domingo, 22 de junio de 2008
Desde que empezó a escribir, años atrás, David intuía que algo extraordinario le iba a ocurrir. Algo por supuesto relacionado con sus anhelos y ganas por juntar letras. Desde que era pequeño le habían dicho que escribía bastante bien. Si al principio fueron las redacciones en el colegio las que se llevaban los piropos de maestros y algunos compañeros -los menos envidiosos-, luego las cartas y poemas envenenados de torbellinos de amor fueron las protagonistas. David se convirtió en el chico más popular del instituto porque todos sabían que le era imposible negarse, y que siempre se podría contar con él para disponer de una poesía encendida o de un texto arrebatador. El hecho de que prácticamente todos los alumnos imaginaran que, con un noventa y cinco por ciento de probabilidades, aquello tan hermoso lo habría escrito David y no realmente la persona de la que provenían los versos, no le restaba méritos, y seguían siendo unos textos irremediablemente hermosos y que cumplían la función para la que fueron creados: enamorar.
Una vez que empezó la lucha en la jungla del mercado laboral, David se desentendió de sus ganas de escribir y dejó que las palabras bellas y las imágenes oníricas durmieran en un cajón del escritorio. De vez en cuando se sentía culpable por no retomar aquellos versos, que, incompletos como un cojo, lloraban su pena sin el consuelo de las manos de aquel artista. Entonces se ponía a escribir, pero el arrebato creador no le duraba mucho y al cabo de un par de días se desentendía de todo.
Una tarde de compras apresuradas se encontró por la calle con su amigo Alberto. Hacía mucho tiempo que no se veían y que no compartían inquietudes literarias, ya que a Alberto tampoco se le daba nada mal escribir y ambos habían dedicado más de una tarde a compartir textos, siendo uno el mejor y feroz crítico del otro. Al padre de Alberto lo trasladaron de ciudad por motivos laborales, y el resultado fue la separación de los amigos. Comenzaron carteándose, pero poco a poco la realidad de la rutina fue imponiéndose y al cabo del tiempo apenas sabían el uno del otro.
Unos años después, Alberto era un hombre maduro e independiente que había decidido volver a su ciudad para trabajar en ella. La casualidad hizo que se topara con David, y ambos pasaron una tarde deliciosa compartiendo unos cafés y refrescándose mutuamente la memoria sobre todo aquello que parecía que se había quedado anclado en el tiempo, incluso las pocas ganas de David de volver a escribir.
-Pues eso sí que es una pena, chico. Escribías que daba gusto, no deberías haberlo dejado…
-Bah, no sé si mis escritos eran tan buenos. En realidad eran poemillas y cartas de adolescente. No pienso que tuvieran gran calidad.
La tarde transcurrió entre recuerdos de anécdotas pasadas y proyectos venideros, y se rubricó con un sentido abrazo y el ineludible intercambio de números de teléfono.
-Que me llames, ¿eh?
-Que sí, no te preocupes, nos vemos…
Al llegar a casa, lo primero que hizo David fue mirar hacia el cajón donde lloraban su soledad aquellos versos que dejó inacabados, aquellas historias que quedaron por tejer, y presumiblemente aquellas frases que aún estaban por nacer. No se atrevía a abrirlo: sabía que escribir es un ejercicio diario y que, al igual que el físico, si no se ejercitaba, todo se atrofiaba. Se preguntaba si sería capaz de retomar aquel vigor, aquella energía que se le posaba en los dedos y le hacía teclear frenéticamente, mientras las ideas le surgían a borbotones. Ahora se veía incapaz de atravesar el desierto por el que voluntariamente estaba pasando, y decidió pasar de largo y no responder a los cantos de sirena de sus historias y versos.
A medianoche, David se encontró sentado en el suelo, revolviendo aquellas hojas y releyendo todo lo que había escrito. La mayoría le pareció sencillamente nefasto, y sintió el impulso de arrugar los folios y tirarlos directamente a la basura, pero como era un nostálgico irreductible, sabía que se arrepentiría al día siguiente, y decidió conservarlo todo. De todas formas, supo encontrar el brillo de la calidad en algunos textos y comenzó a trabajar en ellos. Así, noche tras noche. Tras la rutina de la ducha y la cena, se embarcaba en sus historias y, entre columnas de humo y tragos de ron miel, lograba darles forma.
Se asombró de la facilidad con la que se reencontró con las Musas a la madurez. Bien es cierto que aunque no había vuelto a escribir, excepción hecha de algunos versos esporádicos, no había dejado el formidable hábito de la lectura diaria, y supuso que esto le sirvió de mucha ayuda para volver a hacerse amigo del folio en blanco.
