lunes, 11 de junio de 2007

Descarada exploradora







A su lengua, que nunca tendré y siempre me quedará por descubrir.





Su lengua inició lo que sería al final de la aventura un tortuoso y a la vez delicioso recorrido lleno de sensualidad, picardía y valor.


Sensualidad porque pocas cosas hay en la vida más eróticas que lamer la piel, las mucosas, los poros de la persona deseada, entregando calor y humedad con calculada parsimonia, lo cual hace el tormento mucho más dulce, si cabe.


Picardía porque pocas cosas hay más descaradas que ese músculo vivo, húmedo, caliente y juguetón que busca -y encuentra-, desafiante, lunares y pecas, pliegues y orificios, aureolas y rugosidades que, si bien en otro momento y bajo otras circunstancias pueden parecer incluso feas, en éstas se presentan como un increíble y rocoso paisaje lunar.


Valor porque pocas cosas hay más decididas que una lengua, que, dejando atrás remilgos y escrúpulos, decide adentrarse en sitios recónditos, en plazas nunca abordadas, en callejuelas oscuras conscientemente ignoradas hasta ese preciso instante...


Su lengua había comenzado un viaje delicioso de no retorno.


Empezó por la raíz de mi pelo, esa sutil frontera entre mi cabello de fogoso caoba y mi frente aún sin arrugas que la surcaran. Bendije en ese momento la genética heredada de mi madre. Las arrugas serían bienvenidas, por supuesto, pero me encantaba la idea de no tener que saludarlas todavía.


La punta de su lengua, más descarada aún, decidió seguir la excursión y pasó por encima de mis párpados cerrados, robando parte de mi sombra gris y saboreándola, extrañada por ese raro regusto metálico. Decidió contiuar y dar pequeños toques en las aletas de la nariz, en su punta traviesa, en las mejillas ardientes.


La exploradora continuó su exquisito examen, y se detuvo en una de mis orejas, jugando a humedecerla con indescriptible satisfacción. Recorría el lóbulo, los surcos, los pliegues; se introducía sin yo llamarla en el hueco del oído, como el ladrón bueno que yo recibiría agradecida.
A la vez que la lengua mojaba oído, lóbulo y pliegues, palabras llenas de calculada maldad, que en otro momento enrojecerían al más osado, se me antojaban una dulce plegaria que yo deseaba no acabara nunca, así me sentía.


Intenté abrir los ojos. Pero me rogó que no lo hiciera.


Mi nuca se vio abordada por su lengua, cada vez más húmeda, más deseosa de seguir regalando felicidad, explorando secretos, porciones de piel tan deseadas. De la nuca pasó al cuello, un cuello largo y suave, sin ningún adorno que lo enriqueciera, a excepción de dos lunares, uno a cada lado, que pareciera querer dar la bienvenida al indómito visitante.


Los lengüetazos en el cuello se vieron acompañados del primer orgasmo.


La exploración estaba en marcha, y aquella insólita aventurera decidió adentrarse en dos montes coronados por cimas turgentes y duras, laxas en otras circunstancias, y encogidas y engrosadas por la acción benefactora del músculo caliente y por el -¿por qué negarlo?- reciente orgasmo. Aureolas y pezones duros como el pedernal que, enhiestos, se ofrecían a su boca, deseosa de chupar granito hecho jugosa guinda...


El segundo orgasmo llegó sin avisar.


Su lengua, decidida y a por todas, encontró el camino de mi espalda. Hacía un rato que me había girado para ofrecer el tesoro de mis brazos, y ella, complacida tras haber recorrido axilas, hombros, codos, brazos, manos y dedos, sin olvidar los cálidos huecos de los antebrazos, silueteó figuritas de saliva a lo largo y ancho de toda mi espalda.


La espalda es uno de mis puñeteros puntos flacos. Y él lo sabe. Tercer orgasmo.


Descendiendo por una sima desbocada, en lugar de detenerse donde mi cuerpo gritaba que lo hiciera, juguetona y traviesa, malvadamente recorrió mis muslos de niña grande, aderezados por un calor inhumano que me brotaba de las entrañas. Piernas, rodillas, pies bonitos con uñas sin pintar... ninguna parte podía escapar del juego infernal de saliva y calor. La lengua se enredaba en mis dedos, los dientes querían secundar aquella dulce condena y mordisqueaban sin lastimar, sólo como para dejar constancia de que existían, testigos mudos de aquel músculo malvadamente atrevido.


Mis gemidos suplicantes llamaban a su lengua a un paraíso aún por descubrir.


Una selva ignota, ligera de vegetación, esperaba a la intrépida exploradora que ansiaba perderse en su rala espesura. Y vaya si lo hizo. Desafiando calor, regalando vida a cada lengüetazo, a cada lamida, con cada beso, con cada chupeteo que me confirmaba que incluso en el lugar más recóndito del cuerpo te pueden ofrecer un edén perdido.


Le di las gracias con un cuarto orgasmo. Desgarrador, largo, sentido.


No pude más que pensar que bienaventurada su lengua, aquella que, nada más proponérselo, comete un arrasador latrocinio de mis sentidos. Bendita ladrona que inventa mil juegos perversos.

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