel mediodía atroz mientras algunos niños jugaban a perseguirse y los perros ladraban en medio de aquella abigarrada estampa. Los mozos acarreaban bultos, un viejo vendía en un carrito especias y ungüentos; la alhucema y el espliego se mezclaban atropelladamente, de forma casi inverosímil, con unos tarritos misteriosos conteniendo pomadas untuosas y fragantes. Todo en equilibrio y nada se caía. Una anciana pedía limosna con su mano extendida y el temblor de ésta hacía peligrar el contenido de la misma, provocando que las escasas monedas estuvieran a punto de caer al adoquinado. Los carros, cargados de mercancía, se confundían con las mujeres que, curiosas, intentaban hallar los productos más frescos. Un tullido espantaba con su muleta a unos niños mugrientos y llenos de mocos que estaban molestándole.

Isabel seguía afanándose en su tarea. El sudor se le escurría desde el nacimiento del pelo y se paseaba, insolente, en forma de minúsculas gotas que perlaban su piel morena. Su pelo, largo como el de una Virgen de Murillo, lo recogía en una trenza larga y cuidada, aunque ésta, con el paso del día, y debido al trajín de los esfuerzos, poco a poco dejaba escapar algún cabello como cuerda de violín.

La muchacha se esmeraba ahora en conseguir abrillantar aquel suelo mientras el olor de la tarta que se cocía en el horno inundaba la cocina de una dulce acidez. Los pasteles de la criada eran muy alabados por la familia a la que servía desde niña, y tenían la merecida fama de sofocar febrículas y sanar enfermos de cama. Isabel frotaba y frotaba, las rodillas contra el suelo, las manos de lejía, los trapos bastos, el corazón roto.

Cuando terminó esta tarea, se lavó bien las manos, y tras secárselas, abrió el horno con cuidado. Si el cielo olía de alguna manera, tenía que ser de esa. Isabel cerró los ojos y evocó el último beso, la caricia apresurada, el abrazo desmedido de Juan antes de partir hacia la guerra.

España estaba en guerra con Estados Unidos, y los cubanos, al ser la isla colonia española y objetivo de ambos países, participaban en la misma. A raíz del desastre del Maine los acontecimientos se habían precipitado aún más e Isabel desde entonces supo que si ambos habían corrido el peligro de no volver a verse, ahora la probabilidad se había multiplicado por cien. O por mil. Ella no sabía de matemáticas. Sus conocimientos se basaban en saber en qué punto estaban las papas cocidas, o en dejar la plata de los señores lo más bruñida posible gracias a los restregones con bicarbonato.

Isabel colocó con mimo la tarta de manzana en el alféizar de la cocina, donde aún el sol no caía imperdonablemente y la sombra benefactora haría que se enfriara antes. Se sentó en una silla de la cocina cuidada y limpia, y cerrando de nuevo los ojos, mientras el viento desplazaba el aroma de fruto horneado hacia dentro de la estancia, pensó en Juan.

Recordó la última vez que se tuvieron, casi a trompicones, de forma acelerada, mientras el barco aguardaba en el muelle a los soldados, esos cubanos valientes que, como todos los soldados de todas las batallas, ignoraban si volverían a ver a sus madres y novias y acudían a resolver los conflictos con una mezcla de osadía y terror. Juan volvería, por supuesto. Él estaba convencido de ello. Y, a su regreso, se casaría con la criadita de ojos de piedra de lava y cabello trenzado.

