sábado, 30 de junio de 2007
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viernes, 29 de junio de 2007
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jueves, 28 de junio de 2007
Fue esa, la época de septiembre a abril, la más fructífera de mi vida en cuanto a inspiración, excepción hecha de aquellas tardes de agosto de 2001, recién separada, con una herida abierta en lo más profundo de mi alma pero con la ilusión de tener alguien a quien poder contarle mis cuentos eróticos, como una moderna Sherezade, a pesar de que sabía que lo nuestro no pasaría de una bonita amistad. Y en realidad, era lo que quería. Ni más, ni menos.
Esta ocasión, fue diferente. Porque estaba enamorada, muy enamorada, exacerbadamente enamorada; porque las Musas bajaban cada día, cada tarde, cada noche y cada madrugada, y me rondaban las entrañas, y el cerebro, y el corazón, y el alma, y me taladraban sin piedad, obligándome a escribir hermosas historias y delicados textos de amor. Arañaban mis entresijos, mis interioridades, hacían que esos jirones salieran a la luz en forma de prosa poética, de poesía sin rima, de ardientes relatos eróticos, de delicadas historias sobre la vida y la muerte. Pero daba igual, esos arañazos no me dolían: me daban la vida. Los textos, mis escritos, rezumaban amor por todas las letras que componían el cuerpo de los mismos, ya que poros no poseían.
Y me sentía orgullosa, plena, feliz, satisfecha, porque un día y otro, apenas agotada mi capacidad de asombro, veía complacida como las Musas me regalaban con su presencia. Una visita, la más deseada para alguien, como yo, que gusta de juntar letras. Me daba miedo despertar, porque sabía que, cuando así lo hiciera, mis Musas me dejarían, abandonada a mi suerte, lamentándome como una pobre tontita porque no me acordaría de escribir, de plasmar sentimientos, de contar historias. Si es que algún día supe hacerlo. Si es que algún día tuve esa maravillosa capacidad de saber escribir y de saber contar historias.
Creo que no, que nunca la tuve. Que fue el amor, el que sentí un día, tan grande, tan implacable, tan absorbente, tan esplendoroso, tan irreal, tan cercano y tan lejano, sí, aquel que sentí un día por él, el que se ató entre mis dedos y obligó a que yo, escribiendo, contando historias, lo fuera desenredando poco a poco y lo liberara de mi ser.
Ahora, mis dedos, mi ser, completamente libres de ese amor, -muy a su pesar-, no saben tejer historias. Mis Musas, tan amantes y espléndidas en otros tiempos, son ahora rácanas y aparecen yermas. Mis dedos, muertos de amor, se han quedado quietos y mudos. Tan mudos como él se ha quedado.
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Para mi Dead, porque con este relato me dijo que le devolví el gusto por la lectura. Y me enorgullezco de ello.
La recompensa a largos y exasperantes minutos de espera, tomaba los rasgos de un chico joven, moreno, de aire distraído y ojos de soñar con libros. Sobre las seis y cuarto, Julián tomaba asiento en su trono particular, construido de madera sencilla y metal coloreado, pero para él, un valioso reducto para abrazar historias. Todas las tardes, en vez de recrearse en los escotes de las chicas que pasaban, Julián prefería pasear sus ojos por las faldas de la reina Ginevra o por las manos níveas de Marguerite Gautier, entre las de otras muchas heroínas.
María salía a las seis de la fábrica donde, cada día, alimentaba su cartera y aburría su vida con un fastidioso trabajo en cadena. Colocaba cada jornada unos tornillos idénticos en unas piezas también idénticas, en un proceso alienante y aburrido que le amargaba la vida. Su única ilusión, cada tarde, desde que descubriera a aquel chico por vez primera en su trono de fantasía, era esperar, con el corazón alborotado saliéndosele por la boca, que sonara la maldita sirena, anunciadora de algún que otro suspiro aliviado y de apresuradas salidas.
Cada tarde, se escondía detrás del tronco y, simultáneamente, en una sincronización perfecta que a María maravillaba, Julián se le aparecía como el bálsamo reparador que curaba su monotonía diaria. Le gustaba observarlo, intentando imaginar qué sería aquello que captaba el interés desmedido de Julián por sus libros.
Y es que a María no le gustaba leer, y no entendía qué placer escondían aquellas negras sobre blanco, y esas ilustraciones que atrapaban al muchacho. Lo poco que había leído en su vida vino dado por obligaciones escolares, pero en cuanto el destino le obsequió demasiado pronto con un precioso bebé y un malnacido que se desatendió de todo, dejó cuadernos y lápices por biberones y un trabajo gris.
