lunes, 15 de octubre de 2007
El frutero voceaba su mercancía en la plaza mientras el olor a tarta de manzana se extendía por la estancia.
- ¡Papayas frescas, bananas, melocotones, cocos, ciruelas, paraguayos, mangos y kakis!¡Vengan al frutero, fruta fresca! ¡Vengan al frutero!
El calor descendía como plomo en aquel mediodía atroz mientras algunos niños jugaban a perseguirse y los perros ladraban en medio de aquella abigarrada estampa. Los mozos acarreaban bultos, un viejo vendía en un carrito especias y ungüentos; la alhucema y el espliego se mezclaban atropelladamente, de forma casi inverosímil, con unos tarritos misteriosos conteniendo pomadas untuosas y fragantes. Todo en equilibrio y nada se caía. Una anciana pedía limosna con su mano extendida y el temblor de ésta hacía peligrar el contenido de la misma, provocando que las escasas monedas estuvieran a punto de caer al adoquinado. Los carros, cargados de mercancía, se confundían con las mujeres que, curiosas, intentaban hallar los productos más frescos. Un tullido espantaba con su muleta a unos niños mugrientos y llenos de mocos que estaban molestándole.
Isabel seguía afanándose en su tarea. El sudor se le escurría desde el nacimiento del pelo y se paseaba, insolente, en forma de minúsculas gotas que perlaban su piel morena. Su pelo, largo como el de una Virgen de Murillo, lo recogía en una trenza larga y cuidada, aunque ésta, con el paso del día, y debido al trajín de los esfuerzos, poco a poco dejaba escapar algún cabello como cuerda de violín.
La muchacha se esmeraba ahora en conseguir abrillantar aquel suelo mientras el olor de la tarta que se cocía en el horno inundaba la cocina de una dulce acidez. Los pasteles de la criada eran muy alabados por la familia a la que servía desde niña, y tenían la merecida fama de sofocar febrículas y sanar enfermos de cama. Isabel frotaba y frotaba, las rodillas contra el suelo, las manos de lejía, los trapos bastos, el corazón roto.
Cuando terminó esta tarea, se lavó bien las manos, y tras secárselas, abrió el horno con cuidado. Si el cielo olía de alguna manera, tenía que ser de esa. Isabel cerró los ojos y evocó el último beso, la caricia apresurada, el abrazo desmedido de Juan antes de partir hacia la guerra.
España estaba en guerra con Estados Unidos, y los cubanos, al ser la isla colonia española y objetivo de ambos países, participaban en la misma. A raíz del desastre del Maine los acontecimientos se habían precipitado aún más e Isabel desde entonces supo que si ambos habían corrido el peligro de no volver a verse, ahora la probabilidad se había multiplicado por cien. O por mil. Ella no sabía de matemáticas. Sus conocimientos se basaban en saber en qué punto estaban las papas cocidas, o en dejar la plata de los señores lo más bruñida posible gracias a los restregones con bicarbonato.
Isabel colocó con mimo la tarta de manzana en el alféizar de la cocina, donde aún el sol no caía imperdonablemente y la sombra benefactora haría que se enfriara antes. Se sentó en una silla de la cocina cuidada y limpia, y cerrando de nuevo los ojos, mientras el viento desplazaba el aroma de fruto horneado hacia dentro de la estancia, pensó en Juan.
Recordó la última vez que se tuvieron, casi a trompicones, de forma acelerada, mientras el barco aguardaba en el muelle a los soldados, esos cubanos valientes que, como todos los soldados de todas las batallas, ignoraban si volverían a ver a sus madres y novias y acudían a resolver los conflictos con una mezcla de osadía y terror. Juan volvería, por supuesto. Él estaba convencido de ello. Y, a su regreso, se casaría con la criadita de ojos de piedra de lava y cabello trenzado.
Juan e Isabel se tuvieron casi a la fuerza, levantando el hombre enaguas y bajando pololos, apoyando el frágil cuerpecillo de la cubana sobre las paredes de madera de la casa, en un viejo porche trasero, tan abandonado que nadie pasaría por allí y les descubriría. Tendrían unos quince minutos antes de que Juan se viera obligado a marchar al muelle. Quince minutos para comprimir todo el deseo que, a borbotones, se les escapaba por la boca, por los oídos, por el ombligo, por los orificios de sus sexos respectivos, por la punta de los dedos, por los poros de la piel. Quince minutos en los que las cintas anudadas del corsé se desbaratarían mientras semejaban caminos por desandar juntos en un futuro, y las medias de lana habían estorbado más que nunca. Los nudos y lazos nunca fueron un obstáculo más dulce y a la vez, más engorroso. El corpiño, adornado de un encaje basto como correspondía a una muchacha de su posición, aunque fuera la muda de los domingos, envolvía a Juan con un olor mezcla de sudor y voluptuosidad de mujer. El soldado, en una de sus caricias lúbricas, llevó los dedos a su nariz y aspiró, extasiado. No tenía pulmones en su pecho para apoderarse todo el aire del mundo y así poder capturar el olor femenino de Isabel, con la intención de llevárselo consigo al campo de batalla. Ese olor, ese olor, ese olor…
El olor de la tarta de manzana, en una de sus vaharadas, despertó de improviso a Isabel, sacándola de su ensoñación. La mujer, tras el furtivo y último encuentro, le había regalado una a su amor para que se la llevara en el macuto y así pudiera seguir degustándola aunque fuera a través de uno de sus postres. Ahora, sola, en la cocina de sus señores, con el suelo brillante y el corazón roto, la criadita de ojos cansinos lloraba su viudez anticipada mientras el olor a tarta de manzana seguía inundando la habitación y arañando su alma quebrada.
- ¡Papayas frescas, bananas, melocotones, cocos, ciruelas, paraguayos, mangos y kakis!¡Vengan al frutero, fruta fresca! ¡Vengan al frutero!
El calor descendía como plomo en aquel mediodía atroz mientras algunos niños jugaban a perseguirse y los perros ladraban en medio de aquella abigarrada estampa. Los mozos acarreaban bultos, un viejo vendía en un carrito especias y ungüentos; la alhucema y el espliego se mezclaban atropelladamente, de forma casi inverosímil, con unos tarritos misteriosos conteniendo pomadas untuosas y fragantes. Todo en equilibrio y nada se caía. Una anciana pedía limosna con su mano extendida y el temblor de ésta hacía peligrar el contenido de la misma, provocando que las escasas monedas estuvieran a punto de caer al adoquinado. Los carros, cargados de mercancía, se confundían con las mujeres que, curiosas, intentaban hallar los productos más frescos. Un tullido espantaba con su muleta a unos niños mugrientos y llenos de mocos que estaban molestándole.
Isabel seguía afanándose en su tarea. El sudor se le escurría desde el nacimiento del pelo y se paseaba, insolente, en forma de minúsculas gotas que perlaban su piel morena. Su pelo, largo como el de una Virgen de Murillo, lo recogía en una trenza larga y cuidada, aunque ésta, con el paso del día, y debido al trajín de los esfuerzos, poco a poco dejaba escapar algún cabello como cuerda de violín.
La muchacha se esmeraba ahora en conseguir abrillantar aquel suelo mientras el olor de la tarta que se cocía en el horno inundaba la cocina de una dulce acidez. Los pasteles de la criada eran muy alabados por la familia a la que servía desde niña, y tenían la merecida fama de sofocar febrículas y sanar enfermos de cama. Isabel frotaba y frotaba, las rodillas contra el suelo, las manos de lejía, los trapos bastos, el corazón roto.
Cuando terminó esta tarea, se lavó bien las manos, y tras secárselas, abrió el horno con cuidado. Si el cielo olía de alguna manera, tenía que ser de esa. Isabel cerró los ojos y evocó el último beso, la caricia apresurada, el abrazo desmedido de Juan antes de partir hacia la guerra.
España estaba en guerra con Estados Unidos, y los cubanos, al ser la isla colonia española y objetivo de ambos países, participaban en la misma. A raíz del desastre del Maine los acontecimientos se habían precipitado aún más e Isabel desde entonces supo que si ambos habían corrido el peligro de no volver a verse, ahora la probabilidad se había multiplicado por cien. O por mil. Ella no sabía de matemáticas. Sus conocimientos se basaban en saber en qué punto estaban las papas cocidas, o en dejar la plata de los señores lo más bruñida posible gracias a los restregones con bicarbonato.
Isabel colocó con mimo la tarta de manzana en el alféizar de la cocina, donde aún el sol no caía imperdonablemente y la sombra benefactora haría que se enfriara antes. Se sentó en una silla de la cocina cuidada y limpia, y cerrando de nuevo los ojos, mientras el viento desplazaba el aroma de fruto horneado hacia dentro de la estancia, pensó en Juan.
Recordó la última vez que se tuvieron, casi a trompicones, de forma acelerada, mientras el barco aguardaba en el muelle a los soldados, esos cubanos valientes que, como todos los soldados de todas las batallas, ignoraban si volverían a ver a sus madres y novias y acudían a resolver los conflictos con una mezcla de osadía y terror. Juan volvería, por supuesto. Él estaba convencido de ello. Y, a su regreso, se casaría con la criadita de ojos de piedra de lava y cabello trenzado.
Juan e Isabel se tuvieron casi a la fuerza, levantando el hombre enaguas y bajando pololos, apoyando el frágil cuerpecillo de la cubana sobre las paredes de madera de la casa, en un viejo porche trasero, tan abandonado que nadie pasaría por allí y les descubriría. Tendrían unos quince minutos antes de que Juan se viera obligado a marchar al muelle. Quince minutos para comprimir todo el deseo que, a borbotones, se les escapaba por la boca, por los oídos, por el ombligo, por los orificios de sus sexos respectivos, por la punta de los dedos, por los poros de la piel. Quince minutos en los que las cintas anudadas del corsé se desbaratarían mientras semejaban caminos por desandar juntos en un futuro, y las medias de lana habían estorbado más que nunca. Los nudos y lazos nunca fueron un obstáculo más dulce y a la vez, más engorroso. El corpiño, adornado de un encaje basto como correspondía a una muchacha de su posición, aunque fuera la muda de los domingos, envolvía a Juan con un olor mezcla de sudor y voluptuosidad de mujer. El soldado, en una de sus caricias lúbricas, llevó los dedos a su nariz y aspiró, extasiado. No tenía pulmones en su pecho para apoderarse todo el aire del mundo y así poder capturar el olor femenino de Isabel, con la intención de llevárselo consigo al campo de batalla. Ese olor, ese olor, ese olor…
El olor de la tarta de manzana, en una de sus vaharadas, despertó de improviso a Isabel, sacándola de su ensoñación. La mujer, tras el furtivo y último encuentro, le había regalado una a su amor para que se la llevara en el macuto y así pudiera seguir degustándola aunque fuera a través de uno de sus postres. Ahora, sola, en la cocina de sus señores, con el suelo brillante y el corazón roto, la criadita de ojos cansinos lloraba su viudez anticipada mientras el olor a tarta de manzana seguía inundando la habitación y arañando su alma quebrada.
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3 mordiscos a esta cereza:
Reconozco tenerte un poco abandonada, Guinda. Ando muy liado.
Querría decirte muchas cosas, contarte, pero tendré que forzosamaente demorarlo por falta de tiempo.
El holor a tarta de manzana, se me semeja paralelo al olor a salitre y arro de muchos compañeros y amigos... y me recuerda, trágicamente -pues son palabras que debo olvidar, borrar de la mente, ignorar que un día las sufrí..., pero no puedo- que alguien se burla y rie de aquellos que vivimos con la incertidumbre de saber si volveremos a ver a los que dejamos perderse hoy en el horizonte, abordo de un barco para jugarse la vida por el pan de los suyos, el cual a mayores males, no que da garantizado.
Ser extraordinario por la comisión de algún hecho de inusual habilidad es del todo opaco al lado de quienes, como tú, alcanzan ese rango a través de la humildad, honestidad y comprensión para con los demás.
Unha aperta envolta en sal.
Qué preciosidad y qué triste. Collons! Cada día escribes mejor, guinda. Siempre.
Ay, Corsario... Dices que me tienes un poco abandonada. Y mira yo cómo tengo todo esto. Hace días y días que ni enciendo el ordenador. Muchas cosas en la cabeza, cielo. Muchísimas.
Qué preciosidad de comentario y qué maravilloso ese abrazo envuelto en sal. Gracias, gracias.
Javi, no sabes qué alegría y a la vez qué corte me da cuando leo lo de "cada día escribes mejor"... Aunque sí es cierto que estoy especialmente orgullosa de este relato. Qué alegría tenerte como amigo, de verdad, cariño. Siempre, siempre. Siempre.
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