Juan e Isabel se tuvieron casi a la fuerza, levantando el hombre enaguas y bajando pololos, apoyando el frágil cuerpecillo de la cubana sobre las paredes de madera de la casa, en un viejo porche trasero, tan abandonado que nadie pasaría por allí y les descubriría. Tendrían unos quince minutos antes de que Juan se viera obligado a marchar al muelle. Quince minutos para comprimir todo el deseo que, a borbotones, se les escapaba por la boca, por los oídos, por el ombligo, por los orificios de sus sexos respectivos, por la punta de los dedos, por los poros de la piel. Quince minutos en los que las cintas anudadas del corsé se desbaratarían mientras semejaban caminos por desandar juntos en un futuro, y las medias de lana habían estorbado más que nunca. Los nudos y lazos nunca fueron un obstáculo más dulce y a la vez, más engorroso. El corpiño, adornado de un encaje basto como correspondía a una muchacha de su posición, aunque fuera la muda de los domingos, envolvía a Juan con un olor mezcla de sudor y voluptuosidad de mujer. El soldado, en una de sus caricias lúbricas, llevó los dedos a su nariz y aspiró, extasiado. No tenía pulmones en su pecho para apoderarse todo el aire del mundo y así poder capturar el olor femenino de Isabel, con la intención de llevárselo consigo al campo de batalla. Ese olor, ese olor, ese olor…

El olor de la tarta de manzana, en una de sus vaharadas, despertó de improviso a Isabel, sacándola de su ensoñación. La mujer, tras el furtivo y último encuentro, le había regalado una a su amor para que se la llevara en el macuto y así pudiera seguir degustándola aunque fuera a través de uno de sus postres. Ahora, sola, en la cocina de sus señores, con el suelo brillante y el corazón roto, la criadita de ojos cansinos lloraba su viudez anticipada mientras el olor a tarta de manzana seguía inundando la habitación y arañando su alma quebrada.

sábado, 13 de octubre de 2007


Hoy se cumplen 35 años del accidente del Fairchild uruguayo que se estrelló en Los Andes. Sí, fue el 13 de octubre de 1972, y algunos de los chavales que sobrevivieron, entonces con 18 o 20 años, ya son incluso abuelos. 16 supervivientes que tuvieron que aferrarse a su enorme fe y a comer la carne de sus compañeros muertos para poder seguir viviendo.


Cuando ocurrió el accidente yo tenía cinco años, camino de los seis. La primera vez que supe de esta dramática historia yo tendría unos 11 años. Mi hermano mayor se había comprado el libro de Piers Paul Read, ¡Viven!, escrito en 1974 y que fue posteriormente el que dio pie para la famosa película que narra los 72 desesperantes días que aquellos muchachos vivieron en la montaña. Me impliqué emocionalmente tanto con aquella historia, que incluso me aprendí de memoria los nombres de aquellos 16 supervivientes. No fue por morbo, por el hecho de que quebrantaran un tabú social como es el canibalismo. Intuía que había algo más detrás, pero en ese momento no sabía explicarme a mí misma qué podía ser. Con el tiempo, lo averigüé. Se trataba del espíritu de equipo, que ya ellos llevaban impresos en sí mismos por ser compañeros de un equipo de rugby, el Old Christians, unido a su profunda fe católica. Eran chicos de misa dominical y rezo del rosario, algo ésto último que era un hálito de esperanza cada noche, refugiados y hacinados en el fuselaje hediondo de aquel avión perdido en las nieves de Los Andes. Era a lo único a lo que podían aferrarse.


Cuando llegó la determinación fatal de decidir si comían o no a los muertos, se enfrentaron a uno de los dilemas más terribles a los que se puede ver abocado un ser humano. ¿Qué hacer? ¿Morir de inanición o vencer la repugnancia y el tabú moral y cortar carne de los muertos para poder sobrevivir? Sin duda, una terrible y demoledora experiencia, y más para unos chicos tan jóvenes como eran aquellos (con la excepción de Javier Methol, que no pertenecía a su equipo y por aquel entonces tenía 38 años). Una experiencia vital terrible que hizo que algunos, como por ejemplo Carlos Páez, cayeran posteriormente en el alcoholismo y la drogodependencia, aunque afortunadamente ahora es feliz con su familia, incrementada con una nietecita llamada Justine.


Muchos les alabaron, otros corrieron un tupido velo de incomodidad para no remover más el tema, otros en fin les acusaron de egoísmo y de que quizá Dios no quería que sobrevivieran, sino que fallecieran en Los Andes y que por ello no tenían que haber comido carne de los muertos.