Una tarde de otoño, mientras el cielo amarilleaba empezando a dar coletazos en su claridad para dar paso a la negrura de la noche, María, con su aguzada vista y gracias a su privilegiada atalaya del parque, observó como Julián apuraba las últimas hojas del libro que tenía entre las manos y lo cerró. Una sutil lágrima se le escapaba al chico de uno de sus profundos ojos azules.
María, conmovida, decidió en ese momento que ya era hora de ser mera espectadora de sentimientos y abanderada de la ignorancia. Se prometió que a partir del día siguiente también compartiría momentos con héroes y trasgos, damas y bestias extraordinarias. Había que pasar a la acción y conquistar aquel mundo de redondas y dibujos, por mucho esfuerzo que le costara.
Quizá Daniel nunca supo que sirvió de catapulta a las ansias de María por beberse esas historias, desde aquella esclarecedora tarde de otoño. La muchacha jamás se lo diría.
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miércoles, 27 de junio de 2007
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martes, 26 de junio de 2007
Para entonces, las voces ya habrán callado. Los gritos, los llantos, las súplicas de ella mientras su pareja le atizaba también inmisericorde, ya han callado. Hasta otra noche más que vuelvan a ser inoportunas e incómodas. Voces que rompen nuestra monotonía familiar de tele y sofá, y que no querríamos oír.
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lunes, 25 de junio de 2007
Todos los que arriben serán bienvenidos, pues esta cajita de cerezas y guindas sigue abierta, sin tapadera. Abierta a todos, a sus palabras, a sus ojos y a sus olfatos, para que escruten cada rincón de la misma, y se embriaguen con el olor de las cerezas y guindas que en ella duermen.
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domingo, 24 de junio de 2007
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sábado, 23 de junio de 2007
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viernes, 22 de junio de 2007
Allí estaba ella, sentada sobre un cojín marroquí de penetrante olor a cuero y labrado con letras diminutas y perfectas formas geométricas. La pelirroja no tendría más de veintitrés años. Pelo rizado, estatura media, complexión delgada. Nada fuera de lo normal. Ni curvas de vértigo ni cuello de alabastro. Pero su sonrisa… Y sus ojos, tan soñadores…
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miércoles, 20 de junio de 2007
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La chica se ató la cinta de raso alrededor del tobillo. Una cinta de color rosa pálido, clara como sus carnes que últimamente evidenciaban, aún más si cabía, la fotografía de sus venas demasiado azules bajo la piel transparente. Medias de espuma rosa, tutú vaporoso, cuerpo ceñido y se diría que alas en vez de zapatillas con la punta bien dura, donde sus torturados piececitos encontraban un paradójico acomodo y se complacían en estirarse bien.
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Algún día, la ceguera que inunda tus ojos, desaparecerá, dando paso a una luz refulgente que se irradiará desde tu interior. Esta luz te hará ver, comprender, palpar, sentir, lo que ahora te es imposible. El rayo doliente, que atraviesa tu alma como espada, te impide vislumbrar lo obvio, lo evidente, la luz diáfana y prístina que quisiera envolverte, produciendo un daño casi irreparable.
Algún día, la ceguera que inunda tus sentidos, se volverá evanescente, tornándose de doloroso apasionamiento –doloroso precisamente por apasionado-, a sosegada paz. Una paz envolvente, que se enredará en tu alma como las algas a las colas de las sirenas que te llaman con sus cantos engañosos.
Algún día, espero no muy lejano, releerás estas palabras y podrás hacerlo porque ya no estarás ciego.
Ni de la vista, ni de tus sentidos.
Y sabes que yo me alegraré.
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martes, 19 de junio de 2007
Si tan despacio como me acaricias, agotaras el tiempo que nos queda por vivir juntos, no tendría más remedio que darte las gracias. Porque así, podría disfrutar cada segundo de tu respiración que me llega, de tus manos que me acarician, de tu mirada que me aturde, de tu corazón que palpita, estruendoso y alborotado, cuando me ve.
Si tan despacio como me lees en cada carta que te llega, saboreando cada letra, me desnudaras, no tendría más remedio que darte las gracias. Porque así, notaría cómo se me eriza cada vello de mi piel, cómo mi sexo se abriría lentamente para acogerte, cómo mi cabello perfumado te rozaría la cara, como mi salinidad se vuelve dulzura en tu boca.
