lunes, 11 de junio de 2007

Soledad






A todas las Soledades que aún tienen que llorar en silencio sus ahogadas ganas de aprender.







Soledad se giró para ver bien lo que le mostraba Candelaria. Le costaba trabajo moverse con agilidad, quizá por su edad, ya avanzada; quizá porque sus articulaciones y huesos estaban rociados de algo que se llama reuma. En Cádiz muchas personas sufren de los huesos: el Atlántico, imponente, igual trae delicioso aire fresco reparador en las largas noches de verano, que una dichosa humedad que rocía los automóviles y moja las aceras, calando los huesos de tal forma que se diría que hasta congela los tuétanos, como en una deconstrucción de alta cocina.




Soledad era la más mayor del grupo. Sus compañeras, y ella misma, estaban reunidas, calladas, pendientes de su labor. La mayoría con gafas para evitar forzar la vista y que no se les escapara el más mínimo detalle. Casilda, la más presumida, prefería usarlas en la intimidad de su casa. Aunque no hubiera nadie allí esperándola para verla desde hacía muchos años.


No estaban bordando; las señoras ni estaban cortando patrones ni disponiéndose a hacer pespuntes a una tela durmiente sobre las mesas.


No. Las señoras estaban leyendo, haciendo cuentas, escribiendo. Estaban aprendiendo a vivir.


Juan, el maestro, orondo como una naranja valenciana, un hombre comprometido y que siempre había luchado por la igualdad entre hombres y mujeres, se sentía especialmente orgulloso de ese puñado de señoras valientes que habían decidido matricularse en la escuela de adultos. En vez de cocina, matemáticas y cuentas. En lugar de corte y confección, lenguaje y redacciones. La tertulia del cafelito en casa de la Mary fue sustituida por el debate en clase de seis a siete.


Soledad se había atrevido a eso y a más. Nunca antes lo hizo, amedrentada por un cabrón que cuando bebía se volvía completamente loco y al que no importaba que una marabunta de chiquillos aterrados intentara abrazar a su madre, caída en el suelo, en posición fetal, protegiéndose la cabeza y el alma de los golpes que, sin razón ninguna, le iban llegando, apisonando implacablemente su dignidad. Cuando el cabrón despertaba de su borrachera, y sin recapacitar, sólo por impulso, se acercaba a su Sole, le daba dos achuchones y le decía que eso nunca iba a volver a pasar. Que lo perdonara.


La mujer, claro, le decía que sí. Diez pares de ojos la observaban con desesperación.


Sole nunca trabajó fuera de casa. Las que lo hacían, o era porque el marido era un maricón que no le plantaba cara al jefe y se conformaba con ganar poco, o porque tenía calor entre las piernas y la pelandusca buscaba lío fuera de casa. Mi Sole sería incapaz de engañarme, por supuesto, que para eso estaba yo allí, para recordarle con el puño y hasta con el cinturón si hacía falta, que yo era su macho, su hombre, aquel que llevaría el sustento a casa y se vestía por los pies.


¿Estudiar? Cuando discutieron por eso, el morado le duró cinco días en el pómulo derecho. No había nada más que hablar. Estudiar a los cincuenta… Una mujer tiene que estar donde tiene que estar. En su casa. Atendiendo a todo lo concerniente a ella. A sus labores. A su ropa tendida, besada por el levante, a su potaje de garbanzos, bien caliente porque si no, bronca tenemos… A su suelo bien escamondado, a sus mandados en la tienda de Marcelino… A sus armarios oliendo a lavanda y a su cocina repleta de lágrimas mientras los niños merendaban en la salita pan con chocolate.


El día en que Juan murió, Soledad lloró. Lamentó que las dulces palabras de amor dichas en la playa, se transformaran en palabrotas irreproducibles y en ácidas críticas sobre su figura, ensanchada y descuidada a medida que iba pariendo hijos. Ahora sí que iba a ser Soledad de verdad. Soledad a pesar de los golpes, soledad a pesar de los gritos y amenazas. Una soledad que le aterraba porque se veía incapaz de salir adelante.


Sin embargo, el día en que, acompañada de dos amigas, la mujer se matriculó en la escuela de adultos, sonrió. Sentía que Juan, la oronda naranja, iba a ser el bastón que le había faltado hasta ahora, y sí, sonrió, aun doliéndole el cuerpo por el reuma y el alma por la vida gris que le había tocado vivir. Ahora le correspondía un trocito de felicidad entre un puñado de señoras voluntariosas, valientes, y polvo de tiza en el aire.
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2 mordiscos a esta cereza:

Anónimo dijo...

Precioso....que cosa más bonita!!, me has emocionado mucho. Tq fetito

Belén Peralta dijo...

Gracias, cielo.

Sabes que yo también te adoro, mi niña.

Gracias por entrar, me ha hecho muchísima ilusión. Entra a tu casa las veces que quieras.

B.

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