Desde aquí, cuando se cumplen 35 años de esta terrible tragedia que tanto impactó al mundo y tanto a mí misma, quería hablarles de estos hombres que tuvieron que aprender demasiado pronto que la vida a veces te pone por delante obstáculos demasiado crueles.


Nando Parrado, Roberto Canessa, Bobby François, Antonio Vizintín, Eduardo Strauch, Adolfo Strauch, Pancho Delgado, José Pedro Algorta, Coche Inciarte, Roy Harley, Álvaro Mangino, Javier Methol, Daniel Fernández, Moncho Sabella, Gustavo Zerbino y Carlos Páez. Los 16 supervivientes de Los Andes.

viernes, 12 de octubre de 2007


Me acerqué sutilmente, casi flotaba sobre el suelo. Él tenía cerrados sus párpados, expectante; intuía que iba a darle más de lo previsible. Lentamente, con una sonrisa traviesa casi imperceptible -por el resto del mundo si hubiéramos tenido espectadores, porque por él era imposible verme-, acerqué mis labios a sus ojos y besé sus párpados.


Advertí el suavísimo e invisible vello de su frente, de sus orejas, erizándose, los labios hinchándose de gozo, su cara dándose a mí. La barba cerrada, recién afeitada, luchaba por salir de los poros de su cara, en un ardid inaudito e imposible: los pelos tardarían al menos tres días en aparecer. Pero a mí no me importaba. Me chiflaba ese tacto suave de la piel, y, por un momento, casi hubiera deseado que la suya fuera como la de una mujer: de melocotón, de merengue...


Inopinadamente, abrió los ojos, y, extasiado ante mis pies desnudos, no le quedó más remedio que besarlos en un ejercicio de sublime adoración.

martes, 9 de octubre de 2007


Venciendo finalmente al recelo, permitió que la mano le acariciara. Cerró los ojos y se sumergió en el torbellino de placer de azúcar que tanto anhelaba, porque intuyó que jamás habría sentido nada igual. Si por las noches ni siquiera se tocaba, no era por falta de ganas. El agotamiento y la vergüenza le podían, y prefería cerrar los ojos en un duermevela casto antes de sumergirse en las tinieblas del sueño, a recorrer con dedos trémulos la orografía de su cuerpo, descubriéndolo, casi.


La mano del chico se le antojó un hechizo de mago, una bienhallada sorpresa, un regalo de arropía. Con los ojos cerrados seguía imaginando, intuyendo, celebrando aquel atrevimiento que no osaba desvaír. Se sentía invadida, pero, al contrario de lo sentido en tantas veces infames, en esta ocasión le sorprendió agradablemente la explosión de calor que recorría sus brotes y curvas, sus picos y valles, sus rutas y senderos. Se descubrió a sí misma como un mapa cartográfico, donde al explorarla aquella mano desconocida hasta aquel entonces, aquél cobrara vida y los planos relieves de montes sobre papel tomaran forma, engrandeciéndose, y acrecentándose los ríos salinos que fluían de una sima profunda.


Los ojos de la mujer se resistían a abrirse. Habían sido muchos años de abusos vergonzosos, de calamidades aberrantes, de prácticas innombrables practicadas incluso por gente de su familia. No pensaba abrirlos ahora que la ocasión de disfrutar, desear, explotar, sentir... vivir en una palabra, había llegado finalmente.

viernes, 5 de octubre de 2007

Sí, soy yo


Tómame de la mano.


Siéntela. Está caliente. Es cálida, como la tuya. Su palma es suave, su dorso, aún más, como es previsible. Las uñas, un poco largas, sin pintar. Los dedos, muy largos, sin anillos ni otros adornos. Es una mano bonita.


Sin soltarla, te la llevas a tu mejilla y le das un leve beso mientras entrecierras los ojos. Esa mano, que tantas veces has soñado tener contigo, huele muy bien, y es suave, y ahora te acompaña…


Mírame a la cara.