Si tan despacio como me haces el amor, me abrazaras, no tendría más remedio que darte las gracias. Porque así, no dejaría escapar ni una milésima de cada segundo que me dedicas, que te noto dentro de mí, que me arde tu ser en mi interior.
Si tan despacio como pienso besarte, me besaras, ni siquiera te daré las gracias. Cerraré los ojos, y me dejaré llevar.
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lunes, 18 de junio de 2007
El deseo de escribir, en este caso, es también un intrincado laberinto, zigzagueante y trufado de recovecos. Cuando las Musas nos son propicias, las calles del laberinto aparecen rectas, llanas, sin ningún obstáculo que salvar, sin ningún recodo que adivinar.
Sin embargo, cuando las Musas deciden abandonarnos por un tiempo, sólo alcanzamos a ver recodos siniestros y caminos sinuosos en forma de virtual folio en blanco. Son meandros secos lo que en otro tiempo fueron rebosantes fuentes de manantial.
Escribir, como siempre he hecho, desde hace años, sobre lo que me aflige, sobre lo que me emociona, sobre lo que hace que me enamore, sobre mi enamorado en ese momento, sobre mis sentimientos, sobre los sentimientos de los otros, sobre lo que me hace sonreír, sobre lo que me hace reflexionar, sobre mis lágrimas, sobre un simple pajarito que se apoya en el alfeízar de mi ventana, sobre el rostro de mis hijos cuando duermen plácidamente...
Sobre lo que me dé la gana y como me dé la gana.
En eso consiste, en esencia, el deseo de escribir: un laberinto misterioso. Y me apasiona recorrerlo a diario, con sus llanos y recovecos.
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Si te apetece pasar tu dedo por el filo de mis braguitas de encaje, te dejaré.
Si me quieres coger la barbilla para darme un beso apasionado, tómala.
Si me pides que piense en ti a cada instante, no dudes que lo haré.
Si te apetece secarme esa lágrima que corre por mi cara, evapórala con tu aliento.
Si te divierte vestirme delicadamente para luego desvestirme a dentelladas, hazlo.
Si me reconoces en cada palabra de esa poesía de amor que escribiste, soñaré.
Si me desabrochas torpemente el sujetador, sonreiré.
Si se te antoja lamer mis pies, recórrelos con tu lengua.
Si cierras los ojos mientras me acaricias, te acompañaré.
Si me das pequeños azotes en el culo mientras me follas, los recibiré encantada.
Si deseas oler mis axilas, huélelas.
Si quieres tratarme como a una princesa, sé mi caballero.
Si te apenas cuando estoy triste, te daré las gracias.
Si deseas que te cuide como a un niño, seré tu custodia.
Si pretendes amarme como yo te amo… Eso será imposible.
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domingo, 17 de junio de 2007
Mirándote, rozando con el tacón tu cuello...
2 mordiscos a esta cereza Escrito por Belén Peralta a las 19:42A Razor. ¿Para quién, si no?
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Pisaba el acelerador todo cuanto le permitían las leyes. Hasta que tuvo que parar. Ese día, ese maldito día, pocos minutos antes, sucedió un accidente tremendo en la Diagonal y había un follón de narices. ¡Mierda! Llegaba tarde para la presentación y a pesar de que había avisado a través del móvil, le fastidiaba no llegar a su hora. Se retocó, coqueta, el maquillaje en el retrovisor. Se sorprendió examinándose de nuevo. Los pendientes, discretos, el colgante, largo y de aros grandes, que le llegaba hasta casi la cintura y le adornaba un escote suave y perlado de lunares, asomado entre las solapas de la camisa de raso. Se mordió el labio inferior, descubriendo un pellejito inoportuno, al que arrancó de cuajo, haciéndose un poquito de sangre.
En el coche de atrás, un chico moreno hablaba por el móvil, con grandes aspavientos. Parecía bastante cabreado. Ella bajó el volumen de su equipo, casi enmudeciendo a Pereza. Le intrigó averiguar, si es que podía hacerlo, qué estaba farfullando aquel chico guapísimo. Aunque lo imaginaba.
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-Joder. Estas cosas sólo pasan en las películas.
-Y que lo digas.
Él le estaba acariciando el pelo rubio y largo, un cabello que olía a champú de miel y que se le enredaba entre los dedos. El chico jugueteaba con un mechón, lo acercó de nuevo a la nariz y sonrió.
-Te gusta oler mi pelo, ¿eh? No paras.
Ella sonrió a su vez y cerró los ojos, dejándose llevar por una situación que no hubiera imaginado dos horas antes. Los automovilistas salían de los coches, desesperados por el enorme tapón. Nadie podía avanzar. Muchos con los brazos en jarras, otros mirándose con resignación. Hoy todo el mundo llegaría tarde.
Sus miradas se encontraron, sí, como en las películas. Una sonrisa amplia, franca y sincera bastó para unirles en una conversación rutinaria y anodina primero sobre el accidente, como era lógico, y, posteriormente, sobre ellos mismos. El chico, sí, estaba buenísimo.
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Hacía ya una hora que ambos debían estar en sus respectivos trabajos pero unas llamadas a tiempo lo solucionaron todo. Ahora la premura residía en buscar pechos, en encontrar olores, en hallar algún lunar inesperado que hasta entonces había sido desconocido incluso para su propio dueño. Los besos urgían, las caricias querían estallar, los labios buscar, los dientes morder.
Ella no se había quitado aún las botas. Él no la había dejado, aun sin ser especialmente fetichista. La mujer estaba sin ropa, ofreciendo una desnudez de aburrido martes por la mañana, impregnando el aire de su apartamento de nardo y rosa. Él la olisqueaba, se la bebía literalmente por la nariz. Aquella chica rubia olía endiabladamente bien y mejor lo hacía su sexo abierto, entregado a él. Miró a un lado y advirtió la caña de piel casi tocándole su mejilla.
Ante el contacto de su lengua con el cáliz salado, ella cerró los ojos. Pero, inopinadamente, los abrió. Y rozó el cuello masculino con el tacón imposible, altísimo, estilizado como un puñal, cuando se agitó con el orgasmo inevitable.
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viernes, 15 de junio de 2007
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Me van a permitir que hoy copie y pegue un mensaje que acabo de colgar en mi querido Café del Foro. Es un tema que me hierve la sangre.
Hoy se ha celebrado a nivel mundial el Día de los Derechos en contra de los niños explotados laboralmente, o algo por el estilo. De tanto horror que sentí cuando leí una noticia en El País digital, ya ni me acuerdo de la nomenclatura exacta.
http://www.elpais.com/articulo/internacional/millar/ninos/fueron/secuestrados/China/vendidos/esclavos/euros/elpepuint/20070614elpepiint_12/Tes
En China, pero no en la parte floreciente donde los tiburones de los negocios exhiben impúdicamente sus coches de nuevos ricos, sino en la China profunda de campesinos con diez hijos (que no sé yo cómo no les alcanza la política de natalidad, imagino que son tan "los olvidados" que efectivamente se olvidan de ellos hasta ese punto...), en esa China, digo, de campesinos pobres y niños desharrapados y hambrientos, los padres veían como sus hijos eran secuestrados y vendidos por 500 míseros yuanes, lo que equivale a unos 50 euros.
Tu hijo vale 50 euros. Tu hijo que tiene ocho, nueve, diez años. Tu hijo que va a cargar con ladrillos ardientes, que le quemarán la piel, que se la rajarán, que se la llagarán. Tu hijo que tendrá que andar descalzo sobre brasas ardientes. Tu hijo que, de tan herido, no podrá ni levantarse, y, vivo aún, lo van a enterrar.
¿Te imaginas a tu hijo, ese que ahora duerme velado por los ángeles de Occidente, siendo enterrado vivo, comido por las llagas?
Son los niños del horror. Niños que valen cincuenta asquerosos euros.
¿Comprenden ahora por qué ni siquiera recuerde el nombre exacto del día que acaba de terminar y que aboga por los derechos de los niños y en contra de su explotación laboral?
Mierda de mundo.
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jueves, 14 de junio de 2007
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Se lo quiero regalar a Embolic, entre otras muchas cosas porque su pelo blanco me recuerda a ella.
A Teresa la conocí hace unos siete años. Su pelo, inmaculadamente blanco, siempre lo tenía bien acicalado. No era un peinado estructurado hasta el límite, como si un Miguel Ángel cualquiera hubiera derrochado su arte esculpiendo aquella nívea cabellera. Se trataba de un corte sencillo, simple, pero realizado con amor. Su hija María era la encargada de que tuviera ese pelo bien brillante, apartado de la cara, desvelando un rostro ajado y una frente arrugada pero despejada, repleta de pequitas marrones a ambos lados en sus sienes. La mujer se desvivía por tener a su madre aseada, con ese olor a Heno de Pravia que siempre relacionaré con la anciana. Sus uñas, cortas, impecables, sin pintar. Sus ropas, negras pero salpicadas de vez en cuando por alguna florecita, también oliendo a limpio.
María no podía bañar sola a su madre. Pepe, su marido, le echaba una mano. La necesidad venció en este caso al pudor y la desnudez marchita de Teresa era más motivo de conmiseración que de otra cosa. Eso, y su indudable fragilidad. La abuela era débil, pero no sólo por ser anciana. Su mente había retrocedido lentamente, mes a mes, hasta llegar al punto en el que estaba ahora. Entonaba de vez en cuando coplillas de cuando era pequeña, cuando saltaba al cordel con dos amigas, o mientras observaba a Lucía, su madre, que era panadera -como lo fuera Teresa años después-, golpeando primorosamente la masa de pan, con una falsa violencia que amalgamaba los ingredientes, y que, tras el pertinente paso por el horno, transformaba aquella masa blanquecina en crujientes barras y deliciosas roscas de pan. Lucía aprendió en la artesa de una tahona de Barcelona y, años después, se trajo consigo saberes y recetas a la capital gaditana.
Entonces, aún cantando, arreciaba la laguna, y la pobre Teresa se quedaba con la frase a la mitad. Miraba sin ver a su hija María, que la tenía al lado, y le susurraba con voz queda: “Mamá, mamá, ¿cómo seguía esta canción, que no me acuerdo?” Mamá. Confundía a su hija con su madre, el principio con el final de la canción, el principio con el final de la vida. Imposible enlazar más recuerdos. La desdichada abuela iba hundiéndose en el tenebroso pozo del mal de Alzheimer, y, claro, no era en absoluto consciente de ello.
Me gustaba ir a visitarla antes de que entrara en la fase final de la enfermedad, porque Teresa aún disfrutaba de fugaces momentos de lucidez, y me encantaba descubrir en el fondo de sus ojos verdes pequeñas y grandes historias vividas por la que todavía era una extraordinaria mujer. La tomaba del brazo y la ayudaba a sentarse en una butaca de resina blanca, en el balcón de la casa de su hija, -desde hacía unos años su casa-, y ambas conversábamos rodeadas de macetas con geranios y claveles. En su jaula, un canario trinaba jaleos y cantos, como acunando los recuerdos que salían desvaídos de la boca de la abuela, sorprendentemente fresca y lúcida de tarde en tarde. Me agradecía con una sonrisa mis sencillas atenciones, como acomodarla en la butaca, poniéndole un mullido cojín en su espalda, o prepararle un descafeinado y un platito de galletas. Hasta el día en que no supo sonreírme. No sabía quién era yo. Me estremecí al ver la nada en esos ojos verdes. Nada era, puesto que no quedaban ya historias por descubrir, y lo lamenté profundamente.
Uno de esos atardeceres de mayo, antes de que la bombilla fundida de su memoria se apagara de forma definitiva, me habló de sus padres. Fue un momento tan breve, pero tan intenso, que los recuerdos estancados desde hacía días, pareciera que pugnaran por salir a borbotones de su boca. La estampa que resultaba de aquel tropel, sin embargo, no era inconexa, antes bien al contrario; ofrecía la imagen abigarrada de colores, olores y sensaciones de una época que yo, lógicamente, jamás iba a vivir pero que me resultó llegar a ser incluso familiar, por el cariño con que fue narrada.
Se conocieron cuando mediaba un siglo de miriñaques y oscuridad. Botines, medias de lana basta que dejaban tapaban las piernas deseadas, golosas extremidades de blanco marmóreo, miradas detrás del abanico a la salida de misa de doce. Niñeras de carabina, soldados galantes procurando sonsacar un suspiro de amor. Barquilleros, mercancía, paloluz, arropía, avellanas. Y su amor por ella.
Cortés galanteo, tímido beso, achuchones rechazados en oscuros rincones del Parque Genovés de Cádiz. Blanco virginal de muchacha inocente, pícaras sonrisas de los mozos amigos en cuchitriles de sexo rápido, noche de bodas entre miedo, curiosidad y lágrimas. Las faldas más cortas, cabello a lo garçon, foxtrot, charlestón, nueva vida en Barcelona y tres chiquillos que mantener. Y de vez en cuando, su recuerdo en forma de tarjeta a las familias que quedaron en Cádiz, y como prueba, una de esas postales, ajada y amarillenta, con letra caligráfica en una tinta azul que ya hacía tiempo había perdido la intensidad de su color. Me dio pudor leer el texto que allí se vislumbraba, pero alcancé a leer la firma al final del mismo: “Juan y Lucía, Barcelona, 4-10-1.927”.
Fue entonces cuando sentí el cariño y el cuidado que Teresa había puesto en conservar esas postales desde que se las dio su abuela, al regresar con sus padres y hermanos a Cádiz. Ese cariño lo vi materializado en una lágrima con sabor a añoranza que rodó por una de sus mejillas.
Créanme que fue una tarde mágica, por lo que aprendí, pero, sobre todo, por lo que sentí.
Teresa, de tarde en tarde, continuó hilvanando recuerdos, cada vez más difusos, hasta el día en que ya ni siquiera preguntaba, porque no sabía que tenía que preguntar. Hasta el día en que ya ni caminaba, porque su cuerpecillo no le respondía. Hasta el día en que no comió, porque olvidó que tenía que tragar. O hasta la mañana lluviosa de octubre en que se olvidó de seguir viviendo.
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miércoles, 13 de junio de 2007
BULERIAS DE LA PENA (Lole y Manuel)
Palabras frente al silencio.
Qué pena más grande, amor, que te recuerde con pena.
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martes, 12 de junio de 2007
Aquella tarde se había levantado de la siesta con poco que hacer. Su jubilación estaba dando para mucho: para largos paseos, para ir a pescar con su mejor amigo, para recuperar la ilusión de vivir junto al nietecillo de cinco años, para aburrirse como una ostra en las largas tardes de verano.
Se sentía solo. Desde que Clara decidió irse una puñetera mañana de mayo, así, sin avisar, tan desconsiderada ella, que lo tuvieron que llamar al trabajo y él ni se puso la chaqueta y lo llevaron casi sin darse cuenta, así, a trompicones, se sentía muy solo. Qué puñetera también Clara, por hacerle eso. Rellenita, de muslos de melocotón y canela en su juventud y adornado con estrías de regalíz en la madurez. De pechos pequeños pero firmes, desacostumbradamente erguidos en una mujer de su figura, Clara había alegrado con sus risas los despertares de siestas y acompañado con suspiros los duermevelas eternos del invierno. Había sido una buena compañera, también en la cama, y el hombre sonrió con gratitud frente a su taza de café, que seguía frente a él, sin ser movida de su sitio, con su interior oscuro y amargo dispuesto a desaparecer. Pero la bebida, cada vez más fría por momentos, siguió allí.
El hombre, sí, encontró lo que estaba buscando. Una foto de juventud de Clara. Ella posaba divertida, con un bañador que claramente se veía anticuado, con una faldita pudorosa cubriendo la unión de las piernas de melocotón y canela, esa unión que poco después descubriría el hombre como el cáliz más suculento que imaginar se pueda. Cuántas veces le comió su sexo y cuántas veces quedó por comer. Cuántas jornadas deliciosas de savia jugosa resbalando por su barbilla y cuántas noches relamiendo las consecuencias líquidas y transparentes de su arrebato.
El hombre sintió que la sangre le ardía por dentro, especialmente en su sexo dormido, y que pocas veces era portador de buenas noticias. Se sintió algo incómodo, por lo inhabitual de la erección, pero sonrió feliz, porque algo así había que celebrarlo. Internamente, le agradeció a Clara que aquel día de agosto se dejara hacer la foto.
No quiso masturbarse. Dejó que lentamente la serenidad de la vejez recién estrenada se antepusiera a la energía del calor que Clara, desde dónde puñetas sabía nadie, le estaba mandando con su faldita de lycra azul petróleo y sus muslos de melocotón y canela.
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lunes, 11 de junio de 2007
Un diario se escribe en la adolescencia, cuando cualquier nadería se convierte en los terremotos más sobrecogedores, en los maremotos más dañinos, en la lava más ardiente que quema, y destroza, y asola.
Se supone que ahora ya no tenemos edad de escribir diarios. En todo caso, en el diario cotidiano de la vida.
Pero bien, ya que se ofrece la oportunidad de revivir esta etapa de la adolescencia gracias a las nuevas tecnologías, ¿por qué no aprovecharla?
Y decía que me ha pasado algo muy curioso porque a pesar de que estaba deseando seguir emborronando estas páginas de mi recién estrenado blog con mis tonterías, por otro lado yo misma me estaba frenando, pues me decía: "¿Y qué pongo? ¿Qué pondré, si no son mis relatos?" Sin darme cuenta, he retrasado este mensaje al menos hora y media.
