sábado, 11 de agosto de 2007
Con indolencia, entreabres los ojos. !Qué calor sientes! Coño, si son cuarenta grados. Cuarenta malditos grados. ¿No va a hacer calor? No sabes ni siquiera cómo has podido dormir. El sofocante calor se pegaba anoche a tu cuerpo como el áspid en el brazo de Cleopatra, ávida de sangre y muerte. Sudabas, dabas una vuelta, sudabas, otra vuelta más. ¿Cuándo narices va a venir el tío del aire acondicionado? ¡¡Mierda!! Pero de la mala noche apenas queda un vago recuerdo. Ha sido el postre amargo de unos momentos mágicos, sublimes, ardientes y más cálidos aún que ese calor que subía implacable desde el alquitrán de la calle.
Te incorporas un poco en la cama.
Me observas. Duermo a tu lado, inocente, no consciente de tu mirada dulce.
Te gusta mirarme mientras duermo. Es uno de esos pequeños grandes placeres de la vida de los que jamás te querrías desprender. Miras con curiosidad, como el niño al regalo envuelto en mil colores, como el gato al perro cuando ambos están a punto de enfrentarse. Te paras en mi perfil, en mis labios gruesos y entreabiertos que ultrajaste hace unas horas pero no te importó; ya vendrán más sacudidas en mi boca, y tú encantado. Y yo, más encantada aún. Mi nariz respira con cierta dificultad por el calor; te gusta oír esa respiración desacompasada porque sabes que estoy ahí. Un mechón de cabello pugna por pegarse a mi frente sudada. Mis ojos avellana no puedes verlos; ya te bastó anoche, cuando, suplicantes, te pedían que su dueña quería más y más, y satisfecha, sabía que estabas ahí para dárselo. Pagarías porque durmiera con los ojos abiertos, para así no perder de vista mis iris marrones. Sí, es una locura. Pero es una dulce locura.
Recorres mi cuello con tus ojos. Un largo cuello que besaste anoche, desesperado, dando toquecitos golfos con la punta de tu lengua mientras, tú también golfo, me penetrabas y abrazado a mi espalda me decías lo bonita que era. Uno, dos, tres leves mordisquitos, un estremecimiento mío y vuelta a empezar. Uno, dos, tres...
Te gustó besar mi escote. Y más te gustó lo que lo orlaba. Mi pecho grande, grávido, con esos pezones que te encantó besar y martirizar a pequeños bocaditos, a suaves chupetones, a desesperados lametones. Son mis pechos tan grandes que los subías y me metías mis propios pezones en la boca; aturdido y alucinado gozabas viendo como me daba placer a mí misma, y te unías a la comilona, mezclando tu lengua con la mía. Mientras hacías esto, subías la mirada y ésta se chocaba con mis ojos, que te observaban inmisericordes, traviesos, desafiantes, gozosos, divertidos. Amasabas mis pechos con la delicadeza con la que el panadero lo hace en la artesa, confiado en que el dulce masaje enervaría mis sentidos y haría que te pidiera más aún. Como así fue.
Miras ahora mi ombligo. Te acercas y lo observas sonriendo. Recuerdas algo que hiciste con él, no sé ahora qué, y vuelves tu mirada hacia abajo. El tremendo calor impide que una virginal sábana cubra aquello que tanto te gusta acariciar, chupar, lamer, adorar. Sonríes y acercas suavemente tus dedos, intentando coger un pequeño rizo inexistente. Mi escaso monte no da para más. Me retuerzo dormida, trastabillando en la cama y medio dándome la vuelta. No quieres que me despierte, así que retiras tu mano.
Continúas observándome con una sonrisa. Besaste con adoración esas piernas, esas rodillas, lamiste esos pies, esos deditos, esos talones que luego te rasparían las pantorrillas, los muslos, arriba y abajo, como un ascensor ardiente, mientras me penetrabas y me seguías diciendo lo bonita que era. Subieron a tu cintura, rodeándote como el áspid de Cleopatra, pero ahí ya no pudiste decir nada más. Quedaste en un sordo silencio y sólo me mirabas. Y suspirabas mientras, de soslayo escudriñabas el termómetro de pared. Cuarenta grados.
Para etiquetar en la cajita como: Guindillas picantes
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2 mordiscos a esta cereza:
¡Somos incorregibles, Belén! Siempre.
Pues claro que lo somos, y tú más, acercándote como el áspid de Cleopatra a mis relatos de mayor temperatura...
Ay, Javi, mi incorregible Javi... :-)))
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