Pero David no retomó sólo la costumbre de escribir. Lo de quedar con Alberto no se había quedado simplemente en una intención, sino que a partir de aquel encuentro, lo hicieron con cierta regularidad. Una de aquellas tardes, Alberto le propuso que fuera a su casa al día siguiente, ya que daba una especie de fiesta, que más que fiesta era un encuentro literario de amigos a los que les gustaba escribir y leer sus textos en voz alta. David primero se opuso, ya que no le gustaba hablar en público, pero sobre todo porque consideraba que sus escritos no tenían la calidad suficiente como para formar parte de una tertulia literaria, aunque fuera a nivel de amigos. Y además, él no conocía a nadie, sólo a Alberto.
A la tarde siguiente, influido por el portentoso poder de convicción de aquel amigo perdido y reencontrado, David se vio leyendo en voz alta sus versos ante un público que le escuchaba en un respetuoso silencio. Numerosos aplausos rubricaron su intervención y él se sintió avergonzado, pero orgulloso. Jamás imaginó que tras un período tan largo sin escribir, iba a estar leyendo sus escritos ante un público desconocido, que en principio y aunque sólo fuera por educación, iban a aplaudirle cortésmente, aunque luego averiguó, por los comentarios y las caras de satisfacción, que habían sido aplausos sinceros.
Entre los amigos de Alberto, David se fijó en Sara. Menuda, morena, de intensos ojos claros ideales para navegar en ellos, al chico le había gustado desde que entró en la casa de Alberto y la vio sentada en el sofá, con las piernas cruzadas como un faquir hindú, y comiendo pipas esperando al resto de invitados. Le sorprendió su naturalidad, su frescura, e interpretó esa familiaridad de estar comiendo pipas como que la muchacha ya conocía de sobra al resto de contertulios. Sara, a lo largo de la tarde, leyó unos versos suyos que obtuvieron la aprobación general. David no los había entendido muy bien, pero se emocionó con aquellas palabras que no habían sido lanzadas al aire de forma aleatoria, sino con una gran intensidad, y aplaudió con admiración.
Años después, David y Sara se entretenían revolviendo en la caja de las fotos y se veían como jóvenes contertulios en reuniones de poetas: las piernas cruzadas sobre el sofá, los abrazos fraternales, los protagonistas con sus bocas abiertas declamando al aire. La poesía los había unido y fue entonces cuando David se dio cuenta de lo afortunado que había sido aquel encuentro fortuito con Alberto, que le devolvió de nuevo las ganas de escribir. Había recuperado a sus Musas y había descubierto a una musa mucho más terrena, más cercana, y con unos ojos claros ideales para navegar en ellos.
Para etiquetar en la cajita como: Cerezas y guindas dulces
4 mordiscos a esta cereza:
Textos como éste son un canto al optimismo muy oportunos y diría que reconstituyentes para personas como yo, no especialmente ilusionados con la condición humana.
Para mi la escritura es dolor y sudor. Un ejercicio que siempre produce más sufrimiento que satisfacciones y con el que desafortunadamente ...se liga muy poco.
Doc, no soy doctor en medicina como usted y no sabría qué recetarle para que la escritura no le produjese molestias ni padecimientos. Lea un poco a Gloria Fuertes antes de acostarse y arrincone un poco a Proust (dele vacaciones durante unos días), versos cortos de Gloria a poder ser -sabe que admiro a nuestra poeta-, son más digestivos y no necesitan vaso de agua.
Pero ha apuntado una cosa muy interesante a propósito del texto de Belén. La escritura es optimismo también. Escribir es lo mismo que tener unas ganas locas de vivir. Cuando leo a Guinda de Plata, estoy más convencido de ello.
Un abrazo, Doc. Y besazos para Guinda.
Gracias Fermín por sus buenos deseos y consejos, que no desdeño. Lo que me ocurre con Proust es algo muy especial, es como un chicle que se me ha pegado al almario y no puedo despegármelo a riesgo de que se me vayan trozos de mi mismo con él.
Sí, en esto coincido con el Doc, pues es un canto de optimismo, sobre todo para aquellos que se enfrentan al folio en blanco y se desesperan, o a aquellos que pierden la fe en seguir escribiendo.
Pero hay que hacerlo, para seguir teniendo esas ganas locas de vivir, como dice Fermín. No hay otra.
Besos optimistas,
B.
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