En ese momento no calibré que me queda aún mucho por decir. Y aquí estoy.
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A todas las Soledades que aún tienen que llorar en silencio sus ahogadas ganas de aprender.
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A su lengua, que nunca tendré y siempre me quedará por descubrir.
Sensualidad porque pocas cosas hay en la vida más eróticas que lamer la piel, las mucosas, los poros de la persona deseada, entregando calor y humedad con calculada parsimonia, lo cual hace el tormento mucho más dulce, si cabe.
Picardía porque pocas cosas hay más descaradas que ese músculo vivo, húmedo, caliente y juguetón que busca -y encuentra-, desafiante, lunares y pecas, pliegues y orificios, aureolas y rugosidades que, si bien en otro momento y bajo otras circunstancias pueden parecer incluso feas, en éstas se presentan como un increíble y rocoso paisaje lunar.
Valor porque pocas cosas hay más decididas que una lengua, que, dejando atrás remilgos y escrúpulos, decide adentrarse en sitios recónditos, en plazas nunca abordadas, en callejuelas oscuras conscientemente ignoradas hasta ese preciso instante...
Su lengua había comenzado un viaje delicioso de no retorno.
Empezó por la raíz de mi pelo, esa sutil frontera entre mi cabello de fogoso caoba y mi frente aún sin arrugas que la surcaran. Bendije en ese momento la genética heredada de mi madre. Las arrugas serían bienvenidas, por supuesto, pero me encantaba la idea de no tener que saludarlas todavía.
La punta de su lengua, más descarada aún, decidió seguir la excursión y pasó por encima de mis párpados cerrados, robando parte de mi sombra gris y saboreándola, extrañada por ese raro regusto metálico. Decidió contiuar y dar pequeños toques en las aletas de la nariz, en su punta traviesa, en las mejillas ardientes.
La exploradora continuó su exquisito examen, y se detuvo en una de mis orejas, jugando a humedecerla con indescriptible satisfacción. Recorría el lóbulo, los surcos, los pliegues; se introducía sin yo llamarla en el hueco del oído, como el ladrón bueno que yo recibiría agradecida.
A la vez que la lengua mojaba oído, lóbulo y pliegues, palabras llenas de calculada maldad, que en otro momento enrojecerían al más osado, se me antojaban una dulce plegaria que yo deseaba no acabara nunca, así me sentía.
Intenté abrir los ojos. Pero me rogó que no lo hiciera.
Mi nuca se vio abordada por su lengua, cada vez más húmeda, más deseosa de seguir regalando felicidad, explorando secretos, porciones de piel tan deseadas. De la nuca pasó al cuello, un cuello largo y suave, sin ningún adorno que lo enriqueciera, a excepción de dos lunares, uno a cada lado, que pareciera querer dar la bienvenida al indómito visitante.
Los lengüetazos en el cuello se vieron acompañados del primer orgasmo.
La exploración estaba en marcha, y aquella insólita aventurera decidió adentrarse en dos montes coronados por cimas turgentes y duras, laxas en otras circunstancias, y encogidas y engrosadas por la acción benefactora del músculo caliente y por el -¿por qué negarlo?- reciente orgasmo. Aureolas y pezones duros como el pedernal que, enhiestos, se ofrecían a su boca, deseosa de chupar granito hecho jugosa guinda...
El segundo orgasmo llegó sin avisar.
Su lengua, decidida y a por todas, encontró el camino de mi espalda. Hacía un rato que me había girado para ofrecer el tesoro de mis brazos, y ella, complacida tras haber recorrido axilas, hombros, codos, brazos, manos y dedos, sin olvidar los cálidos huecos de los antebrazos, silueteó figuritas de saliva a lo largo y ancho de toda mi espalda.
La espalda es uno de mis puñeteros puntos flacos. Y él lo sabe. Tercer orgasmo.
Descendiendo por una sima desbocada, en lugar de detenerse donde mi cuerpo gritaba que lo hiciera, juguetona y traviesa, malvadamente recorrió mis muslos de niña grande, aderezados por un calor inhumano que me brotaba de las entrañas. Piernas, rodillas, pies bonitos con uñas sin pintar... ninguna parte podía escapar del juego infernal de saliva y calor. La lengua se enredaba en mis dedos, los dientes querían secundar aquella dulce condena y mordisqueaban sin lastimar, sólo como para dejar constancia de que existían, testigos mudos de aquel músculo malvadamente atrevido.
Mis gemidos suplicantes llamaban a su lengua a un paraíso aún por descubrir.
Una selva ignota, ligera de vegetación, esperaba a la intrépida exploradora que ansiaba perderse en su rala espesura. Y vaya si lo hizo. Desafiando calor, regalando vida a cada lengüetazo, a cada lamida, con cada beso, con cada chupeteo que me confirmaba que incluso en el lugar más recóndito del cuerpo te pueden ofrecer un edén perdido.
Le di las gracias con un cuarto orgasmo. Desgarrador, largo, sentido.
No pude más que pensar que bienaventurada su lengua, aquella que, nada más proponérselo, comete un arrasador latrocinio de mis sentidos. Bendita ladrona que inventa mil juegos perversos.
Para etiquetar en la cajita como: Guindillas picantes
Tras saludar con decisión -disimulando tras esa muralla mi azoramiento, que no se decidía a abandonarme, ni lo haría a lo largo de toda la compra-, empecé a curiosear estanterías y cajas, expositores y envases. Algunos, discretos, pero la mayoría regalando al ávido visitante una sinfonía abigarrada de colores chillones, impúdicas posturas y explícitas fotografías. Deslicé mi dedo por los lomos en rústica de aquellos libros.
Yo, lectora impenitente, que había degustado verdaderas maravillas literarias, no podía creerme que títulos como aquellos pudieran tener salida. Títulos vulgares hasta rozar el insulto, rotundamente reveladores y capaces de convertir, en pocos segundos, al hombre que jamás se había interesado en cualquier publicación que no fuera el "Marca", en el más contumaz lector.
Seguí con la vista aquellos anaqueles repletos de tesoros de silicona, de goma, de látex, de cuero. Me maravillé con la inagotable imaginación tanto de fabricantes como de futuros compradores de un hipotético placer; imaginé formas, cuerpos, pieles, posturas, deseos. Tantos como juguetes se ofrecían. Hasta que mi vista dio con lo que estaba buscando. Ése. Justo ése.
Un magnífico corsé de seda negra, tachonado de pedrería y capaz de abrazar un cuerpo con la delicadeza de una mousse de frambuesas y la firmeza de un amante incansable, me pedía desde su posición que lo cogiera, que lo adoptara, que mi deseo por poseer una de aquellas maravillas se transformara en realidad, pasando así a formar parte de mi colección de lencería, hasta ese momento más o menos atrevida.
Combinaciones de raso, de seda, de satén, más largas, más cortas, con encajes, sin ellos, con lazos, sin lazada, picardías, bodies, negros, turquesas, gris perla, violetas... Pero nunca, nunca, un corsé como aquel; magnífico, majestuoso, sabría levantar aún más unos montes escarpados y marcar con rotundidad una curva vertiginosamente cóncava antes de pasar a transformarse en otra de sinvergonzonería convexa.
Me volvía loca la idea de ser penetrada a cuatro patas mientras sus manos se aferrarían desesperados a mi cintura enfundada en seda negra, apretada hasta el máximo, afinando las curvas que le servirían de agradecido apoyo. Me imaginaba sus ojos cerrados, su pubis bombeando, la piel contra piel restallando como látigos en un silencio sólo interrumpido por este sonido inconfundible y por nuestros gemidos desesperados. También sonaría el "ras ras" de la pedrería arañando las sábanas, el pecho pegado a ellas, los brazos extendidos, en un ritmo cada vez más in crescendo.
El corsé sería mío. Lo acaricié con la punta de mis dedos trémulos, nerviosos ante la perspectiva de poder atar las cintas en la intimidad de mi casa, ayudadas mis manos por las suyas, tan ansiosas como éstas que no querían desligarse aún de la seda negra.
Imaginé sus manos apartando delicadamente las mías, dejando que los brazos cayeran dulcemente a ambos lados de mi cuerpo, mientras esos dedos, solícitos, se urgían a pasar cintas por ojetes, a recomponer aspas como equis malditas sobre mi espalda, a atenazar con ellas hasta casi cortarme la respiración. Un artístico lazo cerraría el entramado diabólico de cintas, y, situado entre mi cintura y mi trasero glorioso, presto a ser penetrado, sería la señal que marcaría la frontera entre la contención ahogada y la libertad más absoluta.
Adoro mi corsé. Me siento diosa con él.
Para etiquetar en la cajita como: Guindillas picantes