miércoles, 19 de diciembre de 2007

La hija del viento




Los vientos le ondulaban el pelo caprichosamente. Primero fue un aire de levante, casi imperceptible, el que había sido precedido de un ambiente calmo y quieto. Poco a poco, tras éste, las hojas de los árboles y las faldas de las mujeres anunciaban que el levante se despertaba perezosamente, mientras los pájaros del atardecer volaban en forma de flecha migrando a otros lugares, y los niños jugaban a adivinarse tras los muros empedrados.


Después de unas horas de mágico aleteo de viento, éste se tornó embravecido. Fuerte, poderoso, soplaba con el rigor certero de una mañana de otoño mientras las hojas caídas adornaban el paisaje dejándose ver a varios metros por encima del suelo. La felpa y el algodón tendidos descansaban apenas en las cuerdas, agotados de danzar al son del fuerte levante, esperando que unas misericordes manos tuvieran a bien el destender aquellas sábanas que habían albergado sueños y esas toallas que se presentaban como dulces envoltorios de cuerpos de bebé.


El levante, al morir el día, tornó a poniente. Y éste, tras su gélido abrazo, cambió a viento sur, en una traviesa danza de los vientos que parecían haberse vuelto locos ante su cabello largo y su porte de princesa.


Los vientos le ondulaban el pelo caprichosamente, sí. No parecía importarle que éste se le despeinara, que no le enmarcara la cara como a una Madonna italiana, que flotara en el aire semejando tentáculos de medusa, que apenas cubriera sus hombros, que se enmarañara finalmente. A pesar de la estampa hermosa -el cabello flotante, las manos cruzadas sobre la falda, la mirada fija en algún punto inverosímil-, la melancolía que atenazaba su cuerpo era invisible a ojos de todos y ello acrecentaba aún más su bello desamparo. Una bonita mujer, sentada en un jardín donde las hojas jugaban a perseguirse y el mismo viento que esto provocaba mecía con dulzura el césped jugoso y fragante… Nada parecía feo. Ni siquiera su añoranza que nadie podía ver enturbiaba la imagen idílica.


Sentada en aquel banco, mientras los vientos sucesivos le ondulaban el pelo a capricho, esperaba pacientemente, con tenacidad admirable, que un día la enfermera cambiara su "Venga, Estela, entremos para el comedor, con los demás", por un "Vamos, Estela, que los vientos le han traído por fin la compañía que tanto desea y que nunca llegaba".


Los vientos le ondulaban el pelo caprichosamente, pero nadie, a excepción de sus compañeros de sanatorio o las afanosas enfermeras, se daría cuenta de que a Estela le apetecía que fuera alguien a quien añoraba, y no los vientos, quien se esmerara en apartar la melena de sus hombros y de su cara. Y nadie lo haría puesto que nadie iría a verla jamás en los días de su vida.


Estela, la hija del viento, se quedó por siempre esperando, a merced de esa loca danza aérea que jugó a envolverla sin piedad en aquel jardín también de locos.


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