Mientras sonrío y te hablo, y te cuento, y te digo, me observas. Yo no me doy cuenta de que te fijas en ese lunar que tengo en mi mejilla derecha, justo cabalgando en el pómulo, debajo de mi ojo color marrón. Avellana, te dije un día, para poetizar (si existe ese término) un color absolutamente vulgar y anodino. Mis cejas, depiladas, pero no en exceso, enmarcan ese y el otro ojo. Te fijas en mi nariz. No me gusta que la mires de perfil. No es pequeña, salgo en ella a mi padre, tiene un aire a la de Ana Belén. Ya me gustaría parecerme a ella en otras cosas…
Me sigues mirando y ahora bajas tus ojos hasta mi boca, que se mueve y sigue materializando esa cháchara incontenible que me sale de dentro, feliz por tenerte. Mis labios son muy gruesos, tal y como te dije. Mis dientes de abajo, un poco torcidos (también te lo dije). Mi sonrisa, verdadera y muy atrayente, eso ya no recuerdo si te lo comenté… En mi barbilla, divertido, encuentras otro lunar. Un lunar que por cierto odia mi Laura, aún no sé por qué.


Mi pelo castaño, teñido de pelirrojo, enmarcan unas orejas que siempre llevan pendientes, sobre todo largos o de aros. Me gusta llevar el pelo un poco largo, hace mucho tiempo que no me lo corto; creo que me sienta mejor así. Hace ya nueve años que me tiño de ese color, aunque de vez en cuando cambio sus matices, y pienso seguir haciéndolo, aunque mi niña proteste porque quiere que me lo deje de mi color natural. No, porque no me gusta, lo encuentro muy visto, y eso que a la luz del sol tengo reflejos rojos, producto de un tío de mi abuelo que era pelirrojo puro.


Mi silueta, grande; más de una vez me han soltado un jaca como piropo por la calle. Ahora estoy con sobrepeso, como sabes. Me está costando trabajo perder, no es igual que otras veces. Mi pecho, enorme. Mis piernas, largas, más gruesas de lo que desearía pero con los tobillos conservando su finura de siempre. Siempre los he tenido bien finitos. Pies grandes, un 41. Y, riéndose de las normas de la genética, dos dedos del pie pegados en una falange; los dos que siguen al gordo, tanto en el derecho como en el izquierdo. Mi padre los tenía así también y esto se lo pasé a mi hija.

Sí, soy yo.

miércoles, 3 de octubre de 2007

Me confieso


Me confieso: os tengo abandonados.


Tengo muchísimas ganas de pasarme por vuestros blogs respectivos, de enviaros esos correos prometidos, de escribiros esos relatos que un día os dije que os iba a regalar... Y yo, toda avergonzada, me confieso hoy y me disculpo por teneros a todos abandonados.


No es justo que porque yo me esté abandonando, os pague con la misma moneda. Y no lo es por el cariño que me demostráis, por vuestras palabras siempre de cariño, por apoyarme en todo y tenderme vuestros hombros cuando los necesito.


Es verdad que me encuentro muy cansada, que de ánimos estoy peor que nunca, que tengo muchas ganas de meterme pronto en la cama...


Os ofrezco una gran disculpa y un acto de contricción.


Lo necesito para no perderme en mis infiernos personales de culpa. No me gusta abandonaros... y estoy muy avergonzada.


lunes, 1 de octubre de 2007









Caliente,
salvaje,
indómito,
tu cuerpo junto al mío
devorando noches,
regalando zalemas,
disipando soledad.


Caliente,
salvaje,
indómito,
mi cuerpo junto al tuyo
escudriñando caminos,
diseñando encuentros,
obsequiando melindres.


Calientes,
salvajes,
indómitos,
nuestros cuerpos
en atípica comunión.

Sólo eso: el calor, lo salvaje, lo indómito.
No nos hace falta más...
ni tampoco lo deseo.